Las nueve y media, diez menos veinticinco, quizá. Joseba se daba cuenta de que podía saber las horas según iban sucediendo las cosas en el barrio. Sabía que a las nueve y media, más o menos, doña Lucidia sacudía las sábanas en su ventana y sabía, también, que aquello era algo que ya casi nadie hacía. Sabía, poco antes, que eran las nueve cuando su hermano Kiko le dejaba en el banco enfrente de la tienda de repuestos de electricidad que regentaba. A esa hora abría al público, minuto arriba, minuto abajo; justo después de colocar a Joseba a la vista, con sus folios, sus lápices y sus magdalenas. Sabía también que no serían más allá de las diez y cuarto cuando Maxi pasaba repartiendo el correo y hacía un alto frente a él para mirar sus dibujos y dejarle la correspondencia de la tienda que, luego, a la una y media, le entregaba a Kiko, quien le dejaba abrir todos los sobres, casi siempre de facturas. Sabía que si aparecía Fidel con el camión de San Miguel, aparcándolo, sin ningún pudor, sobre la acera, no sólo eran sobre las doce y diez, sino que, lo sabía, sólo podía ser lunes o jueves. Sabía que la cuadrilla de chiquiteros que cantaban en la coral empezaban su ronda en el bar Kitty a la una menos cuarto, exactamente; que a la once y veinte Marcelino aparecía a abrir el restaurante Ribera y que Alicia, la costurera, salía de su lonja, donde cosía bajos y parches para tiendas de moda, a las diez media a tomarse un desayuno en la degustación de Reme. No necesitaba relojes. Me lo había demostrado más de una vez, ufanándose de ello con aquella sonrisa malévola y angelical que me brindaba sin mirarme. Y siempre me hablaba sin parar de dibujar. Sabía la hora por puro empirismo, del mismo modo que todos podíamos saber que cuando Kiko empezaba a recoger los bártulos y el correo que su hermano le entregaba y Joseba se levantaba para irse del brazo de aquél, era, minuto arriba, minuto abajo, la una y media del mediodía. Podíamos saberlo, claro, cuando Joseba disfrutaba de aquellos permisos, cada vez más breves, que le concedían en el sanatorio donde llevaba desde los veinticuatro años...
A mí me gustaba acercarme a su banco y perder un rato infinito viéndole afanarse con sus pájaros de lápiz, con sus palomas, con sus gorriones. «Kiko no me deja» me decía casi antes de que le ofreciera un pitillo, cuando sacaba uno para mí. «Pero ahora no mira, ¿ves? está atendiendo a mucha gente. Mira, yo te lo enciendo...» Me lo quitaba de las manos y le daba caladas una detrás de otra. Diez. Miraba a la tienda, nervioso, me miraba, pícaro. Otras diez, seguidas, a toda velocidad. Y tiraba el cigarrillo. Y tomaba el lápiz, como si nada, y seguía dibujando, Joseba. «Las once y veinte» me retaba, burlón. Yo miraba el reloj mientras saludaba a Marcelino, que alzaba la persiana. Las once y veintidos. Y se reía. Joseba. Y luego, me volvía a retar. Aseguraba conocer a las palomas que dibujaba y que acudían a diario en busca de las migas de magdalena que les echaba. media magdalena para él, media para las palomas. Les tenía puesto nombre. «¿Quién es esa que acabas de dibujar?». «Ésa es Pili», aseguraba. «¡Venga ya, me tomas el pelo!», refunfuñaba yo, haciéndome el engañado. Pero no lo hacía, porque yo sabía que las conocía y sabía que distinguía cuál era cuál. Del mismo modo que yo sabía que Joseba tenía tres palomas favoritas que nunca que le fallaban y a las que dedicaba más dibujos que al resto. «Mira, ésa, la más clarita, es Mamen, aquella alborotadora es Ana y la del fondo, la más finita, es Pili. Toma...» Y me regalaba un dibujo, maravilloso con tres palomas, con las tres palomas.
Yo, nunca he llegado a saber de dónde había sacado aquellos nombre, ni si obedecían a personas reales o los había elegido al azar. Siempre he creído, he querido creer, que no eran una pura invención de su maravillosa mente, más que nada, por lo concreto de ellos tres: Pili, Mamen, Ana... Y, si es cierto que esas tres palomas existen, quisiera ahora, con este relato, darles las gracias; yo no sé por qué se las doy, pero estoy seguro de que ellas, sí. Y que sigan volando y alegrando folios, como los que adornan las paredes de mi casa...
4 comentarios:
Seguro que las palomas agradecen las miguitas de magdalena que les regala Joseba en tu relato. Miguitas a repartir. Alguna paloma se saciará y otras, quizás, morirán de hambre forzadas a mirar el suelo que pisan para no perderse ninguna migaja. Mientras, Joseba se come la mitad él solo, ¿no?
Escribes muy bien, aquél, muy bien. Enhorabuena.
No necesito ni cambiar el asunto: De nuevo gracias, esta vez por ofrecerme la oportunidad de seguir alimentándome más allá del "más allá".
Escribes poquito, también aquí. Lo cuantitativo es relativo, de modo que preciso: cultivas poquito desde la perspectiva y voracidad del hambriento.
Sigo reclamando que publiques, en tirada cortita aunque sólo sea, porque a mí me gusta tocar cuando leo; a lo mejor es sólo costumbre, porque me llega igualmente si lo leo aquí, pero, no sé, entre las manos te da una sensación que no sé expresar muy bien, pero que se aproxima a la idea de que podrás revivirlo todo con sólo volver a abrir sus páginas, sí, como una mezcla de accesibilidad y posesión, como si sólo por tenerlo allí, tangible, fuese más tuyo que cualquier carta con tu remite o incluso con tu destino (tarotiano, también).
Me ha gustado mucho ver "Acábalo, acábalo". Me ha arrancado una sonrisa porque, creo, fue el primer cebo que devoré, como por azar y, desde entonces, siempre me acerco a la orilla deseando que hayas lanzado de nuevo la caña.
Y además...
¡Hostias!. Sobre el segundo comentario anonimo ¿no serás Mizuni?.
Leerte es, siempre, un gozo para el espiritu y una alegría para los sentidos.
Publicar un comentario