miércoles, 27 de octubre de 2021

GINGER «DE LA ROSALÍA» Y FRED «VAQUERO»





 Más de cincuenta años después era agosto y todavía la feria se celebraba en la antigua caseta junto al campo de fútbol. Había un concurso de baile y casi les obligamos a apuntarse. Sé que enseguida van todos ustedes a pensar que soy su hijo y que la lógica pasión y tal y tal y tal... Algo hay, claro, pero lo cierto es que hubo una especie de magia estremecedora lo mismo en la pista que en el numeroso público que la rodeaba. Todo el mundo contuvo la respiración los pocos minutos que duró aquel tango (una «comparsita» le decía la madre) donde ella como un repeón chiquito y él, el chulo menos lunfardo, deslizaron sus cuatro pies de más de setenta años ajenos al estrépito, a la alta luna y a nuestra pasión desbocada. Quedaron segundos y les dieron un hermoso ramo de flores. Nunca olvidaremos la pitada que se llevó el jurado, quizá injusta, aquella inolvidable noche. Unos años después nació el poema, más injusto quizá, que aquel jurado...

Si hubo una tibieza
procuróse en el imprevisto.
Las cabezas se tornan,
los cuerpos, un sutil tirabuzón
cual la majestad de ella
posando el cuello
en el hombro.
Él, ya adusto.
Otro giro y el vapor,
nada es más disturbio
que la periferia
entre las golondrinas
del centro de la pista.
Quizá sea batalla
y estamos muriendo
desde este lado, pura envidia.
Mientras ellos, ajenos,
bailan y bailan
y sólo bailan...
No hay más beso
que la perfección de ese clavel.
Afuera, escapamos
pero de uno en uno
y en un efluvio aniquilado,
casi sin alma,
expulsados de ellos.
Porque siempre bailan solos.

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