Me detuve un par de minutos contemplando el cuadro que hacía más de diez años me había regalado. No tenía la ingenuidad de un Rousseau, pero recordaba en muchos aspectos el trazo colorido del aduanero francés. Luciano Ponte me lo obsequió poco antes de que yo le confirmara que no le amaba, no ya porque yo no fuese homosexual, sino porque no estaba seguro de poder amar a nadie. Aquella noche me dijo, sin intención sentenciosa alguna, que yo sentía eso seguramente porque amaba demasiado. En ese momento valoré casi más la frase que la tela que me entregaba y a la que, con el paso del tiempo, fui tomando un aprecio mayor del que siempre he querido reconocer.
Luciano me había llamado dos días antes. En su voz reconocí la calma que encubría una desesperación extraña. No dudé demasiado en decirle que sí, que acudiría tan pronto como acabara los dos asuntos peregrinos que me ocupaban. Solía visitarlo un par de veces al año, como mínimo, en su retiro de pintor sin fama aparente. Pero las apariencias engañan con más frecuencia de la que creemos.
No citaré el nombre del maravilloso pueblo del sudoeste que albergaba su estudio y la enorme y antigua casa donde, desde hacía casi quince años, había encontrado algo más que un remanso creativo. Ojalá nunca se vea detallado en ninguna guía del turismo rural tan en boga y ojalá sus calles, ancladas en algún año del siglo XV, permanezcan ajenas al ajetreo mercantil que tanta riqueza tiene ya deteriorada en el patrimonio artístico de este país. Los otoños allí son un placer que me subyuga y al que no he querido renunciar desde hace tiempo.
Llegué en taxi desde la estación de trenes de la capital de la provincia, a unos treinta kilómetros de carretera serpenteante y ascendente, un miércoles de abril. Luciano estaba en el porche, sentado en el balancín, fumando y mirando la sierra de enfrente como si los ojos se le hubieran quedado clavados en algún punto del hermoso paisaje. No salió a recibirme, ni siquiera se levantó cuando alcancé la entrada de la casa. Me sonrió triste y me indicó la botella de vino abierta en la mesa de roble tallada. Había también algo de comer.
‘El viaje bien, gracias’, le dije a modo de saludo. Me serví un vino y me le quedé mirando. Apuraba el cigarrillo con ansia, los ojos le brillaban, no podía asegurar si a causa del llanto o del vino. Tenía un aspecto inusualmente desaliñado en él, pulcro hasta cuando trabajaba con los pinceles. No quise romper el silencio, a mí nunca me han resultado duros. Además, estaba claro que lo que menos hubiese agradecido en esos momentos hubiese sido una conversación baladí. Saboreé mi Rioja y me encendí también un cigarrillo.
En alguna parte he oído, o leído, que el asesinato es siempre algo personal, hasta cuando es de encargo. Lamento no tener la fortaleza moral suficiente para condenar algunos crímenes; en el caso del que estaba a punto de contarme mi amigo Luciano, incluso lo aplaudí sin rubor. Lo malo es que, aún escapando a la justicia, el asesino lleva siempre la condena en el propio crimen cometido. No dudo que el pintor estaba pagando ya el hecho de haber tirado a su amante desde lo alto de la muralla de un hermoso castillo que tampoco quiero ubicar con demasiado detalle.
‘Lo he matado’, dijo después del segundo pitillo. Le serví una copa y se la acerqué. El silencio previo me había hecho esperar alguna especie de drama; con todo, he de admitir que no lo esperaba de tal calibre.
Yo conocía a Quino desde el mismo día en que, tres años atrás, ellos dos iniciaron su relación. Creo que empecé a odiarle ese mismo día. Pero siempre he sido de la opinión de que nadie es nadie para inmiscuirse en las pasiones de los demás, por más que a todas luces nos parezcan un error. Aunque también es posible que ser capaz de sentir una pasión tan ciega como aquella no deje de ser un privilegio.
Fue en verano, en una de las horribles fiestas con glamour artístico que Luciano solía montar en su chalet de las afueras de Madrid. Una más de las numerosas posesiones que le había legado su padre, un empresario en electrodomésticos que había empezado con una tienducha en mi ciudad. Valeriano Ponte había llegado de Lugo con sus duros en un hatillo. Se había hecho de una lonja, había arreglado todos los transistores, maquinillas de afeitar, batidoras y demás artículos que funcionasen a electricidad en el barrio; había empezado a vender lavadoras, televisores, cassettes, frigoríficos y cocinas de gas de fiado; había comprado otra lonja, después una nave industrial, después otra. Hasta que terminó por tener la cadena de comercios del sector más grande desde Irún hasta Gijón y desde Bilbao hasta Logroño. Cuando murió, en enero de 1.988, su único hijo, quien apenas había puesto los pies en ninguno de los locales de su padre, se encontró con una fortuna que para sí quisieran muchos de los que las aparentan poseer.
Luciano Ponte se enamoró esa noche de Quino Sander, Joaquín Sánchez para los enemigos. Quino sobrevivía en el mundo del arte desde que, diez años atrás, en una bienal escultórica de París tuvieron la dicha de premiarle uno de sus abominables mamotretos fabricados con desechos. Por supuesto, este premio le procuraba patente de corso para despotricar de arte en cualquier reunión, literatura incluida. Se declaraba deudor de Sartre y de Schopenhauer con una desfachatez casi tan nauseabunda como sus obras, que, por cierto, habían dejado de interesar hacía ya más de un lustro. Sin embargo, no dejó que sorprenderme que alguien como Sander hubiese leído mis relatos. Hubiese preferido seguir en el amable anonimato en el que me refugiaba para acudir a aquellas fiestas.
Quino hacía lo que quería con Luciano. Cualquiera que no fuera el mismo pintor se daba cuenta de que sólo le interesaba su dinero y su mecenazgo. Más lo primero, por supuesto; su arte rupturista había dejado de ser vanguardia, pero él se autoproclamaba líder de una extraña generación y, por supuesto, incomprendido y mártir. A mí me importaba bien poco el dinero que esa relación le estaba costando a Luciano, pero no podía evitar cierta conmiseración cobarde ante los agravios, tanto públicos como privados, a que le sometía. Supongo que Quino me detestaba tanto como yo a él, a fin de cuentas nunca le prestaba ni la oreja ni la réplica que buscaba.
‘Era tan hermoso... podía ser muy tierno, créeme, muy tierno... mucho’, repetía entre sorbo y sorbo. ‘No tanto como tú’, me dije para mis adentros. Me resultaba imposible terciar ningún comentario en aquella situación. Buscaba por los recuerdos algo que me ayudara a entender cómo todo había podido desembocar en un final tan trágico. Me avergüenza reconocer ahora que quizá me azuzaba más la intriga por saber qué demonios había sucedido y cómo es que Luciano estaba libre, emborrachándose en el porche, si es que realmente había matado a alguien, que la intención de servirle de alguna ayuda.
Mi relación con él se remontaba a los tiempos del colegio, aunque la amistad propiamente dicha no se produjo hasta muchos años después, en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Yo pasaba uno de mis períodos de vagabundeo habituales, él cumplía un paso de un proyecto descomunal: visitar todas las pinacotecas del país, por humildes que fueran. Nos reconocimos sin problema, el tiempo todavía se mostraba clemente con nosotros, más en su caso. Se interesó por mis relatos, creo que sinceramente; yo no sabía aún que la pintura era su única pasión.
Acabamos, varios días después, callejeando por Toledo y acompañando algunas borracheras, tranquilas, confidentes. Un par de meses después me regalaría el cuadro que cuelga en mi salón, después de que, con la mayor dulzura de que fui capaz, dejase lo que él empezaba a ver como un tibio amor en una franca amistad.
Siempre me preguntaba por su pintura a pesar de que nuestros gustos eran manifiestamente diferentes. Él detestaba a Cristóbal Terán, yo lo adoraba, se embobaba con el Greco, a mí me aburre. Coincidíamos en Soutine y en Kandinski, platos de nuestro gusto, y en Pollock y Delacroix, despreciados por ambos. Sin embargo, mientras yo me movía más por impulsos visuales y cuatro lecturas viciadas, Luciano consideraba mil aspectos técnicos, aportaciones, descubrimientos, engaños en los diferentes cuadros que mencionábamos. Lo cierto es que era un auténtico disfrute sentarse a oírle dictar aquellas clases magistrales que eran muchas de nuestras charlas.
Debí darme cuenta de algún modo que la pintura estaba en el trasfondo de aquella tragedia. Recordé cómo Quino siempre había declarado que las obras de Luciano no eran más que entretenimientos de chico rico. Las tachaba de rutinarias y poco arriesgadas, de que no tenían el impulso vital que procura la necesidad de venderlas. La verdad es que todo ese discurso, aunque desagradable, era respetable. Y lo seguiría siendo, de haber sido verdad, pero eso yo todavía no lo sabía. Ni yo, ni nadie. Ahora, en el frescor de un porche antiquísimo, frente a un cielo de primavera perfectamente limpio, después de un viaje agotador, estaba a punto de enterarme. Luciano se levantó, regresó con otra botella, yo me animé a comer algo de jamón, un poco de queso también. Luciano, por fin, se disponía a hablar.
‘¿Tú qué crees que ha sucedido?’, me preguntó, parecía como si su rostro recuperase una repentina lucidez. ‘Os emborrachasteis, discutisteis y le mataste por accidente’, le mentí estúpidamente. Me miró con sorna. ‘Lo has dicho por decir pero, lo que son las cosas, casi aciertas... sólo que ni habíamos bebido tanto, ni fue una discusión propiamente dicha ni... ni estoy tan seguro de que fuera un accidente...’.
Dejé que el silencio preparara sus palabras, sospecho que eso es lo que siempre le ha gustado de mí. Me di cuenta entonces que el hecho de que me llamara justamente a mí en estos momentos significaba que no tenía amigos. Me invadió un sentimiento de asquerosa solidaridad.
‘Todo sucedió el sábado. Llevo tiempo pintando una serie de paisajes nocturnos en un castillo medio abandonado que hay por la Siberia. Es un espectáculo de soledad el que se divisa desde allí, con esos cielos rasos y esos ríos que atraviesan las barranqueras. Quino me acompañaba en ocasiones. Criticaba mucho mi estilo, ya sabes, pero supongo que le relajaba mirarme pintar...’, hizo una pausa, una tristeza infinita se le dibujó en la mirada. Me miró fijamente, casi con dureza. ‘¿Qué opinas de nuestra relación, dime?’. Esta vez no podía mentirle, tampoco lo deseaba. ‘Lo que todo el mundo, supongo. Que él sólo estaba contigo por tu dinero y que te maltrataba’.
Se levantó, tambaleándose, llegó al poste de la entrada y me habló de espaldas, mirando la noche que venía suave, a golpes de brisa cada vez más fresca. ‘Todo el mundo se equivocaba. Hasta el mismo Quino lo hacía. Supongo que toda la culpa es mía, no sólo la del crimen. ¿Sabes una cosa sorprendente?’, se giró y volvió a mirarme, parecía tranquilo. ‘Si alguien estaba enamorado en esta relación, ése era Quino. Sí, le interesaba mi dinero, pero me amaba, créeme. Me amaba. Yo no estaba seguro de hacerlo hasta ahora. Ahora me doy cuenta... demasiado tarde’, encendió otro pitillo, siguió hablando sin mirarme. ‘Pero él cometió un error grave, muy grave. Despreciar mi arte sin ninguna conmiseración. Y sólo lo hacía para pagar su frustración. Por eso le maté. Claro que él ignoraba tantas cosas... como tú, como todos. ¿Quién iba a saber que no soy ningún ricachón de tres al cuarto que entretiene su hastío con ínfulas de artista?’, se giró para observar mi cara de sorpresa. Yo sabía que había vendido la cadena de tiendas en un pico que no podría dilapidar en tres vidas, era más que ricachón.
‘Lo regalé todo, amigo. Más de mil millones de pesetas. No soy ningún filántropo ni nada por el estilo, pero hay una escuela con mi nombre en un pueblo cerca de San Bartolomé de las Casas. ¿Recuerdas a Paulino Carcelén?. Pues está de misionero en Zacatecas. Siempre hemos estado en contacto, también es homosexual. Le puse quinientos kilos en las manos con la única condición que la orden no gestionara ni un duro. Montó una especie de patronato que preside él controlado por los indios. El resto fue a parar a un par de museos humildes, sin renombre, sólo exigí que montaran una muestra anual de pintura local, para promocionar valores, ya sabes’.
No puedo negar que estaba algo más que atónito. No era sólo la sorpresa de la impresionante noticia sino que no me cuadraba el relato con el modo de vida privilegiado que le había visto llevar desde siempre. Pero aquello era tan extraordinario que era imposible que se tratara de una mentira.
‘Te estás preguntando cómo es posible que hiciera eso y mantuviera este ritmo de vida, ¿verdad?’, acertó a decir, mi silencio le dio la razón. ‘Pues, aquí viene lo bueno, mi adorado escritor...’, volvió a sentarse, se sirvió otra copa y continuó. ‘Esto sucedió hace unos siete años y fue precisamente por lo mismo que Quino tanto me echaba en cara. Para demostrarme a mí mismo que podía pintar, que era capaz de desvincularme del puñetero sambenito de entretenido del arte. Y para demostrarle a todos hasta qué punto está viciado este mundillo...’.
‘Pero, Luciano, no has demostrado nada, sigues sin vender cuadros’, tercié bruscamente. ‘Aquí, amigo, aquí. Pero no fuera. El año que expolié toda mi fortuna desaparecí en un largo viaje. Te he mentido un poco, lo cierto es que no lo regalé todo, ya te he dicho, tampoco soy una especie de San Francisco. Me quedé las casas y el dinero que calculé para ese viaje que te acabo de decir. Me instalé en México casi tres meses. Pinté como un poseso: selvas, poblados, indios, lluvias... esa lluvia... También un par de murales para la escuela que estaban montando. Regresé con más de veinte cuadros y me fui directamente a Praga. Y allí nació Lupo’.
Di un salto en el asiento al escuchar el nombre. De súbito todo empezó a tomar sentido en mi cabeza. Tiempo atrás, en mi enésimo viaje a Chequia, acabé en una muestra de arte europeo que se celebraba en Brno. No puedo olvidar el nombre porque me llamó mucho la atención la similitud que los tres cuadros que de él se exponían tenían con el que adorna mi estudio y porque aparecía como moldavo.
‘Es curioso, estuve a punto de comprar un cuadro tuyo hace poco más de un año. Sólo para mostrártelo. ¡Qué idiota!, fui incapaz de ver algo tan simple como el acrónimo de tu nombre en la firma... Pero eran demasiado caros para mí’, le dije, mientras intentaba poner en orden en mi cabeza el torbellino de revelaciones y sorpresas que giraban dentro de ella. Había detalles que no acababan de encajar en mi lógica, en extremo acostumbrada a los esquemas. Por otro lado, me llevaban los demonios por no haber acertado a desvelar un acertijo tan pueril: Lu Po, Luciano Pontes.
‘¿Y eso de moldavo?’, pregunté, más por darme un tiempo que por curiosidad. ‘Lo primero que se me ocurrió. Cuando Miroslav, mi marchante, se interesó por los cuadros, decidí crear el seudónimo y crear también el anónimo. Le dije que se encargara de todo, yo le pasaría las obras, él las comercializaría y, de paso, detendría todas las entrevistas y reportajes. Tenía que decir que era un pintor que no quería darse a ver, un desconocido, lo que fuera menos que fuera de aquí. Como andábamos junto al río que cruza Praga, se me ocurrió lo de moldavo, sin más explicación’, me explicó, parecía como si se fuese revistiendo de una calma melancólica. Empecé a presentir que ya nada le importaba nada.
Nos quedamos callados, él envuelto en quién sabe qué pensamientos, yo asolado por algunas dudas. Si algo había sacado en claro era que Luciano no era tan buena persona como siempre había pensado y que, aunque me daba coraje reconocerlo, Quino tampoco era el cerdo a quien tanto había abominado. Se le podía acusar de prepotente y de mordaz hasta la crueldad. Pero, por lo que acaba de inferir del relato de Luciano, había sido sincero aún dentro del amor. Le hubiese sido más cómodo vender su crítica al pintor para comprar su beneplácito y, seguramente, para salvar su vida. Se equivocó al juzgarlo como alguien que entretenía su ocio de hombre adinerado, de aburrido hijo de papá a quien se lo dieron todo hecho. Pero porque lo ignoraba. Se equivocaba, no mentía.
No acababa de entender para qué me había llamado. ¿Sólo para descargar su culpabilidad y su remordimiento?. Lo dudaba. Por otro lado, me seguía intrigando qué había sucedido con el cadáver. Habían pasado cuatro días y lo único que sabía era que Quino había sido asesinado en un castillo. Se me ocurrió pensar que quizá tuviese el cuerpo allí, en el desván o en cualquier otro sitio y que me necesitaba para deshacerse de él. Me hubiese negado porque sé que es imposible escapar de estas cosas. Así se lo dije, rompiendo un silencio que ya duraba unos minutos.
‘Sabes que vendrán a por ti, ¿verdad?’, dije. ‘Tarde o temprano denunciarán su desaparición, vendrán, Luciano, encontrarán el cadáver... Tú no me has llamado sólo para que te haga compañía, ¿no es cierto?’.
Sonrió sin amargura. ‘¡Qué hermosa está la noche!’ dijo levantándose, se detuvo observando la plenitud de estrellas. ‘No hay demasiados cuadros maravillosos de noches, ¿sabías?’. No, no lo sabía, nunca me había parado a considerarlo. Pero no estaba seguro de que él supiese que lo que había eran innumerables noches maravillosas, que no tenían por qué estar reflejadas en una tela ni en ninguna fotografía. Que el mejor cuadro era el que pintaba la propia vida en la terraza de cualquier humilde bar de cualquier pueblo de Teruel una noche en junio, o la luna repitiéndose en la pleamar de algunas playas del este, o ese mismo cielo de entonces.
Entró en la casa y volvió al cabo de un par de minutos con un sobre abultado. Me entregó el sobre, se sentó en el balancín y me habló las últimas palabras que le escuché en la vida. ‘Encárgate de que recojan a Quino, estará en el terraplén del ala sur del castillo, que lo entierren como Dios manda y que se hagan las cuatro cosas que te pido en el sobre. Si quieres, puedes contar esta historia como te dé la gana, no te apures por mi imagen’. Siguió hablando, fatigosamente, explicándome la ubicación exacta del castillo y cómo lo había dejado allí, tirado en los matojos que circundan la muralla. Condujo las casi dos horas de áridas carreteras hasta llegar aquí. Y se instaló en una determinación absurdamente lúcida.
Abrí el sobre en el coche que le había cogido para ir a donde se suponía que debía estar el cuerpo magullado de Quino. Cuando salía dejándolo adormecido en su porche sabía que no lo volvería a ver más con vida. No sé si me arrepiento de no haber hecho lo necesario para evitar que se ahorcara, creo que hacía días que estaba muerto ya.
Dentro del sobre había una documentación necesaria para cumplir con lo que él entendía como una mínima expiación. Quería que la casa donde acababa de dejarlo albergara una exposición permanente de las esculturas de Quino. Dejaba dinero más que suficiente para montar un museo palaciego. En Italia, Alemania y algunos países centroeuropeos su pintura se cotizaba bien. Quería también que al escultor se le levantara un hermoso mausoleo en el terreno anejo a la casa. Pero ese deseo, que me pareció obsceno, debería esperar.
Luciano Pontes se colgó de la viga maestra de su taller de pintura porque la muerte de su amante le supuso un fogonazo de lucidez que no podía soportar. Toda la maquinaria obsesiva que le había llevado a dejar de ser Luciano y a convertirse en Lupo lo arrastró con paradójica crueldad. Primero, porque sólo entonces se dio cuenta de cómo amaba al hombre que acababa de precipitar al vacío, si no borracho de soberbia, sí de vanidad. Después, porque el destino se rió de él de la manera más burda, para beneficio del final de este cuento, seguramente.
Llegué antes de las once, el sol quedaba detrás de la puerta principal de la fortaleza. Se alzaba en un cerro repentino, solitario en una llanura regada por dos ríos. La última cuesta exigía la primera marcha del coche. Aparqué en lo que parecía iba a ser un futuro mirador. Habían empezado a restaurar el castillo y su entorno pero, por alguna imprevista falta de presupuesto, aquello parecía abandonado a medio hacer.
Me adentré en el recinto buscando cómo llegar a la muralla. Lo conseguí arriesgándome por una escalera que no ofrecía más que la seguridad de una barandilla temblorosa. Era ardua y estrecha y, además, la mitad de los escalones estaban en un aspecto lamentable. Me alegré de la sequía de aquel año, de haber estado mojada, seguramente hubiese desistido.
El espectáculo indescriptible de suaves lomas que se perdían hasta el infinito entre meandros y embalses, hizo que me olvidara por unos minutos del asunto que me había puesto en la senda de tanta belleza. Había un sol tenue que pugnaba entre decenas de nubes blancas, gordas, mullidas, clavadas en el azul del cielo. Quise imaginarme una noche sin luna de julio, con el guiño abrumador y silente de miles de estrellas repitiéndose en los humedales. Me prometí regresar en otras circunstancias. Era un buen lugar para una de mis fugas y así lo he hecho no hace muchas semanas, creo que llegué a entender la pasión de Lupo por atrapar ese instante en una tela.
El cuerpo de Quino estaba por ningún lado. Consideré que quizá lo hubiese encontrado algún turista perdido, cualquier pastor de uno de los dos pueblos que flanqueaban el cerro, o quizá la desgracia había querido que fuese un niño jugando en los huertos cercanos. Me asaltó el impulso de dejarlo todo como estaba y volver a casa, tomar la carretera que se perdía por lo que debían ser los primeros campos andaluces o manchegos, no lo sé bien, pero necesitaba un cadáver que instalar en un mausoleo. El mismo mausoleo que aún no se ha empezado a levantar, que quizá nunca se levante.
Quino Sander salió del coma seis meses después, cojo para siempre de la pierna izquierda, manco para siempre de la mano derecha. Pero lúcido y taciturno como nunca. Lo primero que hizo apenas le dieron el alta fue pedir que le llevaran a la casa del pintor. Octubre empezaba apenas, los días eran una transición de pájaros en bandadas por las nubes que limpiaba el viento fatigosamente.
Lo vi salir del coche y encaminarse al porche después de despedir a quien fuera que le había acompañado. Caminaba a duras penas, aferrado a una muleta. No sé si le esperaba, sé que me apetecía aquel encuentro. Tampoco puedo asegurar que ya no le odiase, era más una especie de indiferencia rencorosa. Hoy, meses después, recordando aquel momento, el último que le vi, siento una lástima que quizá le haría más daño que aquel antiguo odio.
‘Era un gran artista’, me dijo, sentándose en el balancín que seguía allí, salvado por decisión mía de la obra que había comenzado en la propiedad. Estaba lleno de polvo, pero no le importó. ‘Y un mal asesino’, añadí bruscamente.
Pero los dos mentíamos.
Luciano me había llamado dos días antes. En su voz reconocí la calma que encubría una desesperación extraña. No dudé demasiado en decirle que sí, que acudiría tan pronto como acabara los dos asuntos peregrinos que me ocupaban. Solía visitarlo un par de veces al año, como mínimo, en su retiro de pintor sin fama aparente. Pero las apariencias engañan con más frecuencia de la que creemos.
No citaré el nombre del maravilloso pueblo del sudoeste que albergaba su estudio y la enorme y antigua casa donde, desde hacía casi quince años, había encontrado algo más que un remanso creativo. Ojalá nunca se vea detallado en ninguna guía del turismo rural tan en boga y ojalá sus calles, ancladas en algún año del siglo XV, permanezcan ajenas al ajetreo mercantil que tanta riqueza tiene ya deteriorada en el patrimonio artístico de este país. Los otoños allí son un placer que me subyuga y al que no he querido renunciar desde hace tiempo.
Llegué en taxi desde la estación de trenes de la capital de la provincia, a unos treinta kilómetros de carretera serpenteante y ascendente, un miércoles de abril. Luciano estaba en el porche, sentado en el balancín, fumando y mirando la sierra de enfrente como si los ojos se le hubieran quedado clavados en algún punto del hermoso paisaje. No salió a recibirme, ni siquiera se levantó cuando alcancé la entrada de la casa. Me sonrió triste y me indicó la botella de vino abierta en la mesa de roble tallada. Había también algo de comer.
‘El viaje bien, gracias’, le dije a modo de saludo. Me serví un vino y me le quedé mirando. Apuraba el cigarrillo con ansia, los ojos le brillaban, no podía asegurar si a causa del llanto o del vino. Tenía un aspecto inusualmente desaliñado en él, pulcro hasta cuando trabajaba con los pinceles. No quise romper el silencio, a mí nunca me han resultado duros. Además, estaba claro que lo que menos hubiese agradecido en esos momentos hubiese sido una conversación baladí. Saboreé mi Rioja y me encendí también un cigarrillo.
En alguna parte he oído, o leído, que el asesinato es siempre algo personal, hasta cuando es de encargo. Lamento no tener la fortaleza moral suficiente para condenar algunos crímenes; en el caso del que estaba a punto de contarme mi amigo Luciano, incluso lo aplaudí sin rubor. Lo malo es que, aún escapando a la justicia, el asesino lleva siempre la condena en el propio crimen cometido. No dudo que el pintor estaba pagando ya el hecho de haber tirado a su amante desde lo alto de la muralla de un hermoso castillo que tampoco quiero ubicar con demasiado detalle.
‘Lo he matado’, dijo después del segundo pitillo. Le serví una copa y se la acerqué. El silencio previo me había hecho esperar alguna especie de drama; con todo, he de admitir que no lo esperaba de tal calibre.
Yo conocía a Quino desde el mismo día en que, tres años atrás, ellos dos iniciaron su relación. Creo que empecé a odiarle ese mismo día. Pero siempre he sido de la opinión de que nadie es nadie para inmiscuirse en las pasiones de los demás, por más que a todas luces nos parezcan un error. Aunque también es posible que ser capaz de sentir una pasión tan ciega como aquella no deje de ser un privilegio.
Fue en verano, en una de las horribles fiestas con glamour artístico que Luciano solía montar en su chalet de las afueras de Madrid. Una más de las numerosas posesiones que le había legado su padre, un empresario en electrodomésticos que había empezado con una tienducha en mi ciudad. Valeriano Ponte había llegado de Lugo con sus duros en un hatillo. Se había hecho de una lonja, había arreglado todos los transistores, maquinillas de afeitar, batidoras y demás artículos que funcionasen a electricidad en el barrio; había empezado a vender lavadoras, televisores, cassettes, frigoríficos y cocinas de gas de fiado; había comprado otra lonja, después una nave industrial, después otra. Hasta que terminó por tener la cadena de comercios del sector más grande desde Irún hasta Gijón y desde Bilbao hasta Logroño. Cuando murió, en enero de 1.988, su único hijo, quien apenas había puesto los pies en ninguno de los locales de su padre, se encontró con una fortuna que para sí quisieran muchos de los que las aparentan poseer.
Luciano Ponte se enamoró esa noche de Quino Sander, Joaquín Sánchez para los enemigos. Quino sobrevivía en el mundo del arte desde que, diez años atrás, en una bienal escultórica de París tuvieron la dicha de premiarle uno de sus abominables mamotretos fabricados con desechos. Por supuesto, este premio le procuraba patente de corso para despotricar de arte en cualquier reunión, literatura incluida. Se declaraba deudor de Sartre y de Schopenhauer con una desfachatez casi tan nauseabunda como sus obras, que, por cierto, habían dejado de interesar hacía ya más de un lustro. Sin embargo, no dejó que sorprenderme que alguien como Sander hubiese leído mis relatos. Hubiese preferido seguir en el amable anonimato en el que me refugiaba para acudir a aquellas fiestas.
Quino hacía lo que quería con Luciano. Cualquiera que no fuera el mismo pintor se daba cuenta de que sólo le interesaba su dinero y su mecenazgo. Más lo primero, por supuesto; su arte rupturista había dejado de ser vanguardia, pero él se autoproclamaba líder de una extraña generación y, por supuesto, incomprendido y mártir. A mí me importaba bien poco el dinero que esa relación le estaba costando a Luciano, pero no podía evitar cierta conmiseración cobarde ante los agravios, tanto públicos como privados, a que le sometía. Supongo que Quino me detestaba tanto como yo a él, a fin de cuentas nunca le prestaba ni la oreja ni la réplica que buscaba.
‘Era tan hermoso... podía ser muy tierno, créeme, muy tierno... mucho’, repetía entre sorbo y sorbo. ‘No tanto como tú’, me dije para mis adentros. Me resultaba imposible terciar ningún comentario en aquella situación. Buscaba por los recuerdos algo que me ayudara a entender cómo todo había podido desembocar en un final tan trágico. Me avergüenza reconocer ahora que quizá me azuzaba más la intriga por saber qué demonios había sucedido y cómo es que Luciano estaba libre, emborrachándose en el porche, si es que realmente había matado a alguien, que la intención de servirle de alguna ayuda.
Mi relación con él se remontaba a los tiempos del colegio, aunque la amistad propiamente dicha no se produjo hasta muchos años después, en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Yo pasaba uno de mis períodos de vagabundeo habituales, él cumplía un paso de un proyecto descomunal: visitar todas las pinacotecas del país, por humildes que fueran. Nos reconocimos sin problema, el tiempo todavía se mostraba clemente con nosotros, más en su caso. Se interesó por mis relatos, creo que sinceramente; yo no sabía aún que la pintura era su única pasión.
Acabamos, varios días después, callejeando por Toledo y acompañando algunas borracheras, tranquilas, confidentes. Un par de meses después me regalaría el cuadro que cuelga en mi salón, después de que, con la mayor dulzura de que fui capaz, dejase lo que él empezaba a ver como un tibio amor en una franca amistad.
Siempre me preguntaba por su pintura a pesar de que nuestros gustos eran manifiestamente diferentes. Él detestaba a Cristóbal Terán, yo lo adoraba, se embobaba con el Greco, a mí me aburre. Coincidíamos en Soutine y en Kandinski, platos de nuestro gusto, y en Pollock y Delacroix, despreciados por ambos. Sin embargo, mientras yo me movía más por impulsos visuales y cuatro lecturas viciadas, Luciano consideraba mil aspectos técnicos, aportaciones, descubrimientos, engaños en los diferentes cuadros que mencionábamos. Lo cierto es que era un auténtico disfrute sentarse a oírle dictar aquellas clases magistrales que eran muchas de nuestras charlas.
Debí darme cuenta de algún modo que la pintura estaba en el trasfondo de aquella tragedia. Recordé cómo Quino siempre había declarado que las obras de Luciano no eran más que entretenimientos de chico rico. Las tachaba de rutinarias y poco arriesgadas, de que no tenían el impulso vital que procura la necesidad de venderlas. La verdad es que todo ese discurso, aunque desagradable, era respetable. Y lo seguiría siendo, de haber sido verdad, pero eso yo todavía no lo sabía. Ni yo, ni nadie. Ahora, en el frescor de un porche antiquísimo, frente a un cielo de primavera perfectamente limpio, después de un viaje agotador, estaba a punto de enterarme. Luciano se levantó, regresó con otra botella, yo me animé a comer algo de jamón, un poco de queso también. Luciano, por fin, se disponía a hablar.
‘¿Tú qué crees que ha sucedido?’, me preguntó, parecía como si su rostro recuperase una repentina lucidez. ‘Os emborrachasteis, discutisteis y le mataste por accidente’, le mentí estúpidamente. Me miró con sorna. ‘Lo has dicho por decir pero, lo que son las cosas, casi aciertas... sólo que ni habíamos bebido tanto, ni fue una discusión propiamente dicha ni... ni estoy tan seguro de que fuera un accidente...’.
Dejé que el silencio preparara sus palabras, sospecho que eso es lo que siempre le ha gustado de mí. Me di cuenta entonces que el hecho de que me llamara justamente a mí en estos momentos significaba que no tenía amigos. Me invadió un sentimiento de asquerosa solidaridad.
‘Todo sucedió el sábado. Llevo tiempo pintando una serie de paisajes nocturnos en un castillo medio abandonado que hay por la Siberia. Es un espectáculo de soledad el que se divisa desde allí, con esos cielos rasos y esos ríos que atraviesan las barranqueras. Quino me acompañaba en ocasiones. Criticaba mucho mi estilo, ya sabes, pero supongo que le relajaba mirarme pintar...’, hizo una pausa, una tristeza infinita se le dibujó en la mirada. Me miró fijamente, casi con dureza. ‘¿Qué opinas de nuestra relación, dime?’. Esta vez no podía mentirle, tampoco lo deseaba. ‘Lo que todo el mundo, supongo. Que él sólo estaba contigo por tu dinero y que te maltrataba’.
Se levantó, tambaleándose, llegó al poste de la entrada y me habló de espaldas, mirando la noche que venía suave, a golpes de brisa cada vez más fresca. ‘Todo el mundo se equivocaba. Hasta el mismo Quino lo hacía. Supongo que toda la culpa es mía, no sólo la del crimen. ¿Sabes una cosa sorprendente?’, se giró y volvió a mirarme, parecía tranquilo. ‘Si alguien estaba enamorado en esta relación, ése era Quino. Sí, le interesaba mi dinero, pero me amaba, créeme. Me amaba. Yo no estaba seguro de hacerlo hasta ahora. Ahora me doy cuenta... demasiado tarde’, encendió otro pitillo, siguió hablando sin mirarme. ‘Pero él cometió un error grave, muy grave. Despreciar mi arte sin ninguna conmiseración. Y sólo lo hacía para pagar su frustración. Por eso le maté. Claro que él ignoraba tantas cosas... como tú, como todos. ¿Quién iba a saber que no soy ningún ricachón de tres al cuarto que entretiene su hastío con ínfulas de artista?’, se giró para observar mi cara de sorpresa. Yo sabía que había vendido la cadena de tiendas en un pico que no podría dilapidar en tres vidas, era más que ricachón.
‘Lo regalé todo, amigo. Más de mil millones de pesetas. No soy ningún filántropo ni nada por el estilo, pero hay una escuela con mi nombre en un pueblo cerca de San Bartolomé de las Casas. ¿Recuerdas a Paulino Carcelén?. Pues está de misionero en Zacatecas. Siempre hemos estado en contacto, también es homosexual. Le puse quinientos kilos en las manos con la única condición que la orden no gestionara ni un duro. Montó una especie de patronato que preside él controlado por los indios. El resto fue a parar a un par de museos humildes, sin renombre, sólo exigí que montaran una muestra anual de pintura local, para promocionar valores, ya sabes’.
No puedo negar que estaba algo más que atónito. No era sólo la sorpresa de la impresionante noticia sino que no me cuadraba el relato con el modo de vida privilegiado que le había visto llevar desde siempre. Pero aquello era tan extraordinario que era imposible que se tratara de una mentira.
‘Te estás preguntando cómo es posible que hiciera eso y mantuviera este ritmo de vida, ¿verdad?’, acertó a decir, mi silencio le dio la razón. ‘Pues, aquí viene lo bueno, mi adorado escritor...’, volvió a sentarse, se sirvió otra copa y continuó. ‘Esto sucedió hace unos siete años y fue precisamente por lo mismo que Quino tanto me echaba en cara. Para demostrarme a mí mismo que podía pintar, que era capaz de desvincularme del puñetero sambenito de entretenido del arte. Y para demostrarle a todos hasta qué punto está viciado este mundillo...’.
‘Pero, Luciano, no has demostrado nada, sigues sin vender cuadros’, tercié bruscamente. ‘Aquí, amigo, aquí. Pero no fuera. El año que expolié toda mi fortuna desaparecí en un largo viaje. Te he mentido un poco, lo cierto es que no lo regalé todo, ya te he dicho, tampoco soy una especie de San Francisco. Me quedé las casas y el dinero que calculé para ese viaje que te acabo de decir. Me instalé en México casi tres meses. Pinté como un poseso: selvas, poblados, indios, lluvias... esa lluvia... También un par de murales para la escuela que estaban montando. Regresé con más de veinte cuadros y me fui directamente a Praga. Y allí nació Lupo’.
Di un salto en el asiento al escuchar el nombre. De súbito todo empezó a tomar sentido en mi cabeza. Tiempo atrás, en mi enésimo viaje a Chequia, acabé en una muestra de arte europeo que se celebraba en Brno. No puedo olvidar el nombre porque me llamó mucho la atención la similitud que los tres cuadros que de él se exponían tenían con el que adorna mi estudio y porque aparecía como moldavo.
‘Es curioso, estuve a punto de comprar un cuadro tuyo hace poco más de un año. Sólo para mostrártelo. ¡Qué idiota!, fui incapaz de ver algo tan simple como el acrónimo de tu nombre en la firma... Pero eran demasiado caros para mí’, le dije, mientras intentaba poner en orden en mi cabeza el torbellino de revelaciones y sorpresas que giraban dentro de ella. Había detalles que no acababan de encajar en mi lógica, en extremo acostumbrada a los esquemas. Por otro lado, me llevaban los demonios por no haber acertado a desvelar un acertijo tan pueril: Lu Po, Luciano Pontes.
‘¿Y eso de moldavo?’, pregunté, más por darme un tiempo que por curiosidad. ‘Lo primero que se me ocurrió. Cuando Miroslav, mi marchante, se interesó por los cuadros, decidí crear el seudónimo y crear también el anónimo. Le dije que se encargara de todo, yo le pasaría las obras, él las comercializaría y, de paso, detendría todas las entrevistas y reportajes. Tenía que decir que era un pintor que no quería darse a ver, un desconocido, lo que fuera menos que fuera de aquí. Como andábamos junto al río que cruza Praga, se me ocurrió lo de moldavo, sin más explicación’, me explicó, parecía como si se fuese revistiendo de una calma melancólica. Empecé a presentir que ya nada le importaba nada.
Nos quedamos callados, él envuelto en quién sabe qué pensamientos, yo asolado por algunas dudas. Si algo había sacado en claro era que Luciano no era tan buena persona como siempre había pensado y que, aunque me daba coraje reconocerlo, Quino tampoco era el cerdo a quien tanto había abominado. Se le podía acusar de prepotente y de mordaz hasta la crueldad. Pero, por lo que acaba de inferir del relato de Luciano, había sido sincero aún dentro del amor. Le hubiese sido más cómodo vender su crítica al pintor para comprar su beneplácito y, seguramente, para salvar su vida. Se equivocó al juzgarlo como alguien que entretenía su ocio de hombre adinerado, de aburrido hijo de papá a quien se lo dieron todo hecho. Pero porque lo ignoraba. Se equivocaba, no mentía.
No acababa de entender para qué me había llamado. ¿Sólo para descargar su culpabilidad y su remordimiento?. Lo dudaba. Por otro lado, me seguía intrigando qué había sucedido con el cadáver. Habían pasado cuatro días y lo único que sabía era que Quino había sido asesinado en un castillo. Se me ocurrió pensar que quizá tuviese el cuerpo allí, en el desván o en cualquier otro sitio y que me necesitaba para deshacerse de él. Me hubiese negado porque sé que es imposible escapar de estas cosas. Así se lo dije, rompiendo un silencio que ya duraba unos minutos.
‘Sabes que vendrán a por ti, ¿verdad?’, dije. ‘Tarde o temprano denunciarán su desaparición, vendrán, Luciano, encontrarán el cadáver... Tú no me has llamado sólo para que te haga compañía, ¿no es cierto?’.
Sonrió sin amargura. ‘¡Qué hermosa está la noche!’ dijo levantándose, se detuvo observando la plenitud de estrellas. ‘No hay demasiados cuadros maravillosos de noches, ¿sabías?’. No, no lo sabía, nunca me había parado a considerarlo. Pero no estaba seguro de que él supiese que lo que había eran innumerables noches maravillosas, que no tenían por qué estar reflejadas en una tela ni en ninguna fotografía. Que el mejor cuadro era el que pintaba la propia vida en la terraza de cualquier humilde bar de cualquier pueblo de Teruel una noche en junio, o la luna repitiéndose en la pleamar de algunas playas del este, o ese mismo cielo de entonces.
Entró en la casa y volvió al cabo de un par de minutos con un sobre abultado. Me entregó el sobre, se sentó en el balancín y me habló las últimas palabras que le escuché en la vida. ‘Encárgate de que recojan a Quino, estará en el terraplén del ala sur del castillo, que lo entierren como Dios manda y que se hagan las cuatro cosas que te pido en el sobre. Si quieres, puedes contar esta historia como te dé la gana, no te apures por mi imagen’. Siguió hablando, fatigosamente, explicándome la ubicación exacta del castillo y cómo lo había dejado allí, tirado en los matojos que circundan la muralla. Condujo las casi dos horas de áridas carreteras hasta llegar aquí. Y se instaló en una determinación absurdamente lúcida.
Abrí el sobre en el coche que le había cogido para ir a donde se suponía que debía estar el cuerpo magullado de Quino. Cuando salía dejándolo adormecido en su porche sabía que no lo volvería a ver más con vida. No sé si me arrepiento de no haber hecho lo necesario para evitar que se ahorcara, creo que hacía días que estaba muerto ya.
Dentro del sobre había una documentación necesaria para cumplir con lo que él entendía como una mínima expiación. Quería que la casa donde acababa de dejarlo albergara una exposición permanente de las esculturas de Quino. Dejaba dinero más que suficiente para montar un museo palaciego. En Italia, Alemania y algunos países centroeuropeos su pintura se cotizaba bien. Quería también que al escultor se le levantara un hermoso mausoleo en el terreno anejo a la casa. Pero ese deseo, que me pareció obsceno, debería esperar.
Luciano Pontes se colgó de la viga maestra de su taller de pintura porque la muerte de su amante le supuso un fogonazo de lucidez que no podía soportar. Toda la maquinaria obsesiva que le había llevado a dejar de ser Luciano y a convertirse en Lupo lo arrastró con paradójica crueldad. Primero, porque sólo entonces se dio cuenta de cómo amaba al hombre que acababa de precipitar al vacío, si no borracho de soberbia, sí de vanidad. Después, porque el destino se rió de él de la manera más burda, para beneficio del final de este cuento, seguramente.
Llegué antes de las once, el sol quedaba detrás de la puerta principal de la fortaleza. Se alzaba en un cerro repentino, solitario en una llanura regada por dos ríos. La última cuesta exigía la primera marcha del coche. Aparqué en lo que parecía iba a ser un futuro mirador. Habían empezado a restaurar el castillo y su entorno pero, por alguna imprevista falta de presupuesto, aquello parecía abandonado a medio hacer.
Me adentré en el recinto buscando cómo llegar a la muralla. Lo conseguí arriesgándome por una escalera que no ofrecía más que la seguridad de una barandilla temblorosa. Era ardua y estrecha y, además, la mitad de los escalones estaban en un aspecto lamentable. Me alegré de la sequía de aquel año, de haber estado mojada, seguramente hubiese desistido.
El espectáculo indescriptible de suaves lomas que se perdían hasta el infinito entre meandros y embalses, hizo que me olvidara por unos minutos del asunto que me había puesto en la senda de tanta belleza. Había un sol tenue que pugnaba entre decenas de nubes blancas, gordas, mullidas, clavadas en el azul del cielo. Quise imaginarme una noche sin luna de julio, con el guiño abrumador y silente de miles de estrellas repitiéndose en los humedales. Me prometí regresar en otras circunstancias. Era un buen lugar para una de mis fugas y así lo he hecho no hace muchas semanas, creo que llegué a entender la pasión de Lupo por atrapar ese instante en una tela.
El cuerpo de Quino estaba por ningún lado. Consideré que quizá lo hubiese encontrado algún turista perdido, cualquier pastor de uno de los dos pueblos que flanqueaban el cerro, o quizá la desgracia había querido que fuese un niño jugando en los huertos cercanos. Me asaltó el impulso de dejarlo todo como estaba y volver a casa, tomar la carretera que se perdía por lo que debían ser los primeros campos andaluces o manchegos, no lo sé bien, pero necesitaba un cadáver que instalar en un mausoleo. El mismo mausoleo que aún no se ha empezado a levantar, que quizá nunca se levante.
Quino Sander salió del coma seis meses después, cojo para siempre de la pierna izquierda, manco para siempre de la mano derecha. Pero lúcido y taciturno como nunca. Lo primero que hizo apenas le dieron el alta fue pedir que le llevaran a la casa del pintor. Octubre empezaba apenas, los días eran una transición de pájaros en bandadas por las nubes que limpiaba el viento fatigosamente.
Lo vi salir del coche y encaminarse al porche después de despedir a quien fuera que le había acompañado. Caminaba a duras penas, aferrado a una muleta. No sé si le esperaba, sé que me apetecía aquel encuentro. Tampoco puedo asegurar que ya no le odiase, era más una especie de indiferencia rencorosa. Hoy, meses después, recordando aquel momento, el último que le vi, siento una lástima que quizá le haría más daño que aquel antiguo odio.
‘Era un gran artista’, me dijo, sentándose en el balancín que seguía allí, salvado por decisión mía de la obra que había comenzado en la propiedad. Estaba lleno de polvo, pero no le importó. ‘Y un mal asesino’, añadí bruscamente.
Pero los dos mentíamos.
4 comentarios:
Caray Joseba. No podría comentarte nada ahora. Tengo que rumiarlo pero sí que te puedo decir que lo he devorado...(continuará)
Yo también lo he devorado. Y es muy bueno, Joseba. Aprovecho la ausencia momentánea de Freia ;-) para decirte que has conseguido interesarme de principio a fin.
Tu relato muestra la dureza y belleza de la vida; siempre tan mezcladas. ;-)
PS: Una errata que corregir: "El cuerpo de Quino [no] estaba por ningún lado."
Espero esa continuación, Freia, laztana auqnue el hecho de haberlo devorado supone, en sí, demasiado elogio... gracias, de nuevo.
Un beso.
Dureza, belleza, interior, exterior, dentro, fuera, amiga Mega. Te repito lo mismo que a Freia, añadiendo el agradecimiento por el aviso de la errata, que no es la única, por cierto, cosa que se aprecia apenas se le dé una relectura un poco más pausada. Consecuencias de tener el mismo archivo repetido n veces con correcciones interminables y enojosas. Se subsanarán... o se intentará, al menos.
Abrazos, mein Berliner Freunden (con perdón por si hay error...)
Bueno, anoche, por lo que parece, debía de tener yo bastante hambre (devorar, rumiar...).
Tiene razón Mega. Belleza y dureza.
Pero es que además la vida es irónica y cruel y tramposa y chocante y a veces, como un mal director de teatro, no siempre otorga el papel adecuado.
El narrador se equivoca, como nos equivocamos a menudo (siempre, lo queramos o no, estamos emitiendo continuos juicios de valor y nos equivocamos). No siempre el débil es el débil, no siempre es tampoco el que más ama.
A veces, como en el teatro, vivimos en medio de un enorme trampantojo.
Debe de ser terrible que te maten y seguir físicamente, sólo físicamente, vivo.
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