Una tarde subí al cerro sin el ánimo habitual de explorar el viejo castillo ahora ligeramente reformado (cuatro barandillas protectoras, cinco focos y una epidérmica limpieza con que quieren justificar el miserable euro que te quitan a la entrada). Subí, en especial, animado por el paisaje que ya desde que había llegado a Badajoz, uno o dos días antes, me había sorprendido en forma de explosión de verde que no tenía parangón con el de ninguna de mis anteriores estancias.
Si ya la enorme cuesta que lleva a la pequeña explanada donde se encuentra el mirador te va aliviando de un montón de penas, la contemplación alternativa de la Siberia y la Serena desde aquella incomparable atalaya procura un leve éxtasis que no deja de sobrecogerme por más que reitere la visita.
Al otro lado, casi a mis pies, Esparragosa y Galizuela apuraban los últimos rayos del sol de abril, el Zújar, inmenso, espejunaba, embalsado entre los ondulados campos de la Serena que se perdían buscando Siruela, Zarza-Capilla, Almadén, Guadalmez...
Hubo que sacar la vieja libreta verde, hubo que dejar caer la tarde, hubo que apurar una Mahou, hubo que respirar aquel aire que se domaba en el vuelo acrobático del cortejo de los aviones comunes...