De ese inédito caos que nunca será el antes aquí citado '...ntos suspen...', traslado lo que empezó siendo un inofensivo ejercicio literario para acabar convirtiéndose en un capítulo que es una simpática historia de amor que lleva diez años esperando un final; diez años que hay que sumar a los veinticin...
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Hay una historia que comienza hace veinticinco años o veinticinco minutos o dentro de veinticinco días, según se desee. Tenemos sobre todo a una mujer y a un hombre como bases poco originales pero válidas y es especialmente este hombre el auténtico catalítico y de quien, a fin de cuentas, dependemos. Si queremos, hace veinticinco años tenemos a un hombre que se va y a una mujer que se queda. Hace tanto tiempo las cosas, a menudo, sucedían así. Un hombre todavía algo alegre, una alegría a la que hay que frotar un poco para que aflore, también una alegría que perderá pronto, demasiado rápido, aunque más tarde que esa mujer que alberga, entre otras cosas, un nombre sencillo. Ana es perfecto. Ana tiene una tristeza de veinticinco años y pico y no creemos (ahí puede haber un buen nudo) no creemos que recupere su alegría así, por mero contacto, dentro de veinticinco días. Hace veinticinco años se juraron una promesa que alguno piensa no cumplir aunque tampoco la rompa. Viene a ser una de esas promesas-esperanza, un ‘volveré’ con el acento muy flojito, muy tímido, muy con la boca pequeña, en la última «e». El hombre, que no se concreta en un nombre, posee una inagotable capacidad para acumular dinero y amargura. El dinero, hasta hace casi veinticinco minutos, apenas le sirve y la amargura, la amargura tampoco, no vamos a pecar de excesivamente naturalistas. Hace veinticinco años se tuvo que producir una despedida, subrepticia, apurada. Y Anadenombreperfecto permanece en un colapsado adiós en esta parte de aquí con su promesa-esperanza, un amor tan tibio como el calor de una nueva vida en la marsupia y un pañuelo que es una paloma presa en un muelle cualquiera.
En esta historia que comienza hace veinticinco años la promesa es de una simpleza de auténtico folletín real como la vida misma, no nos engañemos. Una especie de promesa que es una cárcel con barrotes de tiempo. «Cada año el ocho de marzo a las siete y media en la fila veinte, asientos trece y quince del Cine Larra». Da la impresión que para el hombre, anónimo todavía, todo es como un juego y que nada más se ausenta veinticinco años y pico a dejarse crecer, poblar, recortar, encanecer, entintar, encanecer, entintar un bigote inexistente aún.
La historia no tiene un año determinado para el comienzo, nunca sabremos a ciencia cierta cuándo estamos. El tiempo, con todo, afecta a cuantos transitan esta bonita anécdota, pero se desarrolla en una era de veinticinco años y lo que venga, tampoco estamos en disposición de saber cuánto futuro espera.
Empiezan las citas azarosas a las que Ana, excelso nombre capicúa, acude sin desmayo. Acaso debido a una equivocada determinación no va al cine más que en el día indicado, prodigándose en disgustos como el de no ver más que la segunda parte, o a veces sólo la primera, de películas como ‘Novecento’ o ‘Érase una vez en América’. Y sueña con principios y finales ignorando siempre que más allá del mar estará ese hombre, más, mucho más triste que la mirada condensada de doscientos diecinueve mil cuatrocientos treinta y tantos borregos australianos a punto de ser aniquilados. Cuando han pasado diecisiete años y la desesperanza tiene ya más consistencia que la propia promesa, de la que no queda sino una absurda ilusión; cuando ya la tapicería del Cine Larra ha cambiado del rojo cardenal de la inauguración a una especie de azul turquesa o casi; cuando ya el olor peculiar del Cine Larra ha cambiado tanto como la tapicería, como el color de las butacas, como las butacas mismas... entonces surge una amenaza.
Después de diecisiete películas de vida en media soledad, de diecisiete asistencias indiscriminadas diecisiete ochosdemarzo a las sieteymedia diecisiete veces, de sentarse diecisiete veces en el asiento trece de la fila veinte y de poner diecisiete veces su Abrigo, Chaqueta, Rebeca en la butaca número quince, entonces escucha (una sóla vez) que próximamente se procederá al derribo del Cine Larra con su cortinón polvoriento y que van a edificar uno nuevo, convirtiéndolo en una especie de multicentro cinematográfico con no se sabe cuántas salas diminutas, más dotadas, más modernas. Se le hiela de un golpe el espinazo considerando que, tal vez, que es posible, que puede suceder que ninguno de esos futuros «cinitos Larra» llegue a la fila veinte, o que no tengan anchura como para llegar a la localidad quince, no importa el olor de las paredes o el color de los nuevos asientos que habrá.
En esta historia que comienza hace veinticinco años la promesa es de una simpleza de auténtico folletín real como la vida misma, no nos engañemos. Una especie de promesa que es una cárcel con barrotes de tiempo. «Cada año el ocho de marzo a las siete y media en la fila veinte, asientos trece y quince del Cine Larra». Da la impresión que para el hombre, anónimo todavía, todo es como un juego y que nada más se ausenta veinticinco años y pico a dejarse crecer, poblar, recortar, encanecer, entintar, encanecer, entintar un bigote inexistente aún.
La historia no tiene un año determinado para el comienzo, nunca sabremos a ciencia cierta cuándo estamos. El tiempo, con todo, afecta a cuantos transitan esta bonita anécdota, pero se desarrolla en una era de veinticinco años y lo que venga, tampoco estamos en disposición de saber cuánto futuro espera.
Empiezan las citas azarosas a las que Ana, excelso nombre capicúa, acude sin desmayo. Acaso debido a una equivocada determinación no va al cine más que en el día indicado, prodigándose en disgustos como el de no ver más que la segunda parte, o a veces sólo la primera, de películas como ‘Novecento’ o ‘Érase una vez en América’. Y sueña con principios y finales ignorando siempre que más allá del mar estará ese hombre, más, mucho más triste que la mirada condensada de doscientos diecinueve mil cuatrocientos treinta y tantos borregos australianos a punto de ser aniquilados. Cuando han pasado diecisiete años y la desesperanza tiene ya más consistencia que la propia promesa, de la que no queda sino una absurda ilusión; cuando ya la tapicería del Cine Larra ha cambiado del rojo cardenal de la inauguración a una especie de azul turquesa o casi; cuando ya el olor peculiar del Cine Larra ha cambiado tanto como la tapicería, como el color de las butacas, como las butacas mismas... entonces surge una amenaza.
Después de diecisiete películas de vida en media soledad, de diecisiete asistencias indiscriminadas diecisiete ochosdemarzo a las sieteymedia diecisiete veces, de sentarse diecisiete veces en el asiento trece de la fila veinte y de poner diecisiete veces su Abrigo, Chaqueta, Rebeca en la butaca número quince, entonces escucha (una sóla vez) que próximamente se procederá al derribo del Cine Larra con su cortinón polvoriento y que van a edificar uno nuevo, convirtiéndolo en una especie de multicentro cinematográfico con no se sabe cuántas salas diminutas, más dotadas, más modernas. Se le hiela de un golpe el espinazo considerando que, tal vez, que es posible, que puede suceder que ninguno de esos futuros «cinitos Larra» llegue a la fila veinte, o que no tengan anchura como para llegar a la localidad quince, no importa el olor de las paredes o el color de los nuevos asientos que habrá.
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