De ahí en adelante, la insobornable resolución por llevar a cabo su idea le llevó a ser desde ayudante de panadería hasta florista, desde camarero de burdel en Limmerick hasta estibador en Baltimore, pasando por unos meses fabricando pilas voltaicas en algún sitio cercano a Birmingham, Massachussets. Fue mensajero y desatascador séptico, mozo de almacén y pintor. Vivió en Dublin y Connemara, en Belfast y Dover, pasó un año en la nada inmensa de Asstown, Ohio y casi dos en Brooklyn, trabajando en un seven eleven regentado por un borinque engominado y meloso.
«¿Leyó al fin el libro como si lo leyera Salinger?» le pregunté en tres ocasiones. No estoy seguro de que llegara a contestarme con el monosílabo que quizá esperaba. Me quedé con la impresión de que, lo hubiera conseguido o no, él estaba convencido de que sí y que por eso regresó. Lo hizo casi doce años después de que embarcara en el puerto del cantábrico desde donde salía un pasaje regular hacia Cork.
Este verano, avisado desde el sanatorio, donde estaba a punto de llevarse a cabo un drástico cambio institucional de propietarios, de la aparición de unos papeles muy interesantes referidos a E. L. Kasher, volví allí. Llevaba meses sin saludar al viejo director, quien, aprovechando la mudanza, había solicitado una jubilación que no habían dudado en concederle desde no sé bien qué altas instancias. No era tan mayor como para ello pero había empleado casi treinta años de su vida en aquel lugar, que yo ya empezaba a ver como hermoso, y no le apetecía nada «más allá de una lícita soledad en un refugio cantábrico muy cerca de donde nací».
No me quiso concretar el sitio de su retiro, tampoco insistí. Durante los años en que nos hemos tratado he aprendido que, aunque el señor director jamás decía «no» explícitamente, cuando no concedía una cosa a la primera, era un «no» más tajante que cualquiera dado con el mayor destemple.
«¿Qué fue de Rufino Tarrío?» le pregunté luego de charlar un buen rato de toda esa maravillosa literatura que habían editado allí en ‘El asno en globo’ y de que me informara del regalo que estaba a punto de hacerme. No sé hasta qué punto él ignoraba que me hacía dos regalos en lugar de uno. Su pícara sonrisa cuando declinó responderme a la pregunta porque «... mejor que baje usted al sótano de archivos; Romero le guiará hasta un estante donde encontrará usted algo que creo que le va a satisfacer. Puede permanecer en la pequeña oficina aneja cuanto tiempo desee. El paquete que hallará sobre la mesa es para usted. Luego, si así lo desea, hablaremos de don Rufino, en gloria esté...» me hizo sospechar que era una sorpresa premeditada.
No fue necesario. Es más, no he vuelto a ver a aquel hombre extraño y amable. Bajé al sótano, siguiendo los pasos de Romero, un enfermero enorme con quien ya había fumado varios pitillos en anteriores visitas. Caminado por aquellos pasillos, menos lúgubres de lo que se pueda creer, presentí que aquella era la última vez que pisaba el manicomio donde descubrí la figura de Kasher.
«¿Leyó al fin el libro como si lo leyera Salinger?» le pregunté en tres ocasiones. No estoy seguro de que llegara a contestarme con el monosílabo que quizá esperaba. Me quedé con la impresión de que, lo hubiera conseguido o no, él estaba convencido de que sí y que por eso regresó. Lo hizo casi doce años después de que embarcara en el puerto del cantábrico desde donde salía un pasaje regular hacia Cork.
Este verano, avisado desde el sanatorio, donde estaba a punto de llevarse a cabo un drástico cambio institucional de propietarios, de la aparición de unos papeles muy interesantes referidos a E. L. Kasher, volví allí. Llevaba meses sin saludar al viejo director, quien, aprovechando la mudanza, había solicitado una jubilación que no habían dudado en concederle desde no sé bien qué altas instancias. No era tan mayor como para ello pero había empleado casi treinta años de su vida en aquel lugar, que yo ya empezaba a ver como hermoso, y no le apetecía nada «más allá de una lícita soledad en un refugio cantábrico muy cerca de donde nací».
No me quiso concretar el sitio de su retiro, tampoco insistí. Durante los años en que nos hemos tratado he aprendido que, aunque el señor director jamás decía «no» explícitamente, cuando no concedía una cosa a la primera, era un «no» más tajante que cualquiera dado con el mayor destemple.
«¿Qué fue de Rufino Tarrío?» le pregunté luego de charlar un buen rato de toda esa maravillosa literatura que habían editado allí en ‘El asno en globo’ y de que me informara del regalo que estaba a punto de hacerme. No sé hasta qué punto él ignoraba que me hacía dos regalos en lugar de uno. Su pícara sonrisa cuando declinó responderme a la pregunta porque «... mejor que baje usted al sótano de archivos; Romero le guiará hasta un estante donde encontrará usted algo que creo que le va a satisfacer. Puede permanecer en la pequeña oficina aneja cuanto tiempo desee. El paquete que hallará sobre la mesa es para usted. Luego, si así lo desea, hablaremos de don Rufino, en gloria esté...» me hizo sospechar que era una sorpresa premeditada.
No fue necesario. Es más, no he vuelto a ver a aquel hombre extraño y amable. Bajé al sótano, siguiendo los pasos de Romero, un enfermero enorme con quien ya había fumado varios pitillos en anteriores visitas. Caminado por aquellos pasillos, menos lúgubres de lo que se pueda creer, presentí que aquella era la última vez que pisaba el manicomio donde descubrí la figura de Kasher.
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