Amado
Manuel,
nada
me haría más feliz que llegar a saber un día que has leído esta carta, aunque esto
suceda en la prisión serrana donde me repiten, con despectiva monotonía, que te
encuentras. Mi amor me impide hacerle caso a las palabras de Víctor quien no
cesa de reiterarme que pereciste para siempre en esa misma sierra que te
refugiaba.
Llueve
en Santiago estos días, Manuel. Lo hace con la misma tristeza suave con que lo
hacía cuando corría a verte desde mi oficina hasta la puerta de la fábrica
donde me esperabas embutido en tu buzo grasiento, el cigarrillo ladeado en la
sonrisa pura, el flequillo desatado sobre tu ojo izquierdo… Me prendía del
cuello sudoroso y me llenaba de tu humo en los besos interminables. Tú me
sacudías el agua de los rizos con esa dulzura demoledora que se grababa a
cincel en mi memoria, Manuel. Con ella regresaba al trabajo, con el tacto de
tus dedos repitiéndose eternamente en mis horas sin ti, reviviendo los cinco
minutos una y otra vez hasta aniquilar cualquier atisbo de hastío. Llueve en
Santiago pero no tengo fábrica donde correr, no tengo cinco minutos, ni tres, ni apenas uno donde
eternizarme en ti.
Sólo
tengo, Manuel, esta dirección donde me han prohibido ir y donde te escribo con
la rabiosa esperanza que me ha dejado esta indefensión de no saber nada cierto
sobre ti. Han pasado cinco meses desde que escapaste a la montaña luego de la
gran huelga, con las noticias que salieron ese mismo día de grupos de obreros y
sindicalistas abatidos cerca de Río Blanco y toda esa gente desaparecida. Cinco
meses de angustia e incertidumbre mitigadas por el recuerdo de tus labios
sabiendo a tabaco, de tu cuello salpicado de grasa, de tus dedos enredando en
el cabello húmedo, de tus ojos de persona buena que nunca hizo daño y que lo
iluminaban todo… Cinco meses, Manuel, redondeándote en esta pancita mía donde
floreces en cada latido, en cada leve patada, en cada súbito giro en su lecho
placentario. Sí, Manuel, hay, como decías tú, un poemita en camino. Y viene
grandote, créeme, este poema. Va a ser una auténtica oda elemental.
Algunas
noches lo noto especialmente inquieto. Entonces, echada en nuestro humilde
catre, palpo suavemente esta curva que se pronuncia cada día más y, a media
voz, le canto la misma linda canción que me suplicabas cuando andabas tan
triste. Y se calma como si entendiera las hermosas palabras de Violeta que se
van enredando, enredando como hiedra de futuro en el muro de nuestra vida,
Manuel. Porque te amo, porque te espero, porque te recuerdo, siempre te
recuerdo…
Amanda