Tengo el día un poco enrevesado, lo reconozco. Por eso me apetece dedicarles este cuento a todos aquellos que, como yo, no han ganado una sola elección desde que se murió «Patas Cortas». Estoy tentado de votarle al PP en las próximas, empiezo a pensar que soy verdaderamente gafe, quizá así les haga pasar al grupo mix...
Bueno, lo dicho, pues:
Saliendo de su choza, tomando todo recto hasta la playa, girando a la derecha hasta el camino que se elevaba desde las primeras rocas y después flanqueando el acantilado que desde allí se iba agigantando hasta los colosos del fondo, se llegaba en poco más o menos de una media hora a un mirador natural. Allí perdía las tardes mirando el confín del mundo que se había olvidado de él durante casi tres años. Además, había dejado de fumar y llevaba todo ese tiempo sin llevarse a los labios un miserable corto de cerveza. Estaba delgado como una sílfide y lucía un bronceado que para ellos hubieran deseado muchos artistas y diosas del famoseo.
Ésas eran algunas de las razones que podrían explicar por qué cuando divisó el buque oceanógrafo que lo iba a sacar de allí, en lugar del esperado júbilo no sintió sino una inquietante mezcla de confusión y contrariedad. Durante meses había deseado hasta la desesperación que algo por el estilo sucediera. De hecho, una de las primeras tareas que abordó apenas se depositó en la isla fue la de confeccionar un letrero ciclópeo a base de piedras, hojas y palos que abarcaba media playa y que seguramente se podría divisar desde una distancia considerable: HELP. Pero habían ido trascurriendo los días que formaron semanas que se convirtieron en meses que fueron más de dos años sin que nada remotamente parecido a un ser humano se acercara por allí. El mismo letrero, renovado, limpiado, mimado por meses había sido abandonado al fin, a causa del desaliento, a los caprichos del viento y los temporales, hasta quedar reducido a un ilegible mensaje. La arena había ocultado parte de las letras y el viento había trocado palos y hojas hasta dejarlo en una especie de caligrafía cirílica de loco solitario o de balbuceo angustioso.
La frustración había ido cediendo a la desesperación que, mucho tiempo antes de la llegada del buque, había dejado su sitio a un conformismo que pugnaba por convertirse en extraña felicidad. No podía negar que había cosas que echaba de menos. Después de todo, había vivido más de treinta años al abrigo de la sociedad de consumo en la que, dicho sea de paso, había gozado de lo que hasta entonces había considerado su parcela de éxito. La servidumbre del éxito afloraría sin remedio, pero tres años hablando con uno mismo y ocupado en el negocio de la mera supervivencia terminan por resquebrajar el más sólido hormigón de la más compacta creencia.
La isla no albergaba muchos peligros. Lo supo después de muchas vigilias donde un atávico miedo al desconocido enemigo que esconde la oscuridad y que nunca apareció, le apretaron el aliento ante cualquier ruido, el mismo infatigable de las olas en la playa de enfrente incluido. Acabaría superándolo, aburrido de esperar la muerte por las noches. Alcanzó una confianza absoluta y se decidió a gozar de aquella soledad.
El hastío de tantas horas iguales le fue agudizando el ingenio, sacándolo como el corcho de una botella de cava agitada con saña. Así, más que rodearse de todo tipo de comodidades, lo hizo de todo tipo de soluciones a las necesidades. Había empezado alimentándose exclusivamente de cocos, dátiles y demás frutos que desconocía hasta entonces. Sólo le faltó saborear las cortezas de los árboles para parecer mono. Más adelante, en una de las interminables tardes luminosas del trópico, se afanó tanto puliendo una piedra que acabó por hacerse con un utensilio fundamental con el que, a su vez, afilaría las varas con que ensartaba los confiados peces que nadaban en las rocas de la orilla; la misma piedra con la que modelaría los cuencos de madera donde depositaba el agua dulce y experimentaba triturando frutos y condensando sal; la misma piedra pulida que le brindó la posibilidad de hacer mejoras en la vivienda que fue levantando a ratos y que le salvó de más de uno de aquellos aguaceros salvajes, pertinaces e insufriblemente monótonos como tortura de un Dios inmisericorde. Era una especie de Cro-Magnon de un metro noventa y ojos azules.
Se fue olvidando de todo lo que había poseído antes del accidente porque había llegado a la conclusión de que lo poseía todo. La casa que tenía en la parte alta de la ciudad era el recuerdo que más fácilmente había recusado, no resistía la menor comparación con la actual morada. Para él era, definitivamente, el mundo. A Beatriz, su mujer, la recordó el tiempo necesario para lamentar no haber aclarado por qué habían dejado de amarse hacía tiempo y por qué nunca se habían ofrecido la tregua del divorcio, una solución que habían impedido las conveniencias. A su fabuloso empleo como ingeniero en una multinacional sólo le otorgaba el agradecimiento de haber sido, de algún modo, el causante azaroso de que hubiese llegado a esta apacible estancia.
Durante un tiempo le acució el lógico temor a volverse loco, a acabar conversando con los cocoteros y los helechos gigantes que crecían en el centro de la isla, a desintegrarse en los nuevos hábitos y cosas por el estilo. Pero llegó a la conclusión, plena de lucidez, de que la locura no existe sino en el mundo de los cuerdos y no se molestó en dejar de hablar con las nubes, de insultar al sol o de chillarle barbaridades de arriero al silencio que le rodeaba. Inventó juegos y se motivó en actividades disparatadas. Se le ocurrió buscar algún animal que amaestrar, para buscar una compañía fugitiva más allá del fragor de las plantas que lo inundaban todo. Hubo de desistir pasadas unas semanas, afligido ante la infame fauna de la isla. Concluyó desalentado que allí no había ni rastro de mamíferos ni de reptiles. Los únicos animales domeñables habitaban los riscos imposibles del acantilado y volaban con una maestría insultante.
De todo esto le hablaría meses más tarde de su liberación a Lidia, quien le ofreció una oreja amable, unos ojos de sincera curiosidad y un cuerpo, agradable aún, donde resarcirse de tanto y tanto esperma ofrecido a la espuma que anillaba la isla desde la misma plataforma en que se regalaba el lujo de una absurda intimidad. Lidia era un amor antiguo del estilo de los fuegos fatuos, una especie de volcán que se resistía a extinguirse sin entrar nunca en erupción. Era una alarma de reloj que se activa por capricho. Podían estar años sin verse pero, cuando lo hacían, el destino del encuentro era una pasión sin palabras y sin despedidas.
Se lo contaba a Lidia porque a su mujer se la encontró casada con un agente inmobiliario que le cayó bien, no acertaba a explicar por qué. Este hecho no le contrarió más que el fárrago burocrático que su súbita resurrección le había generado a todo el mundo. A él, porque estaba muerto en todas las listas oficiales; a Beatriz porque era, repentinamente, bígama; a la multinacional que lo mandó al Pacífico sur, porque se vio obligada a abonar una indemnización astronómica, de donde dedujeron lo que ya le habían pagado a la, ahora, ex viuda. Por suerte, no tenían hijos. Y, como él no tenía ganas de andar litigando el destino de unos cuantos millones, fue cerrando tratos a la baja. Lo hizo mientras fue capaz de pensar en otras cosas que no fueran el recuerdo melancólico de los meses en su cárcel de agua y selva y, también, el recuerdo amargo del día en que aquellos científicos australianos tuvieron la consideración de transportarlo a Sydney. En menos de ocho meses estaba de nuevo vivo en las listas del paro y de la Seguridad Social, estaba perfectamente divorciado y era dueño de un montón de millones que no le proporcionaban ningún júbilo especial, pero sí los medios para cumplir un deseo que, de algún modo, no era más que una misión vital.
En realidad, no había precisado más de dos semanas de vuelta a la antigua vida para tomar la recia decisión de regresar a la isla donde había permanecido los últimos años. Prefería morirse de aburrimiento que de asco. Encontrarse a Beatriz felizmente casada le había sentado bien, le había evitado el enojo de unas justificaciones inservibles y había acelerado el deseo de la fuga. Pero no podía viajar sin identidad y esperó los trámites sin la paciencia del náufrago solitario que acababa de ser.
- Un día se me antojó saber en qué tipo de isla me encontraba. ¿Grande, pequeña, mediana? No por nada, puede que por tener conciencia del espacio que tenía adjudicado o, por qué no, que poseía –le contaba a Lidia una tarde, recostado en la cama de la mujer-. Pues verás, lo que parecía un juego de niños se convirtió en una tarea que me llevó semanas. La idea consistía en rodearla por el litoral hasta volver al punto de partida. Una más que lógica asociación de ideas me llevó a pensar que sería cosa de una tarde. Me imaginaba un náufrago como esos que dibuja Forges, en un islote enano. Y, ya ves, me tuve que dar la vuelta porque veía que caía la noche y no había alcanzado a doblar el acantilado. Me di cuenta de que estaba ante un auténtico reto. Hizo falta planificación y logística. Fabriqué unas estacas que utilicé como mojones. Cada quinientos pasos, colocaba uno. Cuando clavaba doce, regresaba. Al día siguiente volvía, arrancando las señales del día anterior y en el lugar de la duodécima estaca levantaba un túmulo: seis mil pasos. Como es normal, cada día tenía que empezar desde más lejos. Tuve que dejar la topografía para dedicarme a reunir la intendencia necesaria para dormir lejos de la choza. Monté tres campamentos base a lo largo del recorrido; no me quedaron más narices, por más mojones que clavaba, la puñetera isla no se acababa nunca.
Lidia se acurrucó a su lado, escuchando atentamente. Le gustaban esos relatos aunque, a menudo, tenía la impresión de que él se los contaba a sí mismo, que en esos momentos era como si ella no estuviera ahí, desnuda y entregada a su lado, rozándole suavemente el muslo con el pubis todavía húmedo, abrazándole tibia, quedamente.
- Sesenta y seis mil cuatrocientos ochenta y nueve pasos de perímetro insular. Era, o mejor, es una isla inmensa para un solo hombre. Durante la medición la fui conociendo. No todo fue clavar estacas. Dediqué días enteros a conocer el paraje al que llegaba. Descubrí maravillas. La fui haciendo mía.
Más parecía que la isla se había ido haciendo a él. Se giró y la miró a los ojos, le alzó la barbilla dulcemente y la besó, rozándola apenas. Lidia se sacudió, estremecida.
- Dentro de unas semanas regreso. Hay un pasaje para ti, si quieres.
Acogió la proposición con sorpresa. Nunca antes él le había mostrado un nivel tan alto de compromiso. Ella tampoco, no lo podía negar. Llevaban años amándose como osos grises, aún por encima de sus fracasados matrimonios, encontrándose y separándose en una aventura sin citas. ¿Qué clase de hombre era aquél? A Lidia no le resultaba disparatado aceptar que lo amaba, tampoco convencerse de que fuera capaz de amarlo a tiempo completo. No podía constatar nada, salvo que nunca lo habían intentado.
- Será una aventura maravillosa. –convino ella alegremente.
Yo no tuve noticia de su rescate de hacía meses hasta cinco días antes de su partida definitiva. De ella me hablaba en la carta que recibí en un hotel de Ámsterdam donde me alojaba y donde, una vez más, no era feliz. También, con otras palabras que son las mismas, a fin de cuentas, me contaba todo lo que he referido antes y algunas cosas que no rescato de su secreto. Era una carta interminable, como los pasos que abrazaban las medidas de la isla. La carta de un amigo de aquella generación de perseguidores de sueños. En el último párrafo me pedía que me encargara de Lidia porque había urdido una traición. No se le daba bien tratar con las mujeres y Lidia no se merecía las justas palabras que sería incapaz de pronunciar. El resultado del plan no era tan vil. Sí era de esperar el lógico enojo de Lidia por citarla en el aeropuerto un día después de la verdadera fecha de partida. Tengo la convicción de que ella lo intuyó, quiero tener la esperanza de que lo deseara.
En el inmenso hall la encontré, no tan pendiente del reloj como del equipaje, excesivo a todas luces. Entendí entonces las razones de mi amigo y supe que intentaba salvarla de una traición mayor. Él no iba de turismo, ella no había sabido verlo. Y, claro, no había palabras que explicaran que no se podía explicar con palabras lo que quería de ella: le había lanzado una llamada de náufrago en toda regla porque era un viaje sin regreso. Yo, sinceramente, no puedo negar que ella no lo supo descifrar o que, quizá, la aterrorizara la posibilidad del amor sin intermedios.
- No va a venir, ¿verdad? –me soltó apenas verme. Nos conocíamos y no vio casual mi aparición, yo soy un habitual de los andenes, no de los aeropuertos. Me gusta llegar despacio.
Así fue más fácil. Casi no tuvimos que hablar.
-No es que no vaya a venir. Es que ya se ha ido.
Nos despedimos, posiblemente para siempre. Ayer un muchacho con un casco de motorista me entregó un paquetito. Él había dejado dispuesto que fuera en esta fecha. Yo ya había empezado este relato que no aseguro vaya a entregar a mi paciente editor. Escribir es lo único que me ha salvado de mí mismo toda la vida, algo que ni siquiera han logrado los incontables viajes en tren que nunca me han llevado a ninguna parte. Quizá no he encontrado mi isla como hizo él. Un paraíso donde sólo le pudo la soledad y por eso se ofreció a Lidia. Se dio cuenta a tiempo y rectificó, acordándose de mí.
Escribo mirando el equipaje desparramado por el suelo del salón, mirando los pasajes y las instrucciones para alcanzar la isla ignota donde me espera, mirando el bolígrafo azul nacarado con que escribo desde hace quince años y mirando al teléfono que no acabo de descolgar para solicitar el taxi que me lleve a tiempo de coger el avión que tiene su salida en menos de cuatro horas vía Roma- Estambul-Nueva Delhi...
Bueno, lo dicho, pues:
para todos aquellos
que seguimos a la izquierda
con cara tontos.
que seguimos a la izquierda
con cara tontos.
SOLO
Saliendo de su choza, tomando todo recto hasta la playa, girando a la derecha hasta el camino que se elevaba desde las primeras rocas y después flanqueando el acantilado que desde allí se iba agigantando hasta los colosos del fondo, se llegaba en poco más o menos de una media hora a un mirador natural. Allí perdía las tardes mirando el confín del mundo que se había olvidado de él durante casi tres años. Además, había dejado de fumar y llevaba todo ese tiempo sin llevarse a los labios un miserable corto de cerveza. Estaba delgado como una sílfide y lucía un bronceado que para ellos hubieran deseado muchos artistas y diosas del famoseo.
Ésas eran algunas de las razones que podrían explicar por qué cuando divisó el buque oceanógrafo que lo iba a sacar de allí, en lugar del esperado júbilo no sintió sino una inquietante mezcla de confusión y contrariedad. Durante meses había deseado hasta la desesperación que algo por el estilo sucediera. De hecho, una de las primeras tareas que abordó apenas se depositó en la isla fue la de confeccionar un letrero ciclópeo a base de piedras, hojas y palos que abarcaba media playa y que seguramente se podría divisar desde una distancia considerable: HELP. Pero habían ido trascurriendo los días que formaron semanas que se convirtieron en meses que fueron más de dos años sin que nada remotamente parecido a un ser humano se acercara por allí. El mismo letrero, renovado, limpiado, mimado por meses había sido abandonado al fin, a causa del desaliento, a los caprichos del viento y los temporales, hasta quedar reducido a un ilegible mensaje. La arena había ocultado parte de las letras y el viento había trocado palos y hojas hasta dejarlo en una especie de caligrafía cirílica de loco solitario o de balbuceo angustioso.
La frustración había ido cediendo a la desesperación que, mucho tiempo antes de la llegada del buque, había dejado su sitio a un conformismo que pugnaba por convertirse en extraña felicidad. No podía negar que había cosas que echaba de menos. Después de todo, había vivido más de treinta años al abrigo de la sociedad de consumo en la que, dicho sea de paso, había gozado de lo que hasta entonces había considerado su parcela de éxito. La servidumbre del éxito afloraría sin remedio, pero tres años hablando con uno mismo y ocupado en el negocio de la mera supervivencia terminan por resquebrajar el más sólido hormigón de la más compacta creencia.
La isla no albergaba muchos peligros. Lo supo después de muchas vigilias donde un atávico miedo al desconocido enemigo que esconde la oscuridad y que nunca apareció, le apretaron el aliento ante cualquier ruido, el mismo infatigable de las olas en la playa de enfrente incluido. Acabaría superándolo, aburrido de esperar la muerte por las noches. Alcanzó una confianza absoluta y se decidió a gozar de aquella soledad.
El hastío de tantas horas iguales le fue agudizando el ingenio, sacándolo como el corcho de una botella de cava agitada con saña. Así, más que rodearse de todo tipo de comodidades, lo hizo de todo tipo de soluciones a las necesidades. Había empezado alimentándose exclusivamente de cocos, dátiles y demás frutos que desconocía hasta entonces. Sólo le faltó saborear las cortezas de los árboles para parecer mono. Más adelante, en una de las interminables tardes luminosas del trópico, se afanó tanto puliendo una piedra que acabó por hacerse con un utensilio fundamental con el que, a su vez, afilaría las varas con que ensartaba los confiados peces que nadaban en las rocas de la orilla; la misma piedra con la que modelaría los cuencos de madera donde depositaba el agua dulce y experimentaba triturando frutos y condensando sal; la misma piedra pulida que le brindó la posibilidad de hacer mejoras en la vivienda que fue levantando a ratos y que le salvó de más de uno de aquellos aguaceros salvajes, pertinaces e insufriblemente monótonos como tortura de un Dios inmisericorde. Era una especie de Cro-Magnon de un metro noventa y ojos azules.
Se fue olvidando de todo lo que había poseído antes del accidente porque había llegado a la conclusión de que lo poseía todo. La casa que tenía en la parte alta de la ciudad era el recuerdo que más fácilmente había recusado, no resistía la menor comparación con la actual morada. Para él era, definitivamente, el mundo. A Beatriz, su mujer, la recordó el tiempo necesario para lamentar no haber aclarado por qué habían dejado de amarse hacía tiempo y por qué nunca se habían ofrecido la tregua del divorcio, una solución que habían impedido las conveniencias. A su fabuloso empleo como ingeniero en una multinacional sólo le otorgaba el agradecimiento de haber sido, de algún modo, el causante azaroso de que hubiese llegado a esta apacible estancia.
Durante un tiempo le acució el lógico temor a volverse loco, a acabar conversando con los cocoteros y los helechos gigantes que crecían en el centro de la isla, a desintegrarse en los nuevos hábitos y cosas por el estilo. Pero llegó a la conclusión, plena de lucidez, de que la locura no existe sino en el mundo de los cuerdos y no se molestó en dejar de hablar con las nubes, de insultar al sol o de chillarle barbaridades de arriero al silencio que le rodeaba. Inventó juegos y se motivó en actividades disparatadas. Se le ocurrió buscar algún animal que amaestrar, para buscar una compañía fugitiva más allá del fragor de las plantas que lo inundaban todo. Hubo de desistir pasadas unas semanas, afligido ante la infame fauna de la isla. Concluyó desalentado que allí no había ni rastro de mamíferos ni de reptiles. Los únicos animales domeñables habitaban los riscos imposibles del acantilado y volaban con una maestría insultante.
De todo esto le hablaría meses más tarde de su liberación a Lidia, quien le ofreció una oreja amable, unos ojos de sincera curiosidad y un cuerpo, agradable aún, donde resarcirse de tanto y tanto esperma ofrecido a la espuma que anillaba la isla desde la misma plataforma en que se regalaba el lujo de una absurda intimidad. Lidia era un amor antiguo del estilo de los fuegos fatuos, una especie de volcán que se resistía a extinguirse sin entrar nunca en erupción. Era una alarma de reloj que se activa por capricho. Podían estar años sin verse pero, cuando lo hacían, el destino del encuentro era una pasión sin palabras y sin despedidas.
Se lo contaba a Lidia porque a su mujer se la encontró casada con un agente inmobiliario que le cayó bien, no acertaba a explicar por qué. Este hecho no le contrarió más que el fárrago burocrático que su súbita resurrección le había generado a todo el mundo. A él, porque estaba muerto en todas las listas oficiales; a Beatriz porque era, repentinamente, bígama; a la multinacional que lo mandó al Pacífico sur, porque se vio obligada a abonar una indemnización astronómica, de donde dedujeron lo que ya le habían pagado a la, ahora, ex viuda. Por suerte, no tenían hijos. Y, como él no tenía ganas de andar litigando el destino de unos cuantos millones, fue cerrando tratos a la baja. Lo hizo mientras fue capaz de pensar en otras cosas que no fueran el recuerdo melancólico de los meses en su cárcel de agua y selva y, también, el recuerdo amargo del día en que aquellos científicos australianos tuvieron la consideración de transportarlo a Sydney. En menos de ocho meses estaba de nuevo vivo en las listas del paro y de la Seguridad Social, estaba perfectamente divorciado y era dueño de un montón de millones que no le proporcionaban ningún júbilo especial, pero sí los medios para cumplir un deseo que, de algún modo, no era más que una misión vital.
En realidad, no había precisado más de dos semanas de vuelta a la antigua vida para tomar la recia decisión de regresar a la isla donde había permanecido los últimos años. Prefería morirse de aburrimiento que de asco. Encontrarse a Beatriz felizmente casada le había sentado bien, le había evitado el enojo de unas justificaciones inservibles y había acelerado el deseo de la fuga. Pero no podía viajar sin identidad y esperó los trámites sin la paciencia del náufrago solitario que acababa de ser.
- Un día se me antojó saber en qué tipo de isla me encontraba. ¿Grande, pequeña, mediana? No por nada, puede que por tener conciencia del espacio que tenía adjudicado o, por qué no, que poseía –le contaba a Lidia una tarde, recostado en la cama de la mujer-. Pues verás, lo que parecía un juego de niños se convirtió en una tarea que me llevó semanas. La idea consistía en rodearla por el litoral hasta volver al punto de partida. Una más que lógica asociación de ideas me llevó a pensar que sería cosa de una tarde. Me imaginaba un náufrago como esos que dibuja Forges, en un islote enano. Y, ya ves, me tuve que dar la vuelta porque veía que caía la noche y no había alcanzado a doblar el acantilado. Me di cuenta de que estaba ante un auténtico reto. Hizo falta planificación y logística. Fabriqué unas estacas que utilicé como mojones. Cada quinientos pasos, colocaba uno. Cuando clavaba doce, regresaba. Al día siguiente volvía, arrancando las señales del día anterior y en el lugar de la duodécima estaca levantaba un túmulo: seis mil pasos. Como es normal, cada día tenía que empezar desde más lejos. Tuve que dejar la topografía para dedicarme a reunir la intendencia necesaria para dormir lejos de la choza. Monté tres campamentos base a lo largo del recorrido; no me quedaron más narices, por más mojones que clavaba, la puñetera isla no se acababa nunca.
Lidia se acurrucó a su lado, escuchando atentamente. Le gustaban esos relatos aunque, a menudo, tenía la impresión de que él se los contaba a sí mismo, que en esos momentos era como si ella no estuviera ahí, desnuda y entregada a su lado, rozándole suavemente el muslo con el pubis todavía húmedo, abrazándole tibia, quedamente.
- Sesenta y seis mil cuatrocientos ochenta y nueve pasos de perímetro insular. Era, o mejor, es una isla inmensa para un solo hombre. Durante la medición la fui conociendo. No todo fue clavar estacas. Dediqué días enteros a conocer el paraje al que llegaba. Descubrí maravillas. La fui haciendo mía.
Más parecía que la isla se había ido haciendo a él. Se giró y la miró a los ojos, le alzó la barbilla dulcemente y la besó, rozándola apenas. Lidia se sacudió, estremecida.
- Dentro de unas semanas regreso. Hay un pasaje para ti, si quieres.
Acogió la proposición con sorpresa. Nunca antes él le había mostrado un nivel tan alto de compromiso. Ella tampoco, no lo podía negar. Llevaban años amándose como osos grises, aún por encima de sus fracasados matrimonios, encontrándose y separándose en una aventura sin citas. ¿Qué clase de hombre era aquél? A Lidia no le resultaba disparatado aceptar que lo amaba, tampoco convencerse de que fuera capaz de amarlo a tiempo completo. No podía constatar nada, salvo que nunca lo habían intentado.
- Será una aventura maravillosa. –convino ella alegremente.
Yo no tuve noticia de su rescate de hacía meses hasta cinco días antes de su partida definitiva. De ella me hablaba en la carta que recibí en un hotel de Ámsterdam donde me alojaba y donde, una vez más, no era feliz. También, con otras palabras que son las mismas, a fin de cuentas, me contaba todo lo que he referido antes y algunas cosas que no rescato de su secreto. Era una carta interminable, como los pasos que abrazaban las medidas de la isla. La carta de un amigo de aquella generación de perseguidores de sueños. En el último párrafo me pedía que me encargara de Lidia porque había urdido una traición. No se le daba bien tratar con las mujeres y Lidia no se merecía las justas palabras que sería incapaz de pronunciar. El resultado del plan no era tan vil. Sí era de esperar el lógico enojo de Lidia por citarla en el aeropuerto un día después de la verdadera fecha de partida. Tengo la convicción de que ella lo intuyó, quiero tener la esperanza de que lo deseara.
En el inmenso hall la encontré, no tan pendiente del reloj como del equipaje, excesivo a todas luces. Entendí entonces las razones de mi amigo y supe que intentaba salvarla de una traición mayor. Él no iba de turismo, ella no había sabido verlo. Y, claro, no había palabras que explicaran que no se podía explicar con palabras lo que quería de ella: le había lanzado una llamada de náufrago en toda regla porque era un viaje sin regreso. Yo, sinceramente, no puedo negar que ella no lo supo descifrar o que, quizá, la aterrorizara la posibilidad del amor sin intermedios.
- No va a venir, ¿verdad? –me soltó apenas verme. Nos conocíamos y no vio casual mi aparición, yo soy un habitual de los andenes, no de los aeropuertos. Me gusta llegar despacio.
Así fue más fácil. Casi no tuvimos que hablar.
-No es que no vaya a venir. Es que ya se ha ido.
Nos despedimos, posiblemente para siempre. Ayer un muchacho con un casco de motorista me entregó un paquetito. Él había dejado dispuesto que fuera en esta fecha. Yo ya había empezado este relato que no aseguro vaya a entregar a mi paciente editor. Escribir es lo único que me ha salvado de mí mismo toda la vida, algo que ni siquiera han logrado los incontables viajes en tren que nunca me han llevado a ninguna parte. Quizá no he encontrado mi isla como hizo él. Un paraíso donde sólo le pudo la soledad y por eso se ofreció a Lidia. Se dio cuenta a tiempo y rectificó, acordándose de mí.
Escribo mirando el equipaje desparramado por el suelo del salón, mirando los pasajes y las instrucciones para alcanzar la isla ignota donde me espera, mirando el bolígrafo azul nacarado con que escribo desde hace quince años y mirando al teléfono que no acabo de descolgar para solicitar el taxi que me lleve a tiempo de coger el avión que tiene su salida en menos de cuatro horas vía Roma- Estambul-Nueva Delhi...
12 comentarios:
Muchas gracias por el cuento Joseba. Creo que todos nos quedamos un poco desangelados pase lo que pase. En esto de la política cada uno tenemos nuestros propios planes maestros, pero en realidad, nos es tan ajeno, tan lejano, que nos quedamos con cara de tontos mirando los quesitos de la televisión. Saluditos, mi tercer lector(gracias).
Gracias a vos, Periko,
la política debe ser interesante, no lo dudo. Los políticos, no; al menos no dudo que a mí no me interesan.
Supongo que seguiré votando a mis pobres indigentes de izquierda y que, ojalá, seguiré ofreciéndoles cuentos a los que les votan. Espero que te guste si no lo has leído; que te haya gustado, si ya lo has hecho...
Un abrazo. Te leo. ¿Vamos a por el cuart...?
Como siempre y para hacerlo con tiempo he copypegado tu relato, lo leeré y te lo comentaré... Tampoco ha ganado "mi partido" pero no han PPasado, algo es algo...
Muxu Joseba!
Hola, Selma,
gracias por tus adorables tés entre cojines.
Petons.
He leído tu relato Joseba, comprendo que haya hecho lo que hizo tu naufrago...
Has venido a tomar el té???
Cuando??
Muxu.
Niño, me he hecho un lío tremendo entre tu y Perico.
Bueno, me ha gustado mucho el relato del náufrago, referente a las elecciones mientra no cambien la ley electoral continuará siendo injusto para los partidos pequeños.
Muxus de Eukenixe.
Bueno, todos somos un poco tu náufrago. Buscamos una isla que nos permita vivir con tranquilidad, que nos de la felicidad que el día a día nos niega.
Pertenecerse. Eso es lo más difícil, supongo.
Me quedaría con varios párrafos; entre ellos, el siguiente:
"Pero llegó a la conclusión, plena de lucidez, de que la locura no existe sino en el mundo de los cuerdos y no se molestó en dejar de hablar con las nubes, de insultar al sol o de chillarle barbaridades de arriero al silencio que le rodeaba."
Un abrazo
Kaixo, Eukeni! es probable que tengas razón, no sé, la política tampoco es mi fuerte, pero creo que vamos hacia el exterminio de los partidos chicos. En plan americano, ¿no?
El cuento no pretende demasiado, la verdad; si acaso una pequeña reflexión sobe el miedo que tenemos a renunciar a todo lo que acumulamos como protección y que llamamos «bienestar». No nos damos cuenta de que en ese «binestar», cuanto más vamos teniendo, vamos renunciando, paradójicamente, a más cosas...
Gracias, Mega, ese párrafo también a mí...
Gracias, anónimo, por la visita.
Lo tuyo es el tren y tomarte el camino con calma. Toca el bolígrafo azul nacarado y recuerda que lo que importa es el trayecto y que llegar cuenta para contarlo, contárnoslo
Gracias, anónimo amigo, envanece sobremanera mi calma escritora saber que hay alguien leyéndose todos mis cuentos en este final de verano. Intentaré que ese bolígrafo azul nacarado (que existe) no se oxide.
Ojalá te sigan gustando mis historias.
Un abrazo, quien quiera que seas...
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