La idea de perderse que había originado aquel viaje no era más que una metáfora, pero el hecho es que se había perdido y de qué manera. No acababa de entender en qué momento del camino había cometido el error que le tenía rodando, durante ya más de cuarenta kilómetros, sin encontrar un mísero casar. Según sus cálculos menos optimistas, la población donde había pensado pernoctar debía de haberse mostrado, con el hermoso castillo iluminado, hacía ya bastante rato.
El caso es que había una luna enorme, como una ciclópea linterna china, que lo único que le ofrecía era la visión de un interminable páramo, apenas salpicado de ocasionales colinas y desarrapados oteros. A la izquierda, se extendía lo que podía ser un arbolado. Se impuso ese rumbo, llevado por un estúpido instinto. El combustible de su hermosa moto empezaba a inclinar demasiado la aguja hacia la reserva. Pocos kilómetros más adelante apareció un cruce. En los semiborrados carteles indicaba un pueblo, a siete kilómetros, tomando por el camino de la izquierda. No dudó. La Harley botaba penosamente sobre lo que antaño debió ser asfalto.
La luna perfilaba un horizonte agreste, olía a retama seca y el eco devolvía el estertor del vehículo. Casi daba pena interrumpir el silencio de aquella hermosa noche; apenas los grillos la rasgaban. A los pocos minutos vislumbró la aldea. Estaba silenciosa y poco iluminada. Le dio la impresión de que el nombre del villorrio era más largo que el mismo pueblo. En el primer agrupamiento serio de viviendas detuvo la moto. La luna iluminaba la calleja más que el pobre farol de la esquina. Se sacó el casco y suspiró. ¿Dónde estaría? Aquello no era muy halagüeño, pero no le quedaba más remedio que pernoctar por allí, la moto estaba seca y no tenía ni zorra idea de dónde habría un surtidor. Y eso, contando que a esas horas, cercana la medianoche, fuera a estar abierta. Por allí no andaba nadie, dudaba que hubiera una taberna o algo parecido. Sacó un pitillo.
- Caminemos un rato, a ver qué nos depara esto... – dijo en voz alta.
Empezó a andar calle arriba. Hacía una noche de ensueño, la luna casi se podía tocar. No había ni gatos, no se oía ni el murmullo de una televisión, era un silencio de cuento. Miró el reloj. Casi las doce. Si al menos diera con un cobertizo o algo por el estilo, tiraría el saco y esperaría al amanecer; seguro que los parroquianos madrugaban por allí, podrían informarle. Olía a geranios adormecidos.
Tenía aquella luna indescriptible enfrente y no podía dejar de mirarla. Se acordó de la mujer con quien hablaba en Internet. Llevaban algún tiempo conociéndose en un chat. Enamorándose, vamos. Enredándose en horas de soledad compartida o de sentimientos resucitados. Empezaban a entender que se amaban como burros y por eso unos días antes, sabiendo que iban a estar sin hablar debido a las vacaciones, él le había sugerido: «Es una niñada, pero te propongo algo. Mira, el sábado a la medianoche, deja todo lo que estés haciendo y sal a mirar la luna, estará casi llena. Será un minuto. Yo también lo haré. Y, si por suerte surge una estrella fugaz, me mandas un beso. Notaré un escalofrío, seguro».
Volvió a mirar la hora justo cuando la calle hacía un recodo. Desde algún sitio un reloj le confirmó que eran las doce. Alzó de nuevo la mirada al cielo y entonces, de pronto, a la derecha del redondel de cal fosforescente, una cola fulgurante surcó el espacio. Un escalofrío placentero le recorrió el espinazo, la piel se le erizó y los pelos del cogote se arremolinaron sin remedio. Suspiró sorprendido. Iba a encender otro pitillo cuando su atención se volcó en una ventana, a su derecha. Por un instante le agarró la maravilla, había una mujer en ella, con medio cuerpo fuera, mirando la luna con extasiada devoción. Chasqueó su mechero y ella se giró. Se cruzaron las miradas en el arrebol lácteo de la medianoche.
-¡¡Iratxue!!
A él se le cayó el pitillo aún sin encender. Ella se refugió en la oscuridad de la alcoba. Se quedó un instante mirando el alféizar recién cerrado. Sacudió la cabeza con descrédito. No podía ser, demasiadas horas de rutero al calor manchego. Se dijo a sí mismo que había sido una ilusión y dio media vuelta en busca de la moto. Llevaba en la cara una sonrisa idiota. No se resignaba a desdeñar la magia imposible de que aquella mujer fuera la Iratxue que conocía por la red. Después de todo, él sabía que ella pasaba ese día en una ignota aldea de aquellas tierras, aunque ella no le había querido desvelar el nombre; tal vez porque se tratara de un villorrio tan olvidado como éste, en el que había terminado por perderse, posiblemente guiado por el influjo hechicero de la luna en la que había posado su sortilegio enamorado. Tal cúmulo de azares no hacían más que adornar aquel momento de una hermosura lúdica.
En éstas estaba cuando sintió ruido a la espalda. Se volvió y vio que, caminando de puntitas, se le acercaba la mujer de la ventana. Venía envuelta en un chal que, a duras penas, escondía un fino camisón.
-¿Traveler? – dijo ella. Una repentina gasa de nube veló la luna y su estupor - ¿Has sentido el escalofrío?
El caso es que había una luna enorme, como una ciclópea linterna china, que lo único que le ofrecía era la visión de un interminable páramo, apenas salpicado de ocasionales colinas y desarrapados oteros. A la izquierda, se extendía lo que podía ser un arbolado. Se impuso ese rumbo, llevado por un estúpido instinto. El combustible de su hermosa moto empezaba a inclinar demasiado la aguja hacia la reserva. Pocos kilómetros más adelante apareció un cruce. En los semiborrados carteles indicaba un pueblo, a siete kilómetros, tomando por el camino de la izquierda. No dudó. La Harley botaba penosamente sobre lo que antaño debió ser asfalto.
La luna perfilaba un horizonte agreste, olía a retama seca y el eco devolvía el estertor del vehículo. Casi daba pena interrumpir el silencio de aquella hermosa noche; apenas los grillos la rasgaban. A los pocos minutos vislumbró la aldea. Estaba silenciosa y poco iluminada. Le dio la impresión de que el nombre del villorrio era más largo que el mismo pueblo. En el primer agrupamiento serio de viviendas detuvo la moto. La luna iluminaba la calleja más que el pobre farol de la esquina. Se sacó el casco y suspiró. ¿Dónde estaría? Aquello no era muy halagüeño, pero no le quedaba más remedio que pernoctar por allí, la moto estaba seca y no tenía ni zorra idea de dónde habría un surtidor. Y eso, contando que a esas horas, cercana la medianoche, fuera a estar abierta. Por allí no andaba nadie, dudaba que hubiera una taberna o algo parecido. Sacó un pitillo.
- Caminemos un rato, a ver qué nos depara esto... – dijo en voz alta.
Empezó a andar calle arriba. Hacía una noche de ensueño, la luna casi se podía tocar. No había ni gatos, no se oía ni el murmullo de una televisión, era un silencio de cuento. Miró el reloj. Casi las doce. Si al menos diera con un cobertizo o algo por el estilo, tiraría el saco y esperaría al amanecer; seguro que los parroquianos madrugaban por allí, podrían informarle. Olía a geranios adormecidos.
Tenía aquella luna indescriptible enfrente y no podía dejar de mirarla. Se acordó de la mujer con quien hablaba en Internet. Llevaban algún tiempo conociéndose en un chat. Enamorándose, vamos. Enredándose en horas de soledad compartida o de sentimientos resucitados. Empezaban a entender que se amaban como burros y por eso unos días antes, sabiendo que iban a estar sin hablar debido a las vacaciones, él le había sugerido: «Es una niñada, pero te propongo algo. Mira, el sábado a la medianoche, deja todo lo que estés haciendo y sal a mirar la luna, estará casi llena. Será un minuto. Yo también lo haré. Y, si por suerte surge una estrella fugaz, me mandas un beso. Notaré un escalofrío, seguro».
Volvió a mirar la hora justo cuando la calle hacía un recodo. Desde algún sitio un reloj le confirmó que eran las doce. Alzó de nuevo la mirada al cielo y entonces, de pronto, a la derecha del redondel de cal fosforescente, una cola fulgurante surcó el espacio. Un escalofrío placentero le recorrió el espinazo, la piel se le erizó y los pelos del cogote se arremolinaron sin remedio. Suspiró sorprendido. Iba a encender otro pitillo cuando su atención se volcó en una ventana, a su derecha. Por un instante le agarró la maravilla, había una mujer en ella, con medio cuerpo fuera, mirando la luna con extasiada devoción. Chasqueó su mechero y ella se giró. Se cruzaron las miradas en el arrebol lácteo de la medianoche.
-¡¡Iratxue!!
A él se le cayó el pitillo aún sin encender. Ella se refugió en la oscuridad de la alcoba. Se quedó un instante mirando el alféizar recién cerrado. Sacudió la cabeza con descrédito. No podía ser, demasiadas horas de rutero al calor manchego. Se dijo a sí mismo que había sido una ilusión y dio media vuelta en busca de la moto. Llevaba en la cara una sonrisa idiota. No se resignaba a desdeñar la magia imposible de que aquella mujer fuera la Iratxue que conocía por la red. Después de todo, él sabía que ella pasaba ese día en una ignota aldea de aquellas tierras, aunque ella no le había querido desvelar el nombre; tal vez porque se tratara de un villorrio tan olvidado como éste, en el que había terminado por perderse, posiblemente guiado por el influjo hechicero de la luna en la que había posado su sortilegio enamorado. Tal cúmulo de azares no hacían más que adornar aquel momento de una hermosura lúdica.
En éstas estaba cuando sintió ruido a la espalda. Se volvió y vio que, caminando de puntitas, se le acercaba la mujer de la ventana. Venía envuelta en un chal que, a duras penas, escondía un fino camisón.
-¿Traveler? – dijo ella. Una repentina gasa de nube veló la luna y su estupor - ¿Has sentido el escalofrío?
3 comentarios:
La red tiene esas cosas Joseba, no lo dudes..a veces buenas, a veces regular, a veces malas..
Un bisou!
Sí, tienes toda la razón del mundo. Intentaremos quedarnos con lo bueno.
Un gros bisou, Selma.
Por descontado Joseba lo intentaremos, lo intento cada día..
Conseguirlo ya es otra historia..
Un gros bisou Joseba.
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