-¡Acábalo, acábalo! –me urgió Alicia aquella mañana. Lo hice. Toda mi vida he sido un pusilánime y obedecí, aún sabiendo las posibles consecuencias.
Yo tenía tres pasiones. Las dos más patentes eran el montañismo y el que yo tenía por amor secreto hacia Anuska. Pero Anuska no es ya sólo que prefiriese el cine, las visitas a museos y cosas de ese calibre, es que aborrecía el senderismo, el montañismo, la escalada y demás actividades que tuvieran que ver con una cumbre. Yo no odiaba las cosas que a ella le resultaban interesantes pero no estaba dispuesto a negociar mi pasión alpinista. Esto no dejaba de ser una especie de autoconvencimiento pueril, pues la misma pusilanimidad que me era proverbial me había impedido siempre incluso la posibilidad de considerar el hacerle saber mis sentimientos.
Así, mi amor se convirtió en una especie de adoración platónica y adolescente que, paradójicamente, me llevaba cada vez más a menudo de escalada o de caminata por los preciosos montes que configuran el paisaje de nuestra tierra. También me llevó hasta Alicia, quien, a su afición montañera unía otra que fue la que, por desgracia, la colocó en mi camino.
Mi tercera pasión era, y es, la felación. Y Alicia, chupando penes, poseía un magisterio incomparable, al menos con cuantas yo podía comparar, que tampoco es que compusieran un elenco como para tirar cohetes. A mí se me olvidaba la mala fama que tenía en nuestro barrio cuando me la tomaba al arrullo de sus carnosos labios, del sabio empleo de sus feos dientes, de su generosa lengua. No tenía la dulzura de Anuska en la mirada, ni su hermosura, tipo, ni cultura, y menos, esa risa contagiosa y tibia con que mi amada me derrotaba sin saberlo. Pero felaba como nadie y, además, disfrutaba haciéndolo.
Aquella mañana de santa Águeda salimos a hacer la ruta anual del club alpino en el que estábamos federados. Aún había rastros de nieve en las laderas umbrías de los montes más altos. Cuando todavía no habían empezado las rampas verdaderamente empinadas que llevaban a las primeras estribaciones del pico de casi mil metros que hollábamos cada febrero, Alicia y yo empezamos a rezagarnos del grupo. En el punto en que nos acercábamos a la fuente de hierro cercana al antiguo refugio alpino, ella tiró de mí, sacándome del sendero. Terminamos rodando cerca del rústico albergue, después de que ella se afanase en mi sexo con mil hábiles lengüetazos. No era la primera vez que nuestros paseos campestres acababan en magníficas sesiones de sexo oral. Pero esa mañana nos enredamos en un coito extraño en nosotros, poco dados a penetraciones. La urgencia había hecho que nos acopláramos sin protección alguna, por eso intenté escapar de su interior y dejarme ir sobre la hierba que acabábamos de planchar con nuestros cuerpos.
-¡Acábalo, acábalo! –me urgió, agarrando mis nalgas y apretándome sobre ella. Lo hice. Y claro, quedó preñada. Y claro, cumplí como un imbécil, casándome con ella.
El azar quiso que el mismo día que una, Alicia, me daba la mala noticia de su embarazo, la otra, Anuska, al auspicio de los apestosos kalimotxos de una noche de fiesta en un pueblo cercano, me declaraba un amor que me tenía, según ella, desde párvulos.
Una vez casados, Alicia siguió chupándomela con el magisterio de siempre. Era cuanto quería de ella y, además, aquello me subyugaba. Era tanta mi debilidad ante el magnífico empleo de su boca que me mantenía en una especie de sugestión idiota de la que ella se aprovechaba sin miramientos. Pero no tardó mucho en descubrirme su otra pasión: la bebida. Su dependencia del alcohol fue creciendo día a día, hasta convertirse en el guiñapo de mujer que era aquella noche fatídica en que acabó, muerta, en la bañera. Por el camino, me dio tres hijos y un tormento de insultos y malos tratos que aguanté hiptonizado por la ilusión de su lengua en mi pene. Hasta que su continua embriaguez la llevó a un estado que le hizo cometer el error de negarme mi ración de hechizo. Y claro, desperté.
Aquella noche me pidió el sacacorchos para abrir y liquidar el último cuartillo de Jumilla que le quedaba. Me acerqué a ella con él en una mano y mi sexo ansioso en la otra, hacía días que no me satisfacía. Se rió de mí y de mi pene mientras se afanaba en arrebatarme el adminículo necesario para liberar su ración de vicio de la botella. El sacacorchos era un horrible souvenir de La Rioja, fabricado con un pegote de rama de no sé qué árbol en donde se había injertado un enorme hierro en forma de cola de cerdo.
- ¡Dámelo... y guárdate esa mierda de capullo! –gritó. Se lo di. Por su ojo derecho, para empezar, por el izquierdo, después, por el cuello... No recuerdo cuántas veces se lo clavé, sé que apenas opuso resistencia, tan borracha estaba. Cargué su cuerpo ensangrentado y lo dejé caer en la bañera, mugrienta como toda nuestra casa. No sé qué inercia me hizo llenarla de agua caliente. Desperté a los críos y los llevé a casa de mi hermana. Desde allí llamé a la policía.
Ahora, en el silencio de esta celda manchega desde la que no se vislumbra un miserable monte, pienso que no estoy orgulloso ni de aquel crimen ni de mi vida hasta entonces, pero que tampoco me arrepiento, al menos de haberla matado. De mi vida llevo arrepintiéndome desde que tengo uso de razón.
Tuve suerte con mi abogado, pronto estaré fuera, aún no han pasado diez años de aquella noche. Los niños crecen con Aurora, mi hermana. Con ella seguirán, por su bien. Anuska me sorprendió visitándome al poco tiempo de mi ingreso en el penal. Ha seguido viniendo con tanta frecuencia como le permite su trabajo en la taquilla de los multicines de la capital. No le importa que me casara con Alicia al poco de declararme sus sentimientos, tampoco que la matara. Hace un mes conseguimos un vis a vis gracias a mi buen comportamiento. Estábamos a medio desnudar cuando descubrió que se le habían olvidado los preservativos.
-No importa, estamos juntos... –empecé a decir. Me calló bajando hasta mi pene endurecido, libándomelo con esa dulzura que le es innata, pero sin desmerecer las maravillosas felaciones que mi difunta esposa me había ofrecido años atrás. Estaba algo enchispada, supuse que su alegría etílica obedecía un poco a la emoción de ser nuestra primera relación, un poco a un intento por paliar el nerviosismo lógico.
Terminamos enlazados, amándonos con una lentitud tal que parecía que quisiéramos liquidar de un golpe la deuda de toda una vida con nuestros cuerpos. Una vez más, como aquella lejana mañana de santa Águeda, intenté salirme, vaciarme en el suelo, pero Anuska resoplaba en un paroxismo irrefrenable, arqueándose con tanta fuerza que alzaba mi peso con su vientre.
- ¡Acábalo, acábalo! –me espetó, estrujando mis nalgas y apretándome contra ella. Lo hice. Hoy vendrá a verme, me ha anunciado que tiene algo importante que contarme...
Yo tenía tres pasiones. Las dos más patentes eran el montañismo y el que yo tenía por amor secreto hacia Anuska. Pero Anuska no es ya sólo que prefiriese el cine, las visitas a museos y cosas de ese calibre, es que aborrecía el senderismo, el montañismo, la escalada y demás actividades que tuvieran que ver con una cumbre. Yo no odiaba las cosas que a ella le resultaban interesantes pero no estaba dispuesto a negociar mi pasión alpinista. Esto no dejaba de ser una especie de autoconvencimiento pueril, pues la misma pusilanimidad que me era proverbial me había impedido siempre incluso la posibilidad de considerar el hacerle saber mis sentimientos.
Así, mi amor se convirtió en una especie de adoración platónica y adolescente que, paradójicamente, me llevaba cada vez más a menudo de escalada o de caminata por los preciosos montes que configuran el paisaje de nuestra tierra. También me llevó hasta Alicia, quien, a su afición montañera unía otra que fue la que, por desgracia, la colocó en mi camino.
Mi tercera pasión era, y es, la felación. Y Alicia, chupando penes, poseía un magisterio incomparable, al menos con cuantas yo podía comparar, que tampoco es que compusieran un elenco como para tirar cohetes. A mí se me olvidaba la mala fama que tenía en nuestro barrio cuando me la tomaba al arrullo de sus carnosos labios, del sabio empleo de sus feos dientes, de su generosa lengua. No tenía la dulzura de Anuska en la mirada, ni su hermosura, tipo, ni cultura, y menos, esa risa contagiosa y tibia con que mi amada me derrotaba sin saberlo. Pero felaba como nadie y, además, disfrutaba haciéndolo.
Aquella mañana de santa Águeda salimos a hacer la ruta anual del club alpino en el que estábamos federados. Aún había rastros de nieve en las laderas umbrías de los montes más altos. Cuando todavía no habían empezado las rampas verdaderamente empinadas que llevaban a las primeras estribaciones del pico de casi mil metros que hollábamos cada febrero, Alicia y yo empezamos a rezagarnos del grupo. En el punto en que nos acercábamos a la fuente de hierro cercana al antiguo refugio alpino, ella tiró de mí, sacándome del sendero. Terminamos rodando cerca del rústico albergue, después de que ella se afanase en mi sexo con mil hábiles lengüetazos. No era la primera vez que nuestros paseos campestres acababan en magníficas sesiones de sexo oral. Pero esa mañana nos enredamos en un coito extraño en nosotros, poco dados a penetraciones. La urgencia había hecho que nos acopláramos sin protección alguna, por eso intenté escapar de su interior y dejarme ir sobre la hierba que acabábamos de planchar con nuestros cuerpos.
-¡Acábalo, acábalo! –me urgió, agarrando mis nalgas y apretándome sobre ella. Lo hice. Y claro, quedó preñada. Y claro, cumplí como un imbécil, casándome con ella.
El azar quiso que el mismo día que una, Alicia, me daba la mala noticia de su embarazo, la otra, Anuska, al auspicio de los apestosos kalimotxos de una noche de fiesta en un pueblo cercano, me declaraba un amor que me tenía, según ella, desde párvulos.
Una vez casados, Alicia siguió chupándomela con el magisterio de siempre. Era cuanto quería de ella y, además, aquello me subyugaba. Era tanta mi debilidad ante el magnífico empleo de su boca que me mantenía en una especie de sugestión idiota de la que ella se aprovechaba sin miramientos. Pero no tardó mucho en descubrirme su otra pasión: la bebida. Su dependencia del alcohol fue creciendo día a día, hasta convertirse en el guiñapo de mujer que era aquella noche fatídica en que acabó, muerta, en la bañera. Por el camino, me dio tres hijos y un tormento de insultos y malos tratos que aguanté hiptonizado por la ilusión de su lengua en mi pene. Hasta que su continua embriaguez la llevó a un estado que le hizo cometer el error de negarme mi ración de hechizo. Y claro, desperté.
Aquella noche me pidió el sacacorchos para abrir y liquidar el último cuartillo de Jumilla que le quedaba. Me acerqué a ella con él en una mano y mi sexo ansioso en la otra, hacía días que no me satisfacía. Se rió de mí y de mi pene mientras se afanaba en arrebatarme el adminículo necesario para liberar su ración de vicio de la botella. El sacacorchos era un horrible souvenir de La Rioja, fabricado con un pegote de rama de no sé qué árbol en donde se había injertado un enorme hierro en forma de cola de cerdo.
- ¡Dámelo... y guárdate esa mierda de capullo! –gritó. Se lo di. Por su ojo derecho, para empezar, por el izquierdo, después, por el cuello... No recuerdo cuántas veces se lo clavé, sé que apenas opuso resistencia, tan borracha estaba. Cargué su cuerpo ensangrentado y lo dejé caer en la bañera, mugrienta como toda nuestra casa. No sé qué inercia me hizo llenarla de agua caliente. Desperté a los críos y los llevé a casa de mi hermana. Desde allí llamé a la policía.
Ahora, en el silencio de esta celda manchega desde la que no se vislumbra un miserable monte, pienso que no estoy orgulloso ni de aquel crimen ni de mi vida hasta entonces, pero que tampoco me arrepiento, al menos de haberla matado. De mi vida llevo arrepintiéndome desde que tengo uso de razón.
Tuve suerte con mi abogado, pronto estaré fuera, aún no han pasado diez años de aquella noche. Los niños crecen con Aurora, mi hermana. Con ella seguirán, por su bien. Anuska me sorprendió visitándome al poco tiempo de mi ingreso en el penal. Ha seguido viniendo con tanta frecuencia como le permite su trabajo en la taquilla de los multicines de la capital. No le importa que me casara con Alicia al poco de declararme sus sentimientos, tampoco que la matara. Hace un mes conseguimos un vis a vis gracias a mi buen comportamiento. Estábamos a medio desnudar cuando descubrió que se le habían olvidado los preservativos.
-No importa, estamos juntos... –empecé a decir. Me calló bajando hasta mi pene endurecido, libándomelo con esa dulzura que le es innata, pero sin desmerecer las maravillosas felaciones que mi difunta esposa me había ofrecido años atrás. Estaba algo enchispada, supuse que su alegría etílica obedecía un poco a la emoción de ser nuestra primera relación, un poco a un intento por paliar el nerviosismo lógico.
Terminamos enlazados, amándonos con una lentitud tal que parecía que quisiéramos liquidar de un golpe la deuda de toda una vida con nuestros cuerpos. Una vez más, como aquella lejana mañana de santa Águeda, intenté salirme, vaciarme en el suelo, pero Anuska resoplaba en un paroxismo irrefrenable, arqueándose con tanta fuerza que alzaba mi peso con su vientre.
- ¡Acábalo, acábalo! –me espetó, estrujando mis nalgas y apretándome contra ella. Lo hice. Hoy vendrá a verme, me ha anunciado que tiene algo importante que contarme...
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