martes, 20 de mayo de 2025

EL MANTO DE LA VIRGEN

 


Más allá de rosas, claveles y margaritas no distinguía yo tipos de flores de no haber sido por mi buen amigo Andrés, el ferroviario, y los frecuentes paseos que nos hemos dado por los alrededores de su casa de campo. En ellos me ha ido enseñando la hermosa flor de la jara, las pequeñas y violáceas flores del tomillo, las diminutas de la retama, las divertidas florecillas que aquí llaman panes y quesos, el delicioso lirio del valle o el espigado jaramago. Pero ninguna de ellas, todas hermosas en su estilo, me ha llegado a emocionar tanto como una que adorna un pensil dentro de la propiedad que antes he mencionado.

Es la casa de campo de Andrés una hermosa construcción relativamente antigua asentada en una pequeña loma que domina un maravilloso paisaje de campos infinitos que huyen entre pizarras y arroyuelos hasta salir de la provincia casi. Rodeada por un pequeño olivar y una huerta donde recoge cuatro hortalizas, es un lugar fabuloso donde juntarse a celebrar cualquier tontería peregrina, especialmente en los días del abril ya avanzado. Llevaba yo una buena temporada sin acudir y fue allí, en una de esas reuniones del abril pasado donde reparé en el jardincillo que el ferroviario había preparado con sus hábiles manos frente al coqueto porche de la casita. Lo había preparado utilizando viejas traviesas de vía y tenía forma de L mayúscula. Cuando llegamos con los víVeres a primeras horas de la mañana formaban un entramado verde salpicado por una multitud multitud de capullos cerrados de un rosa oscuro. Nada espectacular entonces. Pero cuando pasado el mediodía salí del ágape que disfrutábamos una docena de personas, algunas desconocidas, quedé absolutamente petrificado de admiración ante el esplendoroso tapiz de flores en que se había convertido el jardín. «Aquí se le llama manto de la virgen. Y éste de Andrés es especialmente hermoso» dijo una voz a mi espalda. Apenas acerté a decir un gracias timorato, casi inaudible. Era otra flor y se presentó, además, como Azucena. Amiga de la mujer de Andrés supo explicarme casi poéticamente las cualidades medicinales y otras curiosidades de aquella maravillosa planta que se abría ante nosostros. Las flores, de un intenso violeta, se apretaban unas contra otras tupiendo la base que las sustentaba y refulgiendo bajo el apetitoso sol primaveral.

Todo esto quedaría en una simpática anécdota hortícola con una hermosa mujer al fondo si no fuera porque, para mi sorpresa, esa misma flor fue a aparecérseme algún tiempo después donde jamás hubiese podido imaginar: en uno de los textos de ese misterio literario que llevo años investigando, el poeta E.L. Kasher. El dramaturgo Joshua Montaner coincidió con él en una remota cárcel griega y en su libro «Poetas inmortales muertos» relata cómo Kasher le regaló un poema que incluye en su obra. Cuenta también cómo le llamó la atención el uso de aquellas metáforas florales estando allí, en una prisión donde sólo gozaban de la vista de los ciclaminos que se descolgaban por las tapias del patio. El poema dice así:

«Trémulas cariátides

desde las azucenas quietas

de tus pies

sostienen tus piernas

otro templo

donde acomodar la noche

en el florido manto de la virgen

que aprietan tus quejidos

en mistral deseo,

vergel desmemoriado...»





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