Rufino Tarrío cumplió su particular odisea por culpa del mismísimo Salinger. No hacía falta preguntarle demasiado para que te contara toda la historia. Lo hacía con un poso tan relajado que te hacía sentir que el loco eras tú cuando a la media hora de parlamento, invariablemente, te dejaba en cualquiera que fuera el punto en que se encontrara la narración para perderse en los corredores del sanatorio a los que yo, por entonces, aún no tenía acceso.
Se diría que llevara un reloj en la garganta que le avisaba, como un cuco en la campanilla, cuándo llevaba treinta minutos contando y contando sin dejar que yo le interrumpiera, salvo para sacarle de algunos ensueños con fingidas carrasperas. Y aunque yo me quejaba vagamente de aquella bizarría horaria, pronto comprendí que las cosas eran así, que no había negociación posible y que me hacía la gracia de esas medias horas horas lo mismo que me hacía la gracia de no poner nunca pegas a ofrecérmelas cuando solicitaba su narración.
El problema mayor era que tenía tendencia a comenzar siempre por el principio. Y, si se le dejaba empezar, jamás daba marcha atrás ni se saltaba uno sólo de los hechos que jalonaban su aventura. Podías estar durante mil ochocientos segundos escuchando tranquilamente las mismas frases que, una por una, habías escuchado el día anterior. Por eso, cuando entendí que era un hombre que gustaba de organizarse milimétricamente el día, yo le formulaba una pregunta antes de que diera fin a la invariable liturgia preliminar a nuestras reuniones: le ofrecía un Montecristo, él lo aceptaba elogiándolo, lo encendía con mimoso esmero, exhalaba un par de bocanadas, miraba al cielo y empezaba «En quinto curso...»
Tenía que formularle una pregunta que le hicera seguir el relato desde donde lo había dejado en la cita anterior. De otro modo comenzaba siempre desde los tiempos en que aquel joven profesor, recién llegado de Zaragoza con el título de licenciado en Filología Inglesa, les obligó a leer un libro que sacudió las vísceras de una clase que tenía ‘Las inquietudes de Shanti Andia’ como límite de modernidad hasta entonces. Y ese libro fue ‘El guardián entre el centeno’.
Antes de que bajara la vista del cielo y empezara a hablar yo le asaltaba con un «¿Y qué ocurrió a su llegada a Ohio?» o un «¿En qué trabajó en Dublín?» y así conseguía, en ocasiones, ir avanzando en el relato de una vida que ya desde las primeras medias horas me tuvo enganchado sin remedio. Apunto que 'en ocasiones' porque, ciertamente, en muchas otras era igual que yo me esforzara en que retomara desde aquí o desde allá; bajaba desde su particular nube y, haciendo caso omiso a mis preguntas, comenzaba: «En quinto curso llegó al colegio de salesianos donde yo estudiaba un profesor nuevo. Se llamaba Germán Verdes y venía, con el título de licenciado aún sin enmarcar, desde Zaragoza. Ya desde el primer día de clase pudimos comprobar que don Germán poco tenía que ver con cualquiera de los anteriores profesores de Lengua o Literatura que habíamos sufrido hasta entonces, menos aún con el infausto padre Félix para quien pocos escritores se libraban de apostasía...»
Rufino Tarrío era un tipo joven en la época en que yo le entrevistaba, por decirlo así. Lo sería todavía si viviera. Un eco me contó que se mató un día en que llegó tarde a no sé qué cumplimiento, seguramente peregrino y sin importancia para cualquiera de nosotros. La paradoja genial estribaba en una locura donde parecía haber organizado su vida con un horario hermético, después de haber vivido como un loco por todo el mundo en pos de un fin maravilloso: poder leer la novela de Salinger en el inglés original, entendiéndolo como si la leyera el propio Salinger.
Nunca pregunté por qué había ingresado en el centro. Siempre he sabido que no hay respuesta que valga para ninguno de los locos oficiales, allí les dicen con distintos eufemismos, que he conocido. Sé que se había instalado en un porte británico que le iba como anillo al dedo y que narraba, cuando menos su propia historia, como los ángeles. Quizá debiera haberla transcrito palabra por palabra, pero no cumplí con la previsión de grabarla. Tal vez porque no pensé escribirla hasta que supe su suicidio. No dudo que formaría una hermosa novela. Yo apenas puedo ofrecer este cuento. Imaginénme alto y muy delgado, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, camisa siempre blanca, chaleco marrón, fumando sin prisa pero sin dejar apagarse jamás el elegante cigarro puro, la voz como de bosque de castaños en noviembre.
Si la lectura que don Germán les encargara para la última evaluación del curso causó enorme impresión en todo el tropel de barbilampiños quinceañeros de la clase de Rufino, a éste le produjo un auténtico seísmo interior. No sólo por el carácter de la anécdota que acaece a Holden Cautfield, el protagonista, sino también por aquel estilo en primera persona. Aquella forma de escribir que, por entonces, le resultaba tan novedosa se quedó pululando de algún modo en su mente de chaval de casi dieciséis años que empezaba a devorar literatura como un poseso.
Pero sería algunos años más tarde, releyendo la corta novela en el tedio de las largas tardes del servicio militar junto al Mediterráneo cuando quedó atrapado irremediablemente. Él, que se prodigaba en pequeñas narraciones que atesoraba en polifines de la infancia(algunos de los poemas tuve el gusto de leerlos en diversos números de ‘El asno en globo’; la historia de los polifines merece un cuento aparte) se vio, de súbito, descolocado con aquel relato americano.
Sólo era capaz de pensar que lo que leía no era más que una traducción. Y, aunque ésta le pareciera perfecta y le hubiera encandilado de aquel modo, la idea de que jamás podría atrapar todo lo que de incisivo le presumía al autor neoyorquino le convenció para acometer sin dudar su azarosa aventura.
Se autoconvenció de que antes de cruzar el charco y empaparse del inglés yanqui debería aprenderlo de un modo mucho más académico. Pero, en lugar de aventurarse hacia Londres o cualquiera de esas apacibles poblaciones de las campiñas inglesas que tan bien parecen guardar tanto las tradiciones como la ortodoxia de su lengua, Rufino se decidió por otras campiñas, más verdes si cabe. Y, apenas recibió su licencia militar, preparó una maleta de cualquier modo y desembarcó en Irlanda, con una ilusión entre ceja y ceja y cuatro perras en el bolsillo.
Se diría que llevara un reloj en la garganta que le avisaba, como un cuco en la campanilla, cuándo llevaba treinta minutos contando y contando sin dejar que yo le interrumpiera, salvo para sacarle de algunos ensueños con fingidas carrasperas. Y aunque yo me quejaba vagamente de aquella bizarría horaria, pronto comprendí que las cosas eran así, que no había negociación posible y que me hacía la gracia de esas medias horas horas lo mismo que me hacía la gracia de no poner nunca pegas a ofrecérmelas cuando solicitaba su narración.
El problema mayor era que tenía tendencia a comenzar siempre por el principio. Y, si se le dejaba empezar, jamás daba marcha atrás ni se saltaba uno sólo de los hechos que jalonaban su aventura. Podías estar durante mil ochocientos segundos escuchando tranquilamente las mismas frases que, una por una, habías escuchado el día anterior. Por eso, cuando entendí que era un hombre que gustaba de organizarse milimétricamente el día, yo le formulaba una pregunta antes de que diera fin a la invariable liturgia preliminar a nuestras reuniones: le ofrecía un Montecristo, él lo aceptaba elogiándolo, lo encendía con mimoso esmero, exhalaba un par de bocanadas, miraba al cielo y empezaba «En quinto curso...»
Tenía que formularle una pregunta que le hicera seguir el relato desde donde lo había dejado en la cita anterior. De otro modo comenzaba siempre desde los tiempos en que aquel joven profesor, recién llegado de Zaragoza con el título de licenciado en Filología Inglesa, les obligó a leer un libro que sacudió las vísceras de una clase que tenía ‘Las inquietudes de Shanti Andia’ como límite de modernidad hasta entonces. Y ese libro fue ‘El guardián entre el centeno’.
Antes de que bajara la vista del cielo y empezara a hablar yo le asaltaba con un «¿Y qué ocurrió a su llegada a Ohio?» o un «¿En qué trabajó en Dublín?» y así conseguía, en ocasiones, ir avanzando en el relato de una vida que ya desde las primeras medias horas me tuvo enganchado sin remedio. Apunto que 'en ocasiones' porque, ciertamente, en muchas otras era igual que yo me esforzara en que retomara desde aquí o desde allá; bajaba desde su particular nube y, haciendo caso omiso a mis preguntas, comenzaba: «En quinto curso llegó al colegio de salesianos donde yo estudiaba un profesor nuevo. Se llamaba Germán Verdes y venía, con el título de licenciado aún sin enmarcar, desde Zaragoza. Ya desde el primer día de clase pudimos comprobar que don Germán poco tenía que ver con cualquiera de los anteriores profesores de Lengua o Literatura que habíamos sufrido hasta entonces, menos aún con el infausto padre Félix para quien pocos escritores se libraban de apostasía...»
Rufino Tarrío era un tipo joven en la época en que yo le entrevistaba, por decirlo así. Lo sería todavía si viviera. Un eco me contó que se mató un día en que llegó tarde a no sé qué cumplimiento, seguramente peregrino y sin importancia para cualquiera de nosotros. La paradoja genial estribaba en una locura donde parecía haber organizado su vida con un horario hermético, después de haber vivido como un loco por todo el mundo en pos de un fin maravilloso: poder leer la novela de Salinger en el inglés original, entendiéndolo como si la leyera el propio Salinger.
Nunca pregunté por qué había ingresado en el centro. Siempre he sabido que no hay respuesta que valga para ninguno de los locos oficiales, allí les dicen con distintos eufemismos, que he conocido. Sé que se había instalado en un porte británico que le iba como anillo al dedo y que narraba, cuando menos su propia historia, como los ángeles. Quizá debiera haberla transcrito palabra por palabra, pero no cumplí con la previsión de grabarla. Tal vez porque no pensé escribirla hasta que supe su suicidio. No dudo que formaría una hermosa novela. Yo apenas puedo ofrecer este cuento. Imaginénme alto y muy delgado, de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, camisa siempre blanca, chaleco marrón, fumando sin prisa pero sin dejar apagarse jamás el elegante cigarro puro, la voz como de bosque de castaños en noviembre.
Si la lectura que don Germán les encargara para la última evaluación del curso causó enorme impresión en todo el tropel de barbilampiños quinceañeros de la clase de Rufino, a éste le produjo un auténtico seísmo interior. No sólo por el carácter de la anécdota que acaece a Holden Cautfield, el protagonista, sino también por aquel estilo en primera persona. Aquella forma de escribir que, por entonces, le resultaba tan novedosa se quedó pululando de algún modo en su mente de chaval de casi dieciséis años que empezaba a devorar literatura como un poseso.
Pero sería algunos años más tarde, releyendo la corta novela en el tedio de las largas tardes del servicio militar junto al Mediterráneo cuando quedó atrapado irremediablemente. Él, que se prodigaba en pequeñas narraciones que atesoraba en polifines de la infancia(algunos de los poemas tuve el gusto de leerlos en diversos números de ‘El asno en globo’; la historia de los polifines merece un cuento aparte) se vio, de súbito, descolocado con aquel relato americano.
Sólo era capaz de pensar que lo que leía no era más que una traducción. Y, aunque ésta le pareciera perfecta y le hubiera encandilado de aquel modo, la idea de que jamás podría atrapar todo lo que de incisivo le presumía al autor neoyorquino le convenció para acometer sin dudar su azarosa aventura.
Se autoconvenció de que antes de cruzar el charco y empaparse del inglés yanqui debería aprenderlo de un modo mucho más académico. Pero, en lugar de aventurarse hacia Londres o cualquiera de esas apacibles poblaciones de las campiñas inglesas que tan bien parecen guardar tanto las tradiciones como la ortodoxia de su lengua, Rufino se decidió por otras campiñas, más verdes si cabe. Y, apenas recibió su licencia militar, preparó una maleta de cualquier modo y desembarcó en Irlanda, con una ilusión entre ceja y ceja y cuatro perras en el bolsillo.
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