jueves, 24 de febrero de 2011

No es un pinzón


Tres. Somos tres las personas que elaboramos este prodigioso blog: Elur, el único hermano de mi hermana Agnes, Gerex, el hijo varón de mis padres y yo. Y aunque seamos tres, nada menos, deben darse cuenta de que no es nada fácil mantener a flote con dignidad diaria este lindo espacio. Las discusiones entre nosotros son incesantes. Hoy, sin ir más lejos, el primero, que es quien adorna con proverbial luminosidad las diversas entradas de la bitácora, le ha ido al segundo, que, como casi siempre, ociaba en la contemplación de cualquier nube peregrina (hoy las hay) a la que cumplirle futuros sonetos, apreciables serventesios o, con más seguridad, arrebatados poemas sin rima alguna, con el dibujo de un gorrión, pardillo, triguero o carduelo, quién sabe...
«Mira... ¿por qué no le haces un poema?». «¿Tú qué crees, que se reduce a que tú me vengas con un pinzón dibujado en un cable y, acto seguido, le lanzo una mirada al techo buscando inspiración y, ¡zas! brota una oda?». Se han mirado y, aunque no había ni pizca de ira, se han retado con los ojos como habitualmente solemos hacer los tres. «No es un pinzón», ha zanjado el hermano de Agnes, y ha lanzado sin cuidado la lámina sobre la mesa. Mientras le sentía bajar atropelladamente la rústica escalera que sube al desván donde ellos dos consumen casi sus vidas, me he acercado a Gerex. «Últimamente no hace más que dibujar pájaros y tazas de té», me ha largado, como un lamento, sin necesitar que le preguntara, sin esperar que le respondiera. «Además, tengo que seguir investigando sobre Kasher... creo que estoy a punto de dar con la clave de sus primeros años de juventud...».
¡Ah, el inefable Kasher!... La maraña de papeles que guardan relación con el ignoto poeta y que inundan las dos mesas de la pared que da al cementerio, conforma un caos que, para desazón de Lucía, no hace más que crecer y crecer. «Bueno, está claro que no es pinzón», he acertado a decir para mortificarle.
Gerex ha tomado el dibujo súbitamente. Y, aunque por un momento he temido que lo hiciera pedazos, luego de ofrecerle una dulce mirada lo ha depositado con delicadeza en la enorme mesa abatible donde Elur, de cara al sol de la mañana, dibuja con intermitente fecundia. Un minuto después, escapando también por las escaleras, me ha dicho: «En la libreta verde que está sobre el aparador alsaciano, la de anillas, hay varios poemas que pueden valer... toma el que quieras...»
Yo soy el único que sale del hermoso caserón que está en la vereda del norte de la aldea para ir a la ciudad; el único que sabe manejar un ordenador y el único que sabe cuándo no hay que mediar entre ellos. Por eso, cuando les he visto treparse la colina que oculta la vista del arroyo Fraguado, como si nada hubiera pasado y cogiendo esos guijarros que no sé para qué demonios almacenan por toda la casa, me he marchado tranquilo, sin olvidarme la libretilla verde, la de anillas...

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