Siempre dibujaba pájaros. Allí, en el rincón del jardín, sobre la limada mesa de piedra, bajo la enredadera, dibujaba pájaros y más pájaros. Allí le dejaban fumar. Fumar y dibujar. Fui a visitarle cinco veces y todas le encontré en aquel rincón umbrío dibujando pajarillos casi idénticos, maravillosos pájaros que hacía con cuatro trazos de rotulador. «¿Tienes un cigarrillo?» me pedía, aún sin acabar el anterior. Yo, por entonces, ya no fumaba, pero me habían avisado de su obsesión y acudía a las citas con dos o tres paquetes de rubio cada vez. Y mientras él rellenaba hoja tras hoja con sus frágiles pájaros, sin parar de hablar, yo le iba pasando pitillos que encendía cada uno con la brasa del anterior. Vivía en un mundo de pájaros y de humo. Porque las palabras son humo. Dejé de ir a visitarle porque creo que empezaba a envidiarle. Cuando alzaba la vista y miraba a las ventanas de enfrente, como si allí estuviese el pájaro que garabateaba a continuación, dibujaba en la mirada esa paz que jamás se alcanza en la cordura, creo estar seguro de ello.
Me contó algunas cosas interesantes acerca de la revista trimestral que elaboraban y, además, me sugirió algunas pistas sobre el poeta; pero reconozco que, observándole allí, llegaba a olvidar que aquello, la búsqueda de E. L. Kasher, era lo que me había llevado a visitarle. El cigarrillo en la izquierda, entre el anular y el corazón y no entre éste y el índice, como es costumbre, un mechón indómito cayéndole constantemente sobre el ojo izquierdo, un paquete de folios blancos delante a la derecha, otro de folios llenos de pájaros, a la izquierda, cuatro rotuladores negros de punta 0,3 y un cenicero de barro que rebosaba, así era. Miraba hacia la fachada del sanatorio, bajaba la vista, una calada profunda y garabateaba nerviosos trazos, alzaba la vista como si comprobara su obra, le daba el visto bueno y lo apilaba a la izquierda. Fumaba. «¿Tienes un pitillo?» Tomaba otro folio, fumaba, mirada al frente... Fumaba entre pájaros y me hablaba con su convicción desmedida, como si nunca hubiese tenido una duda. Los pájaros, casi idénticos, volaban leves a su izquierda, se amontonaban sin cárceles, pero sin libertad.
Dejé de ir como una maldición triste. Supe que había muerto apenas dos meses después de mi última visita. El director no supo explicarme qué aceleró su enfisema ni por qué, de súbito, una tarde dejó de ver pájaros en la fachada del sanatorio que daba al jardín. Me entregó el último número del «Asno en globo» y dos fardeles que contenían casi dos mil folios llenos de preciosos gorriones, jilgueros, ruiseñores o txantxangorris, no sé. Pidió que me los dieran a mí, cualquiera sabe por qué. Llevo una semana empapelando mi escritorio con su legado. He vuelto a fumar. Pero me siento en la gloria aquí, ahora, escribiendo esto en este silencio extraño, donde parece que va a estallar algo, como una algarabía de papel, no sé...
Me contó algunas cosas interesantes acerca de la revista trimestral que elaboraban y, además, me sugirió algunas pistas sobre el poeta; pero reconozco que, observándole allí, llegaba a olvidar que aquello, la búsqueda de E. L. Kasher, era lo que me había llevado a visitarle. El cigarrillo en la izquierda, entre el anular y el corazón y no entre éste y el índice, como es costumbre, un mechón indómito cayéndole constantemente sobre el ojo izquierdo, un paquete de folios blancos delante a la derecha, otro de folios llenos de pájaros, a la izquierda, cuatro rotuladores negros de punta 0,3 y un cenicero de barro que rebosaba, así era. Miraba hacia la fachada del sanatorio, bajaba la vista, una calada profunda y garabateaba nerviosos trazos, alzaba la vista como si comprobara su obra, le daba el visto bueno y lo apilaba a la izquierda. Fumaba. «¿Tienes un pitillo?» Tomaba otro folio, fumaba, mirada al frente... Fumaba entre pájaros y me hablaba con su convicción desmedida, como si nunca hubiese tenido una duda. Los pájaros, casi idénticos, volaban leves a su izquierda, se amontonaban sin cárceles, pero sin libertad.
Dejé de ir como una maldición triste. Supe que había muerto apenas dos meses después de mi última visita. El director no supo explicarme qué aceleró su enfisema ni por qué, de súbito, una tarde dejó de ver pájaros en la fachada del sanatorio que daba al jardín. Me entregó el último número del «Asno en globo» y dos fardeles que contenían casi dos mil folios llenos de preciosos gorriones, jilgueros, ruiseñores o txantxangorris, no sé. Pidió que me los dieran a mí, cualquiera sabe por qué. Llevo una semana empapelando mi escritorio con su legado. He vuelto a fumar. Pero me siento en la gloria aquí, ahora, escribiendo esto en este silencio extraño, donde parece que va a estallar algo, como una algarabía de papel, no sé...
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