Sé que escribí esta carta con la intención de mandarla a no recuerdo qué certamen de cartas de amor por Málaga o Sevilla. No soy capaz de asegurar que acabase enviándola. Sea como fuere, no ganó nada pero, qué les voy a contar, a mí me gusta y por eso donde nunca la mandé fue al limbo de las papeleres cibernéticas. Y aquí está, se pensó como epístola, pero me temo que se fraguó como cuento, ustedes dirán: «Juguemos al cíclope»
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‘Juguemos al cíclope’, decías siempre. Y yo, sumiso a la ludoteca que eran tus deseos, lo jugaba sin demora. Como ahora, cuando con este olvido lleno de grietas que es mi memoria me vuelco en ti, con besos que emulan besos ya dados. Pero nunca es la misma lengua, Leire, nunca es el mismo beso, aunque todavía te sienta temblar en mí «como una luna en el agua».
‘Juguemos al cíclope’, ordenabas. No podíamos imaginar que esta inesperada separación acarrearía que todos los cíclopes que jugábamos me visiten ahora, en esta soledad, con sus miradas atónitas, llenas de preguntas. ¿Cómo recordar un beso inolvidable? ¿Cómo explicarte que desde hace un año vivo anclado en el capítulo 7 de Rayuela?
«Las cosas, ciertamente, no suceden hasta suceder por la memoria» empezaba aquel soneto. ¿Cómo imaginar, al componerlo, que iba a acertar tanto? ¿Cómo suponer que ahora, que no estás, ibas a ser más palpable que cuando te lo escuchaba recitar, embobado, con esa voz donde alternabas rompeolas y hornos de repostería y cometas? Tu voz reescribía mis poemas, como poniéndoles alas. Recitabas mis versos haciéndome sentir que salía de alguna de tus dulces noches, era como oírme detrás de tus ojos. Del mismo modo que en nuestra última noche escuché a Cortázar saliendo de tu boca, repleta de tibias odiseas.
Un año llevo, Leire, reviviendo los casi dos que estuvimos juntos, repitiendo los veinte meses clandestinos que disfrutamos. Vivo en un espejo, como un nuevo Morel a cuya invención dieran cuerda unos recuerdos que no deberían existir, como tú decías, «en el imposible olvido» Recuerdos como el del regalo que fue el último día que pasamos juntos, repleto de momentos que son altares en tu ausencia.
Vivo, desde entonces, una réplica de aquel día. Recorro los mismos parques por donde me arrastraste para besarme bajo sus mejores árboles. La gran encina del Central, el estirado alerce austríaco del parque Trueba, el roble centenario del Albia. Vivo reanudando nuestro descalzo paseo por la playa, atendiendo los idiomas del mar, hasta perdernos en la escarpada atalaya del acantilado donde las gaviotas, donde Cernuda, donde Alejandra... Y, mi adorada Leire, vivo en el inesperado teatro de seducción que interpretaste para culminar la mejor jornada, la última también.
Lo habías preparado todo con ese mimo infantil con que haces las cosas que te emocionan. Esa misma sutileza hace que viva cada noche en aquella noche, sentado al borde de la cama esperando verte aparecer por la puerta, desnuda y leve, generando resplandor, aproximándote lenta mientras comienzas a mover tus labios al ritmo perfecto de la voz de Cortázar, que recita el séptimo capítulo de nuestro libro desde alguna parte ignota de la alcoba en penumbra. «Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, -entonaba Julio y tú, infalible, le hacías el play back, en tanto tu cuerpo, enigma y despilfarro, tu cuerpo de perfecta Maga llegaba, llegaba –nos miramos cada vez más cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran... –llegabas, llegabas parsimoniosa, proclamando tu sexo, donde era una gloria no ser inocente- respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes...»
‘Juguemos al cíclope’, proponías. Jugamos esa noche a todos los juegos, sin que en ello supiera ver la mentira de tu marcha. Me dijiste que os ibais a París pero te llevaron al sur, como quizá esperabas. Quizá lo que me dejó en este carrusel del recuerdo que te cuento fue la forma en que te llevaron. O quizá fuera el hecho de creer que quien debió dispararle esos dos tiros a tu esposo tuve que haber sido yo.
Te llevaron, Leire, sin saber que, de algún modo, me llevaban contigo. Te llevaron, ignorantes de que había decidido cumplir tu misma condena en esta amable cárcel. Cumplirla aquí, donde te resucito en los libros que nunca te devolví, en las cuartillas que olvidabas y que he guardado como tesoros, en el desorden, aún mantenido, de figuritas y velas de olores que impusiste, en tus ceniceros baratos de cristalitos de colores, en el incesante teatro de las noches y en este capricho de pluma con que te escribo.
Pensaba cumplir tu condena, créeme, estaba decidido a encerrarme aquí los diez años que me anuncias en tu carta. Pero, precisamente, esa carta que, por fin, recibo, hace que todo cobre un nuevo rumbo. Ahora, el ojo único de mi boca llora la misma tinta con que me escribes. La dulce tinta de mi insurrección. Tinta que se derrama por mi mentón, por mi cuello. Tinta que se precipita en torrente por mi brazo derecho para desembocar en la mesa donde se convierte en trazo perfecto, en delicada línea de suave tinta azul, como de cielo mediterráneo sin nubes, que escapa de mi escritorio y corre hasta la ventana desde donde se lanzará, temeraria, fachada abajo hasta la avenida que la llevará hasta la esquina con la calle Castaños, a cuyas paredes se aprieta, tinta veloz, hasta alcanzar nuestro parque secreto y allí, en la corteza del enorme magnolio que te encantaba, aplacarse en siete vueltas, siete, de perfecta caligrafía, con ellas grabará las palabras mágicas del rito druida que inventamos antes de escapar, rauda tinta otra vez, por el rincón que lleva a la calle Pescadores que acaba en la renovada estación, en donde trepará al tren que parte a primera hora de la noche, se pegará a una ventanilla, y viajará las veinte horas de fatigoso trayecto, necesarias para llegar al hermoso pueblo del sur donde tomará un viejo autobús que la depositará, tinta impaciente ya, frente al alto, grueso y vigilado muro, rematado de alambres espinados, que no dudará en escalar para meterse, por fin, en la galería B donde está la celda 210, en que te alojan.
Tinta de mi insurrección que te manchará, sin remedio, de amor anestesiado. Tinta que te llevará el mensaje de mi ojo, de mi boca, que no desfallece y que te anuncia que estoy anhelando recibir otra carta tuya, donde me ordenes que recorra el mismo camino que esta tinta infatigable para llegar a ti, Leire, amor mío, y volver a escucharte proponerme que ‘juguemos al cíclope’
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‘Juguemos al cíclope’, decías siempre. Y yo, sumiso a la ludoteca que eran tus deseos, lo jugaba sin demora. Como ahora, cuando con este olvido lleno de grietas que es mi memoria me vuelco en ti, con besos que emulan besos ya dados. Pero nunca es la misma lengua, Leire, nunca es el mismo beso, aunque todavía te sienta temblar en mí «como una luna en el agua».
‘Juguemos al cíclope’, ordenabas. No podíamos imaginar que esta inesperada separación acarrearía que todos los cíclopes que jugábamos me visiten ahora, en esta soledad, con sus miradas atónitas, llenas de preguntas. ¿Cómo recordar un beso inolvidable? ¿Cómo explicarte que desde hace un año vivo anclado en el capítulo 7 de Rayuela?
«Las cosas, ciertamente, no suceden hasta suceder por la memoria» empezaba aquel soneto. ¿Cómo imaginar, al componerlo, que iba a acertar tanto? ¿Cómo suponer que ahora, que no estás, ibas a ser más palpable que cuando te lo escuchaba recitar, embobado, con esa voz donde alternabas rompeolas y hornos de repostería y cometas? Tu voz reescribía mis poemas, como poniéndoles alas. Recitabas mis versos haciéndome sentir que salía de alguna de tus dulces noches, era como oírme detrás de tus ojos. Del mismo modo que en nuestra última noche escuché a Cortázar saliendo de tu boca, repleta de tibias odiseas.
Un año llevo, Leire, reviviendo los casi dos que estuvimos juntos, repitiendo los veinte meses clandestinos que disfrutamos. Vivo en un espejo, como un nuevo Morel a cuya invención dieran cuerda unos recuerdos que no deberían existir, como tú decías, «en el imposible olvido» Recuerdos como el del regalo que fue el último día que pasamos juntos, repleto de momentos que son altares en tu ausencia.
Vivo, desde entonces, una réplica de aquel día. Recorro los mismos parques por donde me arrastraste para besarme bajo sus mejores árboles. La gran encina del Central, el estirado alerce austríaco del parque Trueba, el roble centenario del Albia. Vivo reanudando nuestro descalzo paseo por la playa, atendiendo los idiomas del mar, hasta perdernos en la escarpada atalaya del acantilado donde las gaviotas, donde Cernuda, donde Alejandra... Y, mi adorada Leire, vivo en el inesperado teatro de seducción que interpretaste para culminar la mejor jornada, la última también.
Lo habías preparado todo con ese mimo infantil con que haces las cosas que te emocionan. Esa misma sutileza hace que viva cada noche en aquella noche, sentado al borde de la cama esperando verte aparecer por la puerta, desnuda y leve, generando resplandor, aproximándote lenta mientras comienzas a mover tus labios al ritmo perfecto de la voz de Cortázar, que recita el séptimo capítulo de nuestro libro desde alguna parte ignota de la alcoba en penumbra. «Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, -entonaba Julio y tú, infalible, le hacías el play back, en tanto tu cuerpo, enigma y despilfarro, tu cuerpo de perfecta Maga llegaba, llegaba –nos miramos cada vez más cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran... –llegabas, llegabas parsimoniosa, proclamando tu sexo, donde era una gloria no ser inocente- respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes...»
‘Juguemos al cíclope’, proponías. Jugamos esa noche a todos los juegos, sin que en ello supiera ver la mentira de tu marcha. Me dijiste que os ibais a París pero te llevaron al sur, como quizá esperabas. Quizá lo que me dejó en este carrusel del recuerdo que te cuento fue la forma en que te llevaron. O quizá fuera el hecho de creer que quien debió dispararle esos dos tiros a tu esposo tuve que haber sido yo.
Te llevaron, Leire, sin saber que, de algún modo, me llevaban contigo. Te llevaron, ignorantes de que había decidido cumplir tu misma condena en esta amable cárcel. Cumplirla aquí, donde te resucito en los libros que nunca te devolví, en las cuartillas que olvidabas y que he guardado como tesoros, en el desorden, aún mantenido, de figuritas y velas de olores que impusiste, en tus ceniceros baratos de cristalitos de colores, en el incesante teatro de las noches y en este capricho de pluma con que te escribo.
Pensaba cumplir tu condena, créeme, estaba decidido a encerrarme aquí los diez años que me anuncias en tu carta. Pero, precisamente, esa carta que, por fin, recibo, hace que todo cobre un nuevo rumbo. Ahora, el ojo único de mi boca llora la misma tinta con que me escribes. La dulce tinta de mi insurrección. Tinta que se derrama por mi mentón, por mi cuello. Tinta que se precipita en torrente por mi brazo derecho para desembocar en la mesa donde se convierte en trazo perfecto, en delicada línea de suave tinta azul, como de cielo mediterráneo sin nubes, que escapa de mi escritorio y corre hasta la ventana desde donde se lanzará, temeraria, fachada abajo hasta la avenida que la llevará hasta la esquina con la calle Castaños, a cuyas paredes se aprieta, tinta veloz, hasta alcanzar nuestro parque secreto y allí, en la corteza del enorme magnolio que te encantaba, aplacarse en siete vueltas, siete, de perfecta caligrafía, con ellas grabará las palabras mágicas del rito druida que inventamos antes de escapar, rauda tinta otra vez, por el rincón que lleva a la calle Pescadores que acaba en la renovada estación, en donde trepará al tren que parte a primera hora de la noche, se pegará a una ventanilla, y viajará las veinte horas de fatigoso trayecto, necesarias para llegar al hermoso pueblo del sur donde tomará un viejo autobús que la depositará, tinta impaciente ya, frente al alto, grueso y vigilado muro, rematado de alambres espinados, que no dudará en escalar para meterse, por fin, en la galería B donde está la celda 210, en que te alojan.
Tinta de mi insurrección que te manchará, sin remedio, de amor anestesiado. Tinta que te llevará el mensaje de mi ojo, de mi boca, que no desfallece y que te anuncia que estoy anhelando recibir otra carta tuya, donde me ordenes que recorra el mismo camino que esta tinta infatigable para llegar a ti, Leire, amor mío, y volver a escucharte proponerme que ‘juguemos al cíclope’
3 comentarios:
¡Excelente prosa! Un cuento, una carta, no importa cuando la calidad narrativa se impone a clasificación alguna.
Te felicito, a la vez que agradezco tu visita a mi Blog.
¿Nos seguiremos leyendo?
¡Espero que sí!
Algo más: "Cerezas en la nieve" ¡hermoso título el de tu Blog!
Es una maravilla esta carta Joseba..Y me ha llegado muy hondo!
Tengo enlazado en mi blog a alguién que como tu admira a Cortazar..su nombre, te sonará seguro: Perfectísimo Cronopio..
Un bisou!
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