1. HOMBRE QUE VA A CORREOS Y SE CRUZA CON ANTIGUO AMOR CASI OLVIDADO.
Ajeno al aleteo de las alas de las mariposas en Texas y a sus consecuencias camina ese hombre feliz, remanso de paz, pensando en recorrer los dieciséis minutos de trayecto que debe haber desde su casa al despacho central de Correos. Va con su paquetito en la mano primero porque, aunque feliz, tiene un pasado adolescente en Cuenca y, después, porque le apetece hacer ese paseo que calcula en poco más del cuarto de hora y que empieza en la calle Pescadores. Por allí nada que reseñar, como mucho las palomas que se pelean cerca de un charco sucio de barro por las obras interminables del supermercado López y Bargondia, próxima inauguración. Dobla la esquina y hay un callejón sin nombre y sin números de una soledad como de filmoteca húngara. En ese incierto y ceniciento peaje de sombra y colgadores dobla, inadvertido, otra esquina que le pone en la calle Leñadores, a media altura digamos. Cruza la carretera, no hay gente y tampoco hay coches por esta vía por donde sigue, con su paquetito bien forrado y perfectamente liado dentro de donde debería ir un libro ejemplar antiguo o un dietario con estampas y frases lapidarias para memorizar, pero donde sólo se esconde una documentación que ha preparado con cuidado para no se sabe qué trámite peregrino referente a las colonias de verano de su juventud y que franqueará enseguida para ese misterio geográfico para tanta gente: Cuenca. Caer desde Leñadores en la calle Castaños casi lo desanima al tipo del paquete porque es recta y larga y porque viene un viento del fondo directamente desde Junneau, Alaska, que le hiela las mejillas antes de escapar por la plaza de la Fuente Vieja, perdiéndose sin hacer ruido en las hojas de los árboles que parecen de hierro en esta tarde de febrero. Este hombre se divierte con el vaho que exhala su boca y sueña que fuma puros habanos puros o que es un barco que a la Habana fue. Castaños es silenciosa como un nicho porque apenas hay tabernas y los comercios duermen sus últimos momentos de siesta. Sólo alguien viene a lo lejos, una chica o una señora o algo a medio camino entre ambas y, aunque todavía está lejos, le parece que va a ser bonita. Este hombre tan inocente y descuidado y soñador a veces tiene una vista de águila gigante de Australia y pese a la distancia ya empieza a ver que la mujer lleva gafas y que no se recoge el pelo porque se ve linda y porque así, con algunas betas de rubio platino, se lo dejaron en la peluquería . Va olvidándose de las jaulas en las ventanas, de los árboles tiritones y de los avatares cotidianos de la calle Castaños por donde, hay que reconocer, limpian muy bien los servicios municipales y no se ven periódicos tirados ni bolsas volando en la heladera del viento. Esa mujer del hermoso cabello suelto luce una cara detrás de las gafas y a este señor que va a Correos esa cara le trae un pasmo de corazón y casi se le cae el paquetito sin dietario ni ejemplar antiguo. Dispone sólo de veintiocho o veintinueve segundos para reaccionar porque viene por ahí, envuelto en chupa de cuero negro, un amor muerto de muerte natural y luego asesinado que, pero qué guapa es, Dios mío, quince años sin verla. Son nada más quince segundos, pero puede ser que le sobren doce para recordarse más enamorado que nunca sin apenas barba y sin paquetito que tirar al Correo. Le queda la esperanza de esas gafas y que no le reconozca y se alza la bufanda un poco como bandolero asustado pero qué haces mentecato, salúdala, párala para preguntarle de su vida y rememora un tiempo perdido porque, sin querer, ese hombre que creía ir a Correos a mandar un paquete no muy grande ha deshecho su vida para siempre y no será ya tan feliz como antes y puede ser también que tarde hasta veintitrés minutos en alcanzar la calle Próceres en donde está el despacho de Correos. A seis segundos de ella no sabe aún qué hará y sus ojos buscan sus ojos, se baja la bufanda y va a sacar la mano del gabán pero ella se distrae con algo que le cuelga de la chamarra y pasa sin fijarse y sin decirle cuánto le recuerda y sin volver la vista atrás y sin sonreír. Cuando en la rotonda del estanco gira a la izquierda, antes de tomar Próceres, se vuelve desolado para verla perderse camino del olvido del que apareció como momia y entonces ve, le parece ver, que ella también se vuelve un instante y que sonríe a más, mucho más de treinta y dos segundos. El paquetito cuadrado y marrón que hacía un instante pesaba como una losa se vuelve liviano como una transparencia y acelera el paso al llegar al quiosco desde donde ya se divisa el ladrillo rojo y las banderas de la estafeta, allí arriba, en el 36 de la calle Próceres...
boomp3.com
2. MUJER MIOPE QUE VIENE DE LA CAPITAL Y VE UN TIPO CON UN PAQUETITO.
Dejar marchar un par de autobuses para regresar sin apreturas una hora más tarde era una idea que apenas había puesto en práctica en cuatro o cinco ocasiones. El ansia por destrozar el sofá, malcomiendo cualquier cosa a punto de fecha de caducidad, tragándose lo que fuera de la televisión era, por lo general, de una fuerza de tifón. Tomó, no obstante, un café en un plácido establecimiento cerca de la parada de autobuses, dejando morir el tiempo en una ociosidad pecaminosa. No sabía calcular el tiempo que emplearía en regresar a casa porque no se sujetaba a itinerarios y porque se enredaba y se desasosegaba con los números. Sabía que tomando por la cuesta del cine Fraguas y por Constitución venía a darle tiempo para escuchar la cara A de la cinta de música finlandesa en el walkman, ubicado siempre en el bolsillo interior de la chamarra negra, que apenas abandonaba en todo el invierno. Si la detenía el azar de los escaparates de moda o el olor del pan caliente, caliente, recién hecho de la croissanterie-brocherie, podía entonces darle la vuelta y oír un poco de la cara B, que le gustaba menos, bien es cierto. Tomar, en cambio por Azorín y abocarse al tubo helador de Castaños, le ahorraba el último tema y le proporcionaba el placer de distraer algunos minutos viendo las carteleras de los cines en el expositor de la plaza de la Fuente Vieja, donde todavía ponían esos fotogramas de cartón que le deleitaban como una concupiscencia añeja, los pequeños croissants rellenos de chocolate o las sortijas baratas de falsos rubíes como granadas. Ya en el autobús, quiere entretenerse con los letreros de los comercios, haciendo anagramas, para no pensar demasiado en su soledad de media tarde fresca con tibio sol. Se da cuenta enseguida de que la cita con su oculista debe ser pronto, porque sólo el apagado luminoso de tres pisos, letras negras, fondo amarillo de los grandes almacenes El Sevillano le permiten elaborar un flojo Villa Leones que no le agrada mucho. Así, el Bazar Mendieta y el precioso letrero ovoidal con fondo azul magenta de Novedades Regalado S. A. quedan atrás sin que pueda jugar con sus posibilidades. Está este último en la curva que custodia el viejo cuartel y que es donde la capital empieza a decir adiós. Por ahí el solecillo se agarra a los cristales y te duerme, te duerme, te va durmiendo como un hipnotizador de ojos rasgados, negrísima perilla y sofocante acento argentino. Ve lo suficiente para no perderse el marrón sinuoso de la ría allá abajo, entre las factorías de aquí y los edificios deshuesados de la otra orilla, en uno de los cuales casi llega a leer Repuestos OFSTAR; únicamente la modorrilla del sol y la tripleta consonante le chafan ese esporádico triunfo. En esa incertidumbre somnolienta, decide que Castaños es una buena elección para hoy, pararse en los carteles y decidir una película y perder la tarde en el cine. Por eso sube por Azorín, coloca su cinta, protege las manos en los bolsillos de su chupa negra y camina encogida con un paso de frecuencia media. El sol, que no calienta, aparece en lo alto de la cuesta como si un niño se lo mandase con un espejito a los ojos desde un cielo más limpio que el jaspe. Tiene que andar contando adoquines hasta la plaza del estanco en donde toma a la izquierda, para entrar en el chupón de la calle Castaños. Por ahí, el viento le alborota los cabellos peinados hace menos de tres días en peluquería de acentos franceses y, además, se le cuela tras las gafas y le hace llorar dos lágrimas densas como suero fisiológico. Los cascos que lleva en las orejas no le impiden sospechar un silencio imponente por ahí, pues, excepto un tipo bien abrigado que acaba de caer de una calle de la izquierda, nada se mueve alrededor. La mujer con gafas se quita los cascos un momento para confirmar el silencio funerario de la calle Castaños, en la cual, posiblemente, antaño hubo una hilera de estos cupulíferos de madera y fruto muy estimados, pero en la que hoy crecían más de un centenar de helados magnolios. El tipo que le va a venir de frente lleva algo bajo la axila que puede ser un libro o una cajita, pero que no parece un bocadillo, por lo ancho, ni una revista de cine, por lo corto. Sólo puede sospecharlo, porque si a su miopía han escapado las enormes letras del Bazar Mendieta ¿cómo reparar en unos ojos, boca, nariz, barba, que son a esa distancia una borrosa mancha de un cuadro de Soutine, por ejemplo?. Ahora se alza la bufanda, vaya por Dios, ¿no será..., no tiene pinta, un atracador? más bien la tiene de cajero despistado, tal vez. Cuando llega un silencio en su música finlandesa y ya ha perdido ese miedo absurdo, puede apreciar que se baja la bufanda de nuevo. Ese nerviosismo que intuye le llama la atención y, al compás de una nueva melodía lapona, quiere atreverse a verle la cara. Se esfuerza con su rabillo miope y qué veo, cielos, qué veo, y no se atreve a mirarle a los ojos y parece que... La sangre se le duerme cerca del walkman en el bolsillo interior de su chupa negra y, esta mujer, solitaria empedernida desde hace quince años o más, sale de su particular invierno unos instantes. En el momento en que su sangre recobra la frecuencia y el calor de antes y empieza a bombear de nuevo, está ya caminando como una idiota y sonriendo como una boba. Se vuelve para ver perderse por la esquina que lleva hasta la plaza del estanco la sombra de su gabán y no estaba mal con perilla, qué será de su vida, estará casado, no, no creo que lo esté, espero. Antes de llegar a la Fuente Vieja con las orejas tiesas y la nariz roja, ya ha decidido que perderá definitivamente la tarde en el cine y que la calle Castaños en primavera se ofrece como inexcusable itinerario para los regresos del trabajo. Después de la plaza, en la esquina de la derecha empieza su calle, no merece la pena darle la vuelta a la cinta...
Ajeno al aleteo de las alas de las mariposas en Texas y a sus consecuencias camina ese hombre feliz, remanso de paz, pensando en recorrer los dieciséis minutos de trayecto que debe haber desde su casa al despacho central de Correos. Va con su paquetito en la mano primero porque, aunque feliz, tiene un pasado adolescente en Cuenca y, después, porque le apetece hacer ese paseo que calcula en poco más del cuarto de hora y que empieza en la calle Pescadores. Por allí nada que reseñar, como mucho las palomas que se pelean cerca de un charco sucio de barro por las obras interminables del supermercado López y Bargondia, próxima inauguración. Dobla la esquina y hay un callejón sin nombre y sin números de una soledad como de filmoteca húngara. En ese incierto y ceniciento peaje de sombra y colgadores dobla, inadvertido, otra esquina que le pone en la calle Leñadores, a media altura digamos. Cruza la carretera, no hay gente y tampoco hay coches por esta vía por donde sigue, con su paquetito bien forrado y perfectamente liado dentro de donde debería ir un libro ejemplar antiguo o un dietario con estampas y frases lapidarias para memorizar, pero donde sólo se esconde una documentación que ha preparado con cuidado para no se sabe qué trámite peregrino referente a las colonias de verano de su juventud y que franqueará enseguida para ese misterio geográfico para tanta gente: Cuenca. Caer desde Leñadores en la calle Castaños casi lo desanima al tipo del paquete porque es recta y larga y porque viene un viento del fondo directamente desde Junneau, Alaska, que le hiela las mejillas antes de escapar por la plaza de la Fuente Vieja, perdiéndose sin hacer ruido en las hojas de los árboles que parecen de hierro en esta tarde de febrero. Este hombre se divierte con el vaho que exhala su boca y sueña que fuma puros habanos puros o que es un barco que a la Habana fue. Castaños es silenciosa como un nicho porque apenas hay tabernas y los comercios duermen sus últimos momentos de siesta. Sólo alguien viene a lo lejos, una chica o una señora o algo a medio camino entre ambas y, aunque todavía está lejos, le parece que va a ser bonita. Este hombre tan inocente y descuidado y soñador a veces tiene una vista de águila gigante de Australia y pese a la distancia ya empieza a ver que la mujer lleva gafas y que no se recoge el pelo porque se ve linda y porque así, con algunas betas de rubio platino, se lo dejaron en la peluquería . Va olvidándose de las jaulas en las ventanas, de los árboles tiritones y de los avatares cotidianos de la calle Castaños por donde, hay que reconocer, limpian muy bien los servicios municipales y no se ven periódicos tirados ni bolsas volando en la heladera del viento. Esa mujer del hermoso cabello suelto luce una cara detrás de las gafas y a este señor que va a Correos esa cara le trae un pasmo de corazón y casi se le cae el paquetito sin dietario ni ejemplar antiguo. Dispone sólo de veintiocho o veintinueve segundos para reaccionar porque viene por ahí, envuelto en chupa de cuero negro, un amor muerto de muerte natural y luego asesinado que, pero qué guapa es, Dios mío, quince años sin verla. Son nada más quince segundos, pero puede ser que le sobren doce para recordarse más enamorado que nunca sin apenas barba y sin paquetito que tirar al Correo. Le queda la esperanza de esas gafas y que no le reconozca y se alza la bufanda un poco como bandolero asustado pero qué haces mentecato, salúdala, párala para preguntarle de su vida y rememora un tiempo perdido porque, sin querer, ese hombre que creía ir a Correos a mandar un paquete no muy grande ha deshecho su vida para siempre y no será ya tan feliz como antes y puede ser también que tarde hasta veintitrés minutos en alcanzar la calle Próceres en donde está el despacho de Correos. A seis segundos de ella no sabe aún qué hará y sus ojos buscan sus ojos, se baja la bufanda y va a sacar la mano del gabán pero ella se distrae con algo que le cuelga de la chamarra y pasa sin fijarse y sin decirle cuánto le recuerda y sin volver la vista atrás y sin sonreír. Cuando en la rotonda del estanco gira a la izquierda, antes de tomar Próceres, se vuelve desolado para verla perderse camino del olvido del que apareció como momia y entonces ve, le parece ver, que ella también se vuelve un instante y que sonríe a más, mucho más de treinta y dos segundos. El paquetito cuadrado y marrón que hacía un instante pesaba como una losa se vuelve liviano como una transparencia y acelera el paso al llegar al quiosco desde donde ya se divisa el ladrillo rojo y las banderas de la estafeta, allí arriba, en el 36 de la calle Próceres...
boomp3.com
2. MUJER MIOPE QUE VIENE DE LA CAPITAL Y VE UN TIPO CON UN PAQUETITO.
Dejar marchar un par de autobuses para regresar sin apreturas una hora más tarde era una idea que apenas había puesto en práctica en cuatro o cinco ocasiones. El ansia por destrozar el sofá, malcomiendo cualquier cosa a punto de fecha de caducidad, tragándose lo que fuera de la televisión era, por lo general, de una fuerza de tifón. Tomó, no obstante, un café en un plácido establecimiento cerca de la parada de autobuses, dejando morir el tiempo en una ociosidad pecaminosa. No sabía calcular el tiempo que emplearía en regresar a casa porque no se sujetaba a itinerarios y porque se enredaba y se desasosegaba con los números. Sabía que tomando por la cuesta del cine Fraguas y por Constitución venía a darle tiempo para escuchar la cara A de la cinta de música finlandesa en el walkman, ubicado siempre en el bolsillo interior de la chamarra negra, que apenas abandonaba en todo el invierno. Si la detenía el azar de los escaparates de moda o el olor del pan caliente, caliente, recién hecho de la croissanterie-brocherie, podía entonces darle la vuelta y oír un poco de la cara B, que le gustaba menos, bien es cierto. Tomar, en cambio por Azorín y abocarse al tubo helador de Castaños, le ahorraba el último tema y le proporcionaba el placer de distraer algunos minutos viendo las carteleras de los cines en el expositor de la plaza de la Fuente Vieja, donde todavía ponían esos fotogramas de cartón que le deleitaban como una concupiscencia añeja, los pequeños croissants rellenos de chocolate o las sortijas baratas de falsos rubíes como granadas. Ya en el autobús, quiere entretenerse con los letreros de los comercios, haciendo anagramas, para no pensar demasiado en su soledad de media tarde fresca con tibio sol. Se da cuenta enseguida de que la cita con su oculista debe ser pronto, porque sólo el apagado luminoso de tres pisos, letras negras, fondo amarillo de los grandes almacenes El Sevillano le permiten elaborar un flojo Villa Leones que no le agrada mucho. Así, el Bazar Mendieta y el precioso letrero ovoidal con fondo azul magenta de Novedades Regalado S. A. quedan atrás sin que pueda jugar con sus posibilidades. Está este último en la curva que custodia el viejo cuartel y que es donde la capital empieza a decir adiós. Por ahí el solecillo se agarra a los cristales y te duerme, te duerme, te va durmiendo como un hipnotizador de ojos rasgados, negrísima perilla y sofocante acento argentino. Ve lo suficiente para no perderse el marrón sinuoso de la ría allá abajo, entre las factorías de aquí y los edificios deshuesados de la otra orilla, en uno de los cuales casi llega a leer Repuestos OFSTAR; únicamente la modorrilla del sol y la tripleta consonante le chafan ese esporádico triunfo. En esa incertidumbre somnolienta, decide que Castaños es una buena elección para hoy, pararse en los carteles y decidir una película y perder la tarde en el cine. Por eso sube por Azorín, coloca su cinta, protege las manos en los bolsillos de su chupa negra y camina encogida con un paso de frecuencia media. El sol, que no calienta, aparece en lo alto de la cuesta como si un niño se lo mandase con un espejito a los ojos desde un cielo más limpio que el jaspe. Tiene que andar contando adoquines hasta la plaza del estanco en donde toma a la izquierda, para entrar en el chupón de la calle Castaños. Por ahí, el viento le alborota los cabellos peinados hace menos de tres días en peluquería de acentos franceses y, además, se le cuela tras las gafas y le hace llorar dos lágrimas densas como suero fisiológico. Los cascos que lleva en las orejas no le impiden sospechar un silencio imponente por ahí, pues, excepto un tipo bien abrigado que acaba de caer de una calle de la izquierda, nada se mueve alrededor. La mujer con gafas se quita los cascos un momento para confirmar el silencio funerario de la calle Castaños, en la cual, posiblemente, antaño hubo una hilera de estos cupulíferos de madera y fruto muy estimados, pero en la que hoy crecían más de un centenar de helados magnolios. El tipo que le va a venir de frente lleva algo bajo la axila que puede ser un libro o una cajita, pero que no parece un bocadillo, por lo ancho, ni una revista de cine, por lo corto. Sólo puede sospecharlo, porque si a su miopía han escapado las enormes letras del Bazar Mendieta ¿cómo reparar en unos ojos, boca, nariz, barba, que son a esa distancia una borrosa mancha de un cuadro de Soutine, por ejemplo?. Ahora se alza la bufanda, vaya por Dios, ¿no será..., no tiene pinta, un atracador? más bien la tiene de cajero despistado, tal vez. Cuando llega un silencio en su música finlandesa y ya ha perdido ese miedo absurdo, puede apreciar que se baja la bufanda de nuevo. Ese nerviosismo que intuye le llama la atención y, al compás de una nueva melodía lapona, quiere atreverse a verle la cara. Se esfuerza con su rabillo miope y qué veo, cielos, qué veo, y no se atreve a mirarle a los ojos y parece que... La sangre se le duerme cerca del walkman en el bolsillo interior de su chupa negra y, esta mujer, solitaria empedernida desde hace quince años o más, sale de su particular invierno unos instantes. En el momento en que su sangre recobra la frecuencia y el calor de antes y empieza a bombear de nuevo, está ya caminando como una idiota y sonriendo como una boba. Se vuelve para ver perderse por la esquina que lleva hasta la plaza del estanco la sombra de su gabán y no estaba mal con perilla, qué será de su vida, estará casado, no, no creo que lo esté, espero. Antes de llegar a la Fuente Vieja con las orejas tiesas y la nariz roja, ya ha decidido que perderá definitivamente la tarde en el cine y que la calle Castaños en primavera se ofrece como inexcusable itinerario para los regresos del trabajo. Después de la plaza, en la esquina de la derecha empieza su calle, no merece la pena darle la vuelta a la cinta...
5 comentarios:
¡Qué curioso que lo mejor que les ha ocurrido a los dos en mucho tiempo, que lo que les recalienta el alma y la sangre, lo dejen pasar a propósito! ¿Porque no tienen nada que decirse, porque les da miedo enfrentarse al pasado ò porque tienen miedo de que les salte en pedazos el recuerdo de algo que no pudo ir más allá? Tu relato ubicuo me ha producido una extraña sensación de melancolía e invierno, como si los personajes no pudieran vencer ya sus propia inercia gris.
Un abrazo,
Sí, es posible cierta melancolía. El invierno, por otra parte, es poco más que una realidad climática. Sin embargo, creo que esa última mirada furtiva que ambos se lanzan, la súbita ligereza del paquete, la alborozada elección de ella por el cine dejan una ventana abierta a la esperanza... si lo que se quiere es una reconciliciación, por supuesto. Pero,después de todo, llevan más de 15 años amándose por separado, ajenos a ello y, a la vez, conformes con sus melancolías. Tal vez no se merezcan la felicidad de reconciliarse... O quizá no les quede más remedio. Lo verdaderamente preocupante, releyéndolo, es ¿¿¿qué diantre de paquete va a enviar este tarado para Cuenca???
Un abrazo enorme, Freia y gracias...
Paketetxo barruan, iragana.
Paketetxotik kanpo, oraina.
eta beldurra
zeinak bizirauten gaituen.
zeinak bizitza lausotu egiten digun.
eta beldurra
(beldurrik gabe ez dago bizitzarik,
beldurrak batzuetan ez digu bizitzen uzten)
Ez iezaiozu gizon edo emakume horri ergel deitu, faborez.
«Ergel» hori maitekiroz blai doa. baina, aldi berean, barrutik irain lehor bat ere badarama, zeren mundu guztiak baitaki bere etxetik Aintzindarien kaleko Postetxe Nagusira erabat ezinezkoa dela 16 minutu besterik ez izatea!!!
Bestaldetik, beldurrarena izugarri polita da eta, gainera, arrazoizkoa guztiz. Baina, beldurraren ondoan ausardia. Ausardiaren gorabeherean, uso batz...
Puede que el efecto beneficioso del reencuentro haya sido quizá no el de la reonciliación sino el de tener ganas de hacer algo más que vegetar, aunque quede ese posillo de tristeza por el no-encuentro.
Por lo que respecta al paquete, sí que te aseguro que me tenía intrigada, pero me parecía muy prosaico estar preocupada por ello.
Por cierto, gracias por la música de Led Zeppelin. Para mí es todo un descubrimiento... mucha clásica, mucha clásica y luego me pierdo una joya como ésta-
Un abrazo
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