Tomó el libro que llevaba días leyendo y se dirigió al balcón. El cuartucho de la pensión «La Favorita» que llevaba cinco años ocupando era de una miseria decrépita, pero ofrecía el lujo impagable de ese mirador de rejas descascarilladas y paredes agrietadas donde el sol, cuando se dejaba ver, calentaba el mediodía que era una delicia. Se sentó en la vieja hamaca y, al abrir la novela, una hojita, más que amarilla ya, se escurrió hasta su regazo.
«Hasta pronto, Vladimir» leyó. Cincuenta y un años después volvió a emocionarse y volvió a manosear el papel con ese pálpito nervioso que le martilleaba en la yema de los dedos. Dentro de cuatro días ella cumpliría sesenta años en alguna parte. Pero estaba seguro de que seguía viva. Porque él lo seguía estando después de haber aguantado en aquella apestosa inclusa hasta que cumplió dieciséis, después de picar cuarenta años en los túneles de carbón de las minas de Stalgyz, agravando su silicosis, después de vivir más de un lustro en este húmedo cuarto, al este de Ôbuda, esperando la muerte tosiendo sin cesar.
«Hasta pronto, Vladimir». Miró por enésima vez la exagerada V que algún día fue violeta, como sus inolvidables y asustadizos ojos. Violeta como el abrigo de tercera mano que llevaba la última tarde que la vio. Volvió a introducir la notita caligrafiada en el libro y dirigió la vista al tránsito de la plaza. Gente que salía del trabajo, unos con la prisa inagotable del oficinista pulcramente trajeado, otros con la calma del obrero harto de engrasar, apretar, montar y desmontar cosas. Algunos pocos niños le daban un toque de alegría al entorno; uno, feliz con un globo, otros ensuciándose en el suelo con algún juego de pelotas. Pero, de súbito, avanzando por la acera del fondo inundó la plaza un abrigo violeta ajeno a la moda, como venido de otro tiempo, anacrónico. Caminaba como si flotara sobre las viejas baldosas de la plaza. Vladimir se incorporó, apoyándose sobre la herrumbrosa barandilla. Ese pelo, ese paso y, sobre todo, ese abrigo enorme que parecía un campo de lavanda proyectándose en el mediodía le provocaron un ahogo de memoria anestesiada. Abandonó el balcón, tomó un jersey y salió corriendo a la pobre velocidad que sus deteriorados pulmones le permitían. Cuando salió a la plaza la mujer del abrigo se alejaba ya por la avenida que flanqueaba un río que era cualquier cosa menos azul. Le costó alcanzarla un poco antes de llegar al puente de las Argollas y, cuando ella se volvió con aquella sonrisa de quince años y esos ojos del color del abrigo, él dejó de jadear y de toser.
«Has cumplido tu promesa, Vladimir». Él le mostró la nota que se había traído de la pensión y que, como por ensalmo, había dejado de estar ajada. «Hasta pronto, Vladimir», con aquella enorme V puerilmente rematada con una mariposa en la voluta derecha sobre la insegura «ele». Abandonaron el paseo del río. Me prometiste que volverías por mí. Se hicieron fotos de fotomatón donde aparecieron joviales, más jóvenes que nunca. Mira, Vlado, qué guapo estás, toma, dos para ti, dos para mí...Se perdieron en las intricadas callejas del barrio judío. Nadie nos quiso adoptar, ya éramos parte de aquel abandono. Calles estrechas que desembocaban en calles más estrechas. Tenía que salir de allí, Agniezsa, buscar un trabajo, ofrecerte un futuro... Caminaron de la mano, apretándose en los oscuros pasajes, Vladimir rejuveneciéndose a cada paso, ella con la misma mirada de malva de siempre. Los niños morían como ratas, Agniesza... Los corredores del barrio se abrieron de súbito mostrando un parque de plataneros enormes y confidentes. Mira, Vladimir, es como nuestro parque, sólo faltaría que... Apareciera ante ellos la imponente figura del Hospicio de Szent Laszlo, con las cuarenta enormes ventanas de aquella fachada que alguna vez fue roja y ahora lucía patinada de negro olvido. Se sentaron en uno de los bancos que flanqueaban la escalinata de la entrada y se fundieron en un abrazo que tenía casi cincuenta años. Ella hablaba en una especie de murmullo narcótico, como cuando se veían a escondidas en los helados corredores del enorme edificio que tenían delante y se confesaban un amor expósito fraguado desde chiquillos. Vladimir la escuchaba sumergido en un deleite medicinal que le amodorraba. Escapar de aquí para caer en los túneles de la muerte, escapar de aquí... La tarde se iba cerrando con unas nubes densas y amenazadoras mientras ellos se dormían enlazados a la sombra, cada vez más alargada, de la cárcel de su infancia.
Un trueno violento le trajo del plácido sueño, intentó apretarse a ella en un gesto protector, pero sólo encontró el áspero tacto de la mugrienta pared de la pensión «La Favorita». Su agitado regreso hizo que de su mano derecha se escurriera una pequeña tira de papel satinado desde donde dos muchachos reían dichosos en dos retratos casi idénticos, ella mirándole a él con unos ojos enormes, violetas como el abrigo que se adivinaba bajo su cuello, él, más alto, aguantando a duras penas lo que debía ser una dicha inesperada. Intentó incorporarse para poner a salvo las fotos pero sólo pudo caer sobre ellas, la boca sobre el papel, inmóvil bajo la lluvia que empezaba a caer, suave todavía... «Hasta ahora, Agnies...»
*La fotografía es obra del gran Xabier Miserachs (1.937-1.998)
No hay comentarios:
Publicar un comentario