lunes, 7 de mayo de 2007

Toda una vida

Treinta y dos años después seguía pasándole lo mismo. Habían pasado tres vidas, cinco hijos y algunas soledades y seguía pasándole lo mismo cada vez que la veía. El mismo pálpito en las sienes, el mismo ahogo absurdo. Ella escapaba al tiempo, a esos treinta y dos años de entrar y salir de su vida como si estuviera en una película del cine mudo. Un día tendría que acercarse a ella y decirle «Hace treinta y dos años y no sé cuántos días que nos conocemos... ¿que cómo lo sé? por lo mismo que ahora te estoy contando que hace tanto y tanto tiempo que nos conocemos, que nos saludamos cuando hemos coincidido en las filas del cine, del teatro, del supermercado o del colegio, o cuando nos hemos ido cruzando mientras bajas por la calle Aragón desde tu oficina de la empresa de seguros que está en el número 36 y yo subo desde la mía, que se abre en la esquina con Magallanes, o sales de la charcutería de Bittori o entro en la tienda de fotos. Lo sé porque hace treinta y dos años y pico, a finales de junio, salías del salón de actos del instituto en el que acabábamos COU y a ti se te cayó el diploma que acababas de ganar y yo te lo recogí y te di la enhorabuena y me sonreíste con una sonrisa que aguanta aquí, inmaculada, casi treinta y tres años, Leire. Porque sé tu nombre desde aquel día en que te llamaron al estrado para felicitarte por ser la mejor estudiante del instituto Trueba de aquel curso y escuché tu nombre y te vi llegar, aplaudiéndote desde el mismo escenario donde había subido, unos minutos antes, gracias a mi humilde quinto puesto, que no me sacaba del anonimato pero me ha hecho acreedor a casi treinta y tres años de saludos sin palabras y sin sentido...» Todo eso tendría que decirle, sí, y decirle más, decirle su nombre, por ejemplo y decirle, saliendo de su congoja de más de tres décadas que a todo ese tiempo de inexplicable relación sin palabras quisiera ponérselas todas de golpe, contarle en tres o cuatro días esas tres vidas, sus soledades, sus hijos y los de ella. Y cómo treinta y dos años después seguía pasándole lo mismo cada vez que la veía, cómo le detenía la sangre el mismo pasmo absurdo, el mismo pálpito acelerado en las sienes, plateadas sienes ya... Como hace un minuto, cuando ella ha salido de la zapatería que hay en los arcos de la plaza y le ha saludado desde lejos con ese gesto de las cejas y la eterna sonrisa. Y la ha seguido, disimulando torpemente, hasta la puerta de los cajeros automáticos que están en la otra punta de la misma plaza y se ha dispuesto a sacar un dinero que no precisaba en uno de los cuatro dispensadores que hay allí, mientras ella lo hace en otro al lado, el más grande. La mira de reojo y la ve dudar y piensa que es el momento, que se le va a acercar y decirle su nombre y todo eso que siente desde hace treinta y dos años largos. Y ella, que parecía enredada con la tarjeta de crédito, se vuelve de súbito y, antes de que él tenga tiempo siquiera de abrir la boca, le pregunta: «Oye, Diego, ¿tú sabes cómo se hace para sacar entradas para el teatro con la tarjeta?»

2 comentarios:

Anónimo dijo...

plasplasplasplasplas y plas

Anónimo dijo...

Un final-principio precioso y palpitantemente paralizador. A veces no soy; otras muchas sí; muchas más aún, me gustaría.

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