jueves, 8 de marzo de 2007

El mago de Hoz

No sabía muy bien por qué, pero fui con una libreta nueva. Tal vez fue debido a la machacona insistencia de mi amigo Fermín Alustiza. Quizá porque intuí que algo me iba a sorprender. Es posible que sólo fuera porque casi siempre suelo llevar una, pero lo cierto es que tomé una libreta nueva y, con ella en el bolsillo, me dirigí a la discoteca donde actuaba.
Fermín me había prevenido para que soslayara la falta de espectacularidad y bambalina de aquel número de magia que tanto me recomendaba.
- Escucha, se trata una actuación que raya en la indigencia. Nada de luces alucinantes, nada de vestuario barroco, nada de la clásica parafernalia que acompaña a los ilusionistas. ¡Hasta la chica que acompaña al mago es más fea que picio! - me había, a todas luces, exagerado.
Pensaba en las palabras de mi amigo mientras esperaba el comienzo del espectáculo tomando un gin-kas cargado. Había conseguido una de las mesas más próximas al escenario, ligeramente a la derecha. Él apareció desde la izquierda con exquisita puntualidad. Sólo necesité quince minutos para constatar que el buen Fermín no había exagerado un ápice; ni en lo de la pobreza de medios, ni, aún menos, en el elogio de la indudable calidad de aquel espectáculo que casi me había conminado a ver.
Creo que la descripción del número que hice en mi libreta allí mismo es tan concisa como fiel. La transcribo sin menoscabo para el relato:

«Surge vestido con insultante sobriedad. Pantalón negro, camisa blanca. Sin satenes ni brillantinas. Gordo sin estridencias. Recoge una melena de cuarentón en un coletero de goma. Habla despacio, bromeando inteligentemente, sin fatigar a la clientela. Anuncia un único y exclusivo número. Se acompaña de una mujer no menos joven, bastante menos bella. No han tenido la mala leche de ponerle minifaldas ni lentejuelas; así, luce una falda plisada negra y una camisa blanca sin escote de ningún tipo, su pelo es una escarola desordenada y muy morena. Llegado un momento, ella le ofrece un saco de arpillera que va a ser el centro del espectáculo. Un espectáculo que consiste básicamente en lo siguiente: a) el mago desaparece en el saco, una pieza basta de unos 90 cm de alto por otros 50 de ancho, más o menos. b) el mago aparece, segundos después, por la puerta del armario colocado «ad hoc» en el fondo izquierdo del escenario, según el público. c) el mago y su acompañante saludan brevemente, suena una música poco usual, desaparecen tomados de la mano. Así descrito puede desanimar a cualquiera y uno no entendería que le contaran la atronadora ovación con que abandonan la sala. El caso es que es preciso ver de qué manera ese hombre va siendo engullido por el saco que desciende desde arriba, cayendo lento hasta cubrirle la nada despreciable panza, los muslos, las pantorrillas, los pies. Hay qué presenciar en qué forma, súbitamente, el saco se hace aire y se desploma, vacío, sobre la escena. La mujer, que en su severidad gestual recuerda a más de un mafioso del Padrino segunda parte, recoge la prenda y no tiene problemas en lanzarla al público justo en el instante en que el hombre resurge, indemne, por la puerta color malva del mencionado armario del fondo. Añadir, someramente, que el mueble ropero es de una única puerta y que se sustenta sobre cuatro patas de unos treinta centímetros que evitan la suspicacia de una trampilla escondida...»

Fermín Alustiza acababa de meterme un gol en toda regla. Yo no ignoraba que estaría regocijándose imaginando mi esfuerzo por tratar de pillarle el truco al número. De sobra es conocida mi afición a los relatos de fantasía y a hacer uso de magias y hechizos en más de uno de los que he firmado. Menos conocida es la afición que comparto, con tres o cuatro allegados, al mundo del ilusionismo. Y dentro de esa afición, malamente practicada de puertas adentro, yace el placer de desbaratar la ilusión que acabamos de presenciar. El prurito de adivinar el ‘cómo’.
Aquella actuación me acababa de dejar, con sinceridad, perplejo. En primer lugar, porque tenía poco que ver con la idea que de un número de magia se tiene. La propia excesiva sobriedad en que había incidido mi buen amigo Alustiza era algo que me encantaba. El toque de la ayudante poco agraciada y entrada en años era digno del mejor Duchamp. Y la ejecución era, sencillamente, impecable. Desalentadoramente impecable.
En el verano, cuando ya le había visto realizar veinte veces el número del saco, conocí a Mercedes. No hubiera hecho falta todo el montaje detectivesco que armé para sacarle más información que añadir a mi libreta. Me presenté, sin mentirle del todo, como periodista. A fin de cuentas, algunos artículos he perpetrado en revistas especializadas. No puedo decir hasta qué punto me sorprendió que reconociese mi firma.
De cerca era más fea que a la distancia habitual de público desde la que la había observado hasta entonces. Era, si se puede decir así, todo su defecto. Pues hacía tiempo que no hablaba con nadie tan cordial, inteligente ni interesante. No sé por qué había decidido yo que aquella pareja de ilusión escondía alguna sórdida, extraña o rocambolesca y secreta historia. Nada más lejos de la realidad. La manera en que aquella señora me iba poniendo al día de todo cuanto yo deseaba saber, no ya sin ofrecer resistencia, sino incluso aderezando la narración con exquisitos chascarrillos y pasadizos acerca de su pasaje por el mundo, siempre imprevisible, del espectáculo, me hizo sentir cierta vergüenza.
- Usted lo que realmente quiere saber es cómo lo hace, ¿a que sí? –me preguntó a bote pronto, cuando estimó que habíamos alcanzado el suficiente grado de confianza. Mi sonrisa alelada le dio la razón.
Para entonces yo ya sabía algunas cosas acerca del mago. Sabía que había abandonado mujer e hijos hacía dos años para dedicarse, repentinamente, a la magia. Sabía que no sólo nunca ensayaban el número, sino que tampoco nunca habían ensayado ningún otro. Que la misma Mercedes se había sorprendido cuando en alguna ocasión él había introducido alguna novedad que alargaba la duración de lo del saco. Esa misma noche, unas horas antes de la entrevista, había hecho aparecer del mismo un montón de artículos, propiedad de varios de los asistentes. Varios relojes, algunas carteras, un par de gafas, una pulsera y un delicado sujetador que fue entregando a los atónitos dueños.
Desde la primera vez que lo vi hasta la noche estival en que me entrevisté con Mercedes había ido adquiriendo bastante renombre. La mujer me había advertido que, aunque solitario, era un tipo divertido. Decía que el hieratismo del número obedecía más al gusto artístico personal de su jefe que a su propio carácter. El número en sí, sin perder nunca su esencia, era ahora más divertido que al principio, más largo también.
Por supuesto, enseguida supe que ella no me iba a revelar el truco. Es más, creo que pude intuir que ignoraba tanto como yo la mecánica de aquella maravillosa ilusión que me tenía obsesionado desde hacía casi un año. Tanta era mi obsesión que había llegado a visitar algunos de los talleres para magos en los que alguna vez me había surtido de trucos para sorprender a mis amigos. Cesc, el dueño de Imaginatic, con quien me unía una vieja amistad y varias borracheras por bares ignotos de Barcelona, no había podido ayudarme.
- No, querido, nunca hemos trabajado para él. Y créeme que me encantaría saber cómo diablos ejecuta ese mutis. Le he visto ya dos veces –admitió- y, aquí entre nosotros, es el trabajo más limpio que he visto en años. Claro que tú entenderás –remató sonriendo maliciosamente- que si fuese un producto mío tampoco te lo iba a decir. Somos un poco como curas, amigo. Por la cuenta que nos trae, claro.
No ignoraba aquello, pero también sabía que todo tiene un precio. Aunque mi intención tampoco era la de comprar el secreto; buscaba, simplemente una pequeña ayuda, algo que me ayudara a entender por dónde iban los tiros. Cesc me proporcionó algunas direcciones interesantes. Una en Siena, otra en París y un par de ellas en Praga. La francesa me era conocida y a Italia no me apetecía viajar, así que aproveché la disculpa para ir, por enésima vez, a la adorada capital checa.
Llegué a Praga un mes después de haber hablado con Mercedes. La afluencia de turistas había menguado para esas fechas, pero aún era agradable pasear por las antiguas calles de la ciudad mágica. Me instalé en el viejo hotel de siempre. El mismo donde alguna magia me espera cada vez, donde siempre tengo la esperanza de que algún día seré feliz definitivamente. Esta vez la magia me esperaba en forma de mago real. Él se hospedaba allí mismo. No quiero pensar que no fue un azar.
Julián García de Hoz, alias Mago de Hoz, me hizo un gesto desde su mesa para que le acompañara. Preferí creer que aquello obedecía a la insistencia de mis miradas, pero no era capaz de ignorar que me sentía emplazado. Tomé mi consumición y abandoné la barra.
- No me diga que actúa usted en Praga.
- No, en Viena, pasado mañana. Pero prefiero esta ciudad... –respondió, para continuar, agachando la voz irónicamente- Es más mágica.
Me invitó a tomar otro trago y a preguntarle lo que quisiera después de aconsejarme que abandonase la inútil búsqueda entre los fabricantes de ilusiones. No había encargado ninguno de los materiales en ningún lado. El saco lo había adquirido en una ferretería y el armario se lo había fabricado un conocido siguiendo sus instrucciones. Si había algo más, desde luego que podía apostar a que no me lo iba a contar.
- No debería usted obsesionarse de ese modo con el truco. Terminará por no disfrutar del espectáculo. Y, además, no debería usted verlo tantas veces, tampoco es un número tan espectacular. Un saco, un armario, una desaparición, una aparición...
Le dije que tal vez no fuese nada novedoso, pero que jamás nada tan viejo se había ejecutado tan bien. Sólo había que ver cómo su celebridad había ido «in crescendo» sólo con el boca a boca, a pesar de no haberse, precisamente, publicitado en exceso.
- Pero hombre, la magia, el ilusionismo, siempre funcionan así. Te contratan de relleno en espectáculos, actúas en pequeños garitos, teatros de mala muerte, etcétera. Si gustas no hay problema, los empresarios suelen estar atentos a las novedades. Hay un circuito, ya sabe usted.
Tendría poco más de cuarenta años y una tristeza feliz en la mirada. Tuve la sospecha de que disfrutaba con la charla. Pidió otra consumición que me empeñé en pagar. No esperó a que siguiera inquiriendo. Decidimos tutearnos. Fumaba desesperadamente.
- Te preguntas por qué dejé familia y casa. También te extraña por qué siempre hago el mismo número. Te resulto misterioso, lo sé. Digamos que en el fondo de todo hay una mujer. Eso le vendrá bien a tu relato. No me mires así, hombre, ¿eres escritor, no? Además, te he visto tantas veces en las salas donde he actuado, te he visto tantas veces con esa libreta que entra y sale de tu bolsillo... He leído tus cuentos. Y, en el fondo, alguno de ellos tiene un poco de culpa de todo esto.
Aquello abonó mi perplejidad. No era yo precisamente uno de los abanderados literarios del país. Menos aún un escritor tan profundo como para influir en el devenir de la vida de quien me leyera. Sí es cierto que, llevado quizá en exceso por perniciosas lecturas, escribía relatos donde la magia obraba de un modo o de otro, con mayor o menor fortuna, como catalítico de mis historias.
- Hay cosas que no se pueden revelar, como lo del truco. Te diré que hay un amor y hay una búsqueda. Tenía que viajar para estar con ella. Y hay una maldición. A veces lo que más se desea acaba convirtiéndose en eso, en una maldición. Pude estar con ella... La idea vino de un relato tuyo. Pero el final es muy distinto...
Supe a qué relato se refería en cuanto me lanzó la cajita de fósforos. En aquella historia la luna propiciaba la magia de un encuentro en una playa determinada. Magia, encuentro, separación. Al final, el narrador era quien encontraba su oportunidad en la oportunidad de los mágicos amantes. Ahora me sentía un tanto aturdido, como si anduviese transitando por viejas historias mías. Como si no estuviese en Praga ni hablando con un ilusionista, sino actuando en un cuento que era siempre el mismo cuento; como el ‘Mago de Hoz’ desaparecía siempre en el mismo saco.
Había dejado la seguridad de su trabajo de funcionario para empezar de mago con casi cuarenta años. Del anonimato de los pubs de su ciudad al circuito que había mencionado, en apenas un mes. Rescató a Mercedes de una situación ignominiosa. Abandonada por el maltratador de turno, con tres niños, limpiaba cien portales. Uno de ellos era el del piso donde el mago vivía de alquiler. En la cola del supermercado descubrió que era una mujer inteligente y conversadora. Ni siquiera precisaba la eficiencia que era obvia en ella para contratarla. Le atrajeron su presencia de ánimo y, me confesó sin pudor, la paradoja de su fealdad para el espectáculo.
Ella aceptó el trabajo. Lo hubiese hecho por la mitad, pero él insistió en que fueran a partes iguales. Supo entender que en aquel desapego monetario no había nada más que eso, desapego. Y eso que cuando le ofreció el contrato, él aún desconocía que alimentaba cuatro bocas. Ni siquiera era compasión. Ella no ofreció incómodos prejuicios a tanta generosidad y aceptó sin preguntar.
Al principio trabajaban más. Hasta cuatro actuaciones por semana. Pero cuando consiguió un caché casi de estrella, el mago decidió que se harían de rogar para ser disfrutados. Un show por semana, dos ocasionalmente. Ella no objetó nada, nunca lo hizo, pese a que no le hubiese venido nada mal el extra que suponía la frecuencia de los primeros meses. Así volvían antes a casa, al menos ella; él acostumbraba a permanecer perdido hasta que se encontraban en la ciudad de la próxima actuación.
Del amor que parece ser que un día lo trastornó sólo pude saber que algo lo había convertido en imposible, que ella tenía unos ojos que te robaban el alma con la mirada y que la magia nada podía hacer, de momento.
- Todo el poder en tus manos y no poder hacer nada. ¿De qué te sirve descubrir que eres un mago? Para ir deshaciendo poco a poco toda la ilusión. Un día cerraré los ojos con sus ojos y entonces quizá entiendas dónde está el truco.
Fui a verle, dos días después, a Viena. Tuvo el detalle de transportar una hermosa rosa blanca del escenario hasta el bolsillo de mi americana. Me la regaló. Aún luce como un milagro en el escritorio de mi estudio. Dejé Viena y dejé Praga unos días después, no le volví a ver hasta hace ocho días en Albarracín. En un Festival Mundial de Magia de UNICEF.
La plaza estaba abarrotada. Por estas fechas empieza a refrescar en la sierra, por eso el festival empezó cuando aún había un hermoso sol sobre la ciudad. Al fondo, ocultando justo el Ayuntamiento, habían levantado un escenario portátil, con el lema del evento y las banderas de rigor.
La luna, casi llena, había relevado al sol cuando el Mago de Hoz apareció en escena, le acompañaba una excesivamente seria Mercedes. Yo ocupaba una silla plegable de la cuarta fila, ligeramente a la derecha. Delante de mí, un sinfín de prohombres y autoridades ocupaban las filas de privilegio. No podía quejarme de la ubicación, demasiado buena para un forastero. Le recibió una ovación de lujo. El número del saco había hecho historia, no cabía la menor duda.
Se dedicó a bromear un rato con pequeños trucos de manos. Bajó, mezclándose entre el público y se dedicó a entretenerse con los abalorios de los asistentes, como acostumbraba últimamente. Cosas aparecían y desaparecían entre sus dedos como si nada, con rapidez inaudita. Pasó cerca de mí, maltratando carteras, relojes y alguna que otra prenda íntima. Cuando llegó a la altura de la fila diez u once, de pronto, su gesto cambió, pareció paralizarse un segundo. Dejó el patio empedrado de la hermosa plaza tapizada de público y subió de nuevo al tablado.
Ejecutó todo el número con la mirada perdida en un punto detrás de mi cabeza. No volvió a hablar. El saco fue cayendo como tantas veces antes lo había visto. Hasta cubrirle entero, hasta desplomarse en las maderas del escenario. Mercedes cumplió con su breve cometido. Lo alzó del suelo y lo lanzó al público. Me cayó en las manos como una premonición. Mercedes señaló el invariable armario malva. Pero la puerta no se abrió.
La mujer esperó casi un minuto, extrañada, con el brazo extendido esperando la aparición de Julián. El armario no se abrió. Me buscó en la penumbra del patio. Me levanté, arrugando el saco entre las manos. Dentro había algo. Un papel. Dentro del armario no había nada, ni nadie.
Se armó un gran revuelo. La gente esperaba verle aparecer en cualquier balcón, por cualquier puerta de cualquiera de los edificios de la plaza. Yo sabía que eso no iba a suceder. Unos tímidos aplausos animaron a otros que animaron una ovación tímida. Se alzó un murmullo compungido.
Abandoné mi localidad pensando en todo aquello. Una mano me tocó el hombro. Me giré y descubrí unos ojos que te robaban el alma con la mirada. Me miraba y miraba el saco.
- ¿Te importaría regalármelo? –preguntó con una dulzura irrevocable. La miré lo menos triste que fui capaz.
- No había truco, nunca ha habido truco –acerté a decir mientras le tendía la prenda, pero hablaba para mí.
- Lo sé. Eso nos separaba. Ahora todo ha terminado.
No sé en qué momento desapareció de mi vista. Llegué al hotel donde me alojaba callejeando sin sentido. La luna parecía gemir su luz tras las murallas. Abrí la nota que no había querido leer antes.
«Ella va a venir al único sitio donde podemos estar juntos para siempre. Si alguna vez te cruzas con alguien que se parezca a mí y que se llame Julián, no te pares, será otro. Sólo hace falta que le hayas dado el saco sin haber leído esto, que hayas visto llorar la luna y que no te sientas triste en absoluto para que todos los conjuros se disparen. No dudo que te ocuparás de Mercedes en cuanto puedas, es una mujer hermosa, créeme.»
He empezado a escribir esta historia diez veces, pero sé que esta es la definitiva. Cuando releía para corregirla, la rosa blanca que está sobre mis carpetas me ha sonreído amablemente, reluce como recién cortada.

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