La
abuela de Davianna tejía cuentos. Era justo lo que Yeiriam estaba
escuchando contar a su madre mientras jugueteaba con Liine, su
gatita, tirada en el suelo. Davianna tejía una bufanda multicolor
mientras le hablaba a la niña.
-¿Tejía
cuentos? –preguntó-. ¿Tu abuela?
-Exactamente,
Yeiriam. Allí en la aldea donde vivíamos, sobre todo en invierno.
Teníamos una hermosa chimenea y ella se pasaba las horas en la vieja
mecedora
tejiendo
y tejiendo. ¿Sabías que tu bisabuela era famosa en la región por
su excelente mano con las agujas?
-¿Sí?
-Sí.
Dominaba todos los tipos de punto. Del derecho y del revés, holgados
y prietos, inglés y holandés, cadenetas, cruzado y doble marsellés.
Tenía un ojo casi mágico para las medidas, las sisas y los remates.
Y además, cuando tejía, inventaba unas historias maravillosas.
-¿Se
sabía muchos cuentos, mamá?
-Muchos.
Se sabía muchos que había aprendido desde niña y, además, muchos
más que se inventaba sobre la marcha. Nunca repetía la misma
historia a no ser que se lo pidiésemos y aún así, se las apañaba
para introducir un toque aquí, otro toque allá, para que el cuento
mantuviese el interés de un cuento nuevo. Y nunca paraba de darle a
las agujas, tipi tapa, tipi tapa, tejiendo y hablando como si fuera
el poncho o el jersey o el gorro que iba creando el que estuviese
contando la historia.
-Como
tú casi. Tú también tejes muy rápido.
-¡Uy,
esto no es nada, cariño! A su lado soy una aprendiza de tejedora,
Yeiriam. Yo me quedaba absorta en aquellos eternos inviernos
mirándola hacer punto, meciéndose incansablemente junto a las
llamas y encadenando cuentos con consejos, cosiendo refranes con
dulces reprimendas, tramando recuerdos con recetas de dulces...
Davianna
se detuvo un instante con la mirada perdida en algún momento del
ayer. Hacía casi veinte años que su abuela Luzyd le había contado
el último cuento. Más tarde había intentado recopilar aquellas
narraciones en sus diarios, hasta que se dio cuenta de que no lo
necesitaba. Un día su sobrina Lycerne cayó enferma estando en su
casa, cuando aún vivía Davianna con sus padres. Entonces, se
acomodó junto a la cama donde Lycernne se estremecía de fiebre,
tomó su punto y pasó toda la tarde junto a ella, cuidándola,
tejiendo y... contándole un cuento tras otro, casi sin darse cuenta.
Eran
más de las doce cuando su sobrina cayó rendida por el sueño, la
fiebre había remitido y a ella le dolían terriblemente los ojos y
el cuello. Ese día cayó en la cuenta de que no necesitaba registrar
por escrito el legado de su abuela Luzyd. De alguna manera, aquella
fabulosa mujer a la que tanto había amado se había quedado en ella
para siempre. Supo que hacer aquello que acababa de hacer esa tarde
era mantenerla viva eternamente.
-¿También
hacía pasteles tu abuela? –preguntó Yeiriam, sacándola de su
abstracción.
-¡Riquísimos!
En la aldea teníamos un horno enorme junto a las cuadras. Allí era
muy necesario, hija. Sobre todo porque en el invierno nunca sabíamos
si iba a poder venir Lisser, el panadero, cuando las nevadas
empezaban y no se sabía cuándo iban a terminar. Allí hacía ella
sus galletas de pasas, sus almendrados, los bollos de miel, las
cazuelitas de espuma y los piriñaques. Para la fiesta siempre
montaba dos tartas enormes. Una de chocolate con piñones y otra de
bizcocho confitado de escarchas.
-¡Ummmm,
piriñaques! Me encantan los piriñaques. ¿Ella te enseñó?
-Sí.
También eran mis favoritos –volvió a quedarse pensativa, absorta,
de nuevo, en alguna nube del pasado-. Y de Yoshbaz el Molhey también.
-¿De
quién?
-Yoshbaz
el Molhey. –repitió Davianna, casi deletreándole el nombre.
-¿Y
quién es ese Yobasel Moel? –preguntó graciosamente la niña.
-¿Nunca
te he contado la historia de Yoshbaz? –miró a su hija y ésta negó
expresiva con la cabeza, los ojos abiertos de par en par -. Pues en
realidad no es una historia, porque Yoshbaz existió, vaya si
existió... Acércame el ovillo morado, cariño, por favor.
Yeiriam
soltó a Liine y se acercó a la antigua alacena donde su madre
guardaba las cosas de costura, los retratos de su familia, la hermosa
mantelería de las grandes ocasiones y algunos trastos que a la niña
le parecían antiguallas. Abrió la puerta de abajo y sacó el ovillo
que su madre le había pedido.
-Gracias,
preciosa.
-Sigue,
mamá.
-Bueno...
Mucho antes de nacer yo, no recuerdo bien el año, hubo un invierno
terrible. Ya a finales de octubre empezaron a caer las primeras
nevadas. El arroyo que pasa cerca de la aldea se heló en pleno
otoño. Y para antes de la semana de Navidad ya no había un solo día
en que el termómetro subiese de los cero grados.
‘Tú
ya sabes cómo son las noches en la aldea. Pues aquello no tenía ni
punto de comparación con lo que conoces. En casa de mi abuela se
habían encargado de aprovisionarse bien de leña pero, con la pinta
que tenía aquello, temían quedarse sin fuego antes de que remitiera
y, por otro lado, el campo estaba de una manera en que era imposible
salir a por más madera.
Justo
diez días antes de Nochebuena, en el cumpleaños de mi abuelo, poco
antes de la cena, escucharon unos golpes en la puerta. Mi madre y su
hermana se afanaban, terminando de poner la mesa y mi abuelo y su
hermano Beñat fumaban junto al fuego, charlando preocupados por la
cosecha y el temporal que arreciaba fuera.
-¿Quién
será a estas horas y con esta ventisca? –preguntó Beñat.
-Habrá
sido el aire, los goznes están viejos –replicó mi abuelo, pero
los golpes tronaron de nuevo, más fuertes y seguidos que la vez
anterior.
Total,
que al final decidieron acercarse a la puerta y mirar a qué obedecía
aquel estruendo. Fuera el aire silbaba con una fuerza terrible y a
través del ventanuco empañado se podían ver miles de copos de
nieve zarandeados por el vendaval. Abrió el abuelo y la puerta,
empujada por el viento, casi le derriba. Entonces fue cuando la causa
de los golpes en la puerta apareció ante sus ojos, desplomándose en
la entrada y desparramando el contenido del enorme saco que traía.
Entre
todos lo arrastraron al comedor, la abuela recogió el saco y fue
metiendo en él, como buenamente pudo, las curiosas cosas que de allí
habían salido. Mi madre preparó una copita de coñac mientras el
abuelo y tío Beñat lo levantaban hasta la mecedora de la abuela,
junto a la chimenea. El calor de la misma hizo que enseguida empezase
a reaccionar.
Era
un hombre de unos cuarenta años, su piel era muy oscura y lucía un
impresionante bigote negro, muy tupido. Cuando abrió los ojos por
completo, mi madre se quedó fascinada. Nunca había visto unos ojos
tan hermosos ni tan negros. Se quedó medio atontada con la copa en
la mano, sin atinar a acercársela. Mi abuela se la quitó, con una
mirada de reprobación, y la mandó ir a vigilar el asado.
-Tenga
usted, esto le reanimará –le dijo, ofreciéndole el coñac. Pero
el extraño hizo un gesto negativo con la cara apenas le llegó el
olor de la copa.
-Lo
siento, señora, no puedo beber alcohol, prohibe Corán... –dijo
con un acento extranjero que sonaba suave y agradable.
-Supongo
que el Corán sabrá hacer una excepción cuando el coñac se toma
como... medicina, digamos. Venga, no refunfuñe y déle un buen
trago.
El
recién llegado no tuvo más remedio que obedecer las órdenes de la
abuela. ¡Menuda era cuando se empeñaba en algo! Fue poco a poco
recobrando el aliento y la normalidad. Más aún con el caldo
hirviendo que le ofreció tía Dina. Pudieron ver que llevaba un
abrigo de astracán que le llegaba casi hasta las inadecuadas
babuchas rojas. De su cabeza había caído, al entrar, un gorro como
el que habían visto alguna vez en las películas de cosacos. Su pelo
era de un negro intensísimo, como el de su bigote y el de sus ojos.
Aceptó sentarse a la mesa, pero durante la cena apenas probó
bocado.
Les
contó que se dedicaba a vender sus objetos de pueblo en pueblo y que
había tenido la mala idea de aventurarse desde la población más
cercana, con la intención de llegar a nuestra aldea antes de que se
hiciera de noche. Pero la tormenta le había retrasado y, sólo el
milagro de ver las luces que el abuelo había tenido a bien colgar en
la entrada, lo había salvado de morir enterrado en la nieve.
Contó
también que no era moro, como el abuelo y el tío Beñat habían
supuesto en un principio, sino que provenía de un país que estaba
dentro de otro país y que su raza era una raza que vivía en unas
montañas mucho más frías que el páramo en el que estaba nuestra
aldea.
-Mi
nombre es Yoshbaz el Molhey y soy hijo de Molhey bin Yuanned, doctor
de la aldea de Wad Baraq. Salí de allí, huyendo del exterminio que
el sha acababa de proclamar contra nuestro pueblo y me convertí en
viajero y buhonero. Alá ha querido que recorra medio mundo para caer
en la misericordia de unos buenos cristianos. Que Él bendiga con una
larga vida a todos ellos y, sobre todo, a aquél que hoy cumple años.
Al
abuelo Gahix, que era tan bruto como buena persona, no acababa de
hacerle mucha gracia que un hereje tuviera que pasar algunos días en
su casa. Y menos después de observar la especie de sugestión que el
extranjero ejercía sobre las mujeres, embobadas ante la novedad de
su tez, su acento y las curiosas y magníficas ropas que vestía.
Con
la abuela es con quien mejores migas hizo al instante. Y, sobre todo,
porque resultó ser un tejedor formidable. Después de cenar, se
sentaron cerca del fuego a tomar los licores y la deliciosa tarta de
arándanos y queso que habían preparado, para que el abuelo soplara
una única vela como hacía desde ya algunos años. La abuela se
instaló en su invariable mecedora y, sin desatender la conversación,
tomó sus agujas y siguió con cualquiera de las tareas que tenía en
su cesto de labores que, como ya sabes, es este mismo que tenemos
aquí y que también perteneció a su abuela, mi tatarabuela Mayrian.
-¡Mi
tata tatarabuela Mayrian! – intervino Yeiriam, divertida.
-Exactamente,
cariño –corroboró la madre-. El caso es que a Yoshbaz parecía
interesarle mucho el punto que tejía la abuela. Enseguida se creó
entre ellos una corriente de simpatía que terminó de enojar al
abuelo.
Acabó
la noche y todos se retiraron. Yoshbaz sólo aceptó como lecho una
esterilla cerca del fuego de la chimenea. Sacó una preciosa manta,
no demasiado gruesa, y es cuanto necesitó para abrigarse en la
noche. La abuela se obstinaba en que aceptase un par de mantas más
pero Yoshbaz las rechazó.
-Ya
han hecho demasiado por mí esta noche, señora. Créame que con esta
manta tendré más que suficiente. Esta hecha de un tejido muy
especial y siempre me ofrece el calor que necesito. Vayan tranquilos
a descansar, aquí estaré perfectamente –dijo el extranjero
inclinándose en un gesto que era, a la vez, saludo y agradecimiento.
En
los días siguientes el temporal no amainó un ápice. La nieve se
agolpaba en la entrada y las ventoleras de las noches amenazaban
levantar el tejado de la antigua, pero robusta, casa. Como no se
podía salir al campo y a las vacas sólo se les podía atender en
los establos, los hombres tenían tiempo para realizar trabajos menos
urgentes dentro de la casa. Ahí Yoshbaz no se mostró como una gran
ayuda. Bastante más lo era para las mujeres, para mal de mi abuelo y
del tío Beñat.
Toda
la poca maña que aquel curioso hombre no poseía para los martillos
y los clavos, la poseía de sobra para la cocina. Y, sobre todo, para
los hilos y las agujas. Quiso enseñarle a la abuela el secreto de
las alfombras de Isfahán pero faltaba espacio y medios. Apuntaba,
curioso, las recetas y escudriñaba el punto que hacía la abuela
para los jerseys y las bufandas. Y se hacían reír mutuamente en el
tedio de las tardes, encerrados por la nieve.
Para
mi abuelo aquella situación era muy incómoda. Primero, porque se
sentía un poco celoso; Yoshbaz, después de todo, era un hombre
guapo. Segundo, porque, a fin de cuentas, se trataba de alguien que
creía en otro Dios distinto y eso le convertía en lo que a él le
habían enseñado que era un hereje. Y encima, el tío Beñat estaba
todo el rato malmetiendo contra él.
Así
estaban las cosas cuando llegó la noche anterior al día de Reyes.
Llevaban muchos días encerrados, las provisiones y, sobre todo, la
leña empezaban a escasear. El abuelo se retiró a su dormitorio con
la idea de decirle a la abuela que, al día siguiente, el huésped
extranjero debía abandonar la casa. Se metió en la cama y esperó a
que mi abuela terminara de recoger abajo y subiera a acostarse. Pero
la abuela Luzyd tardó mucho, pero mucho, en subir.
Después
que todos se retiraran, ella había tomado sus agujas, sentándose a
tejer un rato con la sola compañía de Yoshbaz que descansaba en su
estera, como había hecho desde el día que llegó.
-¿Seguro
que no tiene frío? Esa fina tela con que se cubre me parece tan
escasa...
-Parece
escasa pero da más calor que diez mantas. Está tejida con
harishari,
señora.
Y
entonces, viendo la cara de sorpresa que ponía mi abuela, le explicó
qué era el Harishari. Le explicó que se trataba del hilo mágico
que sólo se podía elaborar con la lana de las ovejas eternas que
pastan en los valles de Mentbitaï, la montaña viajera.”
-¿La
montaña viajera? –exclamó Yeiriam, que iba de sorpresa en
sorpresa -¿Existe de verdad... dónde está, mamá?
-¡Por
supuesto que existe! Pero eso es otro cuento y primero tendremos que
acabar con el del harishari, ¿no?... ¿o prefieres que lo deje para
otro día, so impaciente?
-¡Nooo!
Sigue, mamá.
-Pues,
como te decía, el harishari se hila con la lana de esas ovejas. Pero
no creas que son unas ovejas normales como las que crían en nuestra
aldea, no. Aquellas ovejas, explicó Yoshbaz, se alimentaban de las
flores de cristal del valle del río Beirum, a donde muy pocos
elegidos podían llegar.
“Aquel
fantástico viajero no le reveló a mi abuela cómo él había sido
uno de aquellos elegidos, pero sí cuál era la magia de aquel
tejido.
-El
harishari es el más fuerte de todos hilos, con él tejerás las
prendas más resistentes al frío y, sin embargo, las más livianas
–le contó a mi atónita abuela -. Pero, no todo el mundo puede
usarlo, señora, pues el harishari cobra su fuerza y su magia del
corazón que lo teje y del corazón que lo viste. Así, lo mismo que
es liviano puede tornarse pesado como una gran roca si quien lo porta
actúa con vileza. Puede, también, sencillamente desaparecer, si
estima que su poseedor no es merecedor de este tesoro. El harishari
sólo se puede regalar y nunca se puede usar con ánimo de... de...
-De
lucro –le ayudó mi abuela.
Yo
te lo cuento como si aquel hombre hablase bien nuestra lengua, para
que me entiendas, Yeiriam, pero mi abuela decía que, aunque se le
entendía bien, tenía muchas dificultades con algunas palabras y
además su acento era muy especial. «Dulcísimo», repetía ella.
-Eso
es –confirmó él –, jamás se debe aceptar nada en pago de algo
que haya sido tejido con harishari. Se puede decir que su magia es
fuerte si tu corazón es sano, sino, es un hilo vulgar o, incluso,
cruel.
La
abuela miraba la especie de mantel que le cubría. Tenía un brillo
fabuloso. Daba la impresión de tratarse de miles de cristales que se
entramaban para conformar la tela que se adosaba al cuerpo del
extranjero. Pero, al tiempo, daba también impresión de levedad. Era
como si utilizara un hermoso y brillante papel como cobertor.
-En
esta casa han sido más amables de lo que estaban obligados. Lo han
sido con alguien que quizá se ha tomado demasiadas libertades, con
un extranjero que, además, es un infiel. Sé que la paciencia de
quien manda esta casa llega al límite. Mucha gente de mi pueblo no
hubiese aguantado tanto, puede creerme. Por eso mi agradecimiento es
doble, señora Luzyd. Espero poder pagarle alguna vez todo lo que han
hecho por mí.
-Usted
no tiene que pagar nada, señor Yoshbaz. Y, no se preocupe por mi
marido, créame, aunque no lo parezca, es más bueno que el pan. Pero
no corren los mejores tiempos, y no lo digo por estas nevadas sólo.
Hay muchos recelos para con los extranjeros y más, usted me
perdonará, si tienen la piel más oscura que la nuestra y si,
encima, adoran a Alá...
Guardaron
un triste silencio durante un buen rato. La abuela guardó sus agujas
y se levantó de su mecedora.
-Es
muy tarde. En pocas horas amanecerá y esta noche vienen los Reyes
Magos. Voy a colocar cuatro cositas que tengo en el árbol del salón,
por poco que sea, siempre hace ilusión...
-Buenas
noches, señora. Que descanse y que esos Reyes sean más magos que
nunca y se porten con usted como merece.
Allí
lo dejó, en su estera, cubierto con su maravilloso manto de
harishari, y se dirigió a la alcoba. El abuelo esperaba, pese a la
hora, despierto. Ella lo sabía y no dudó en preguntarle.
-¿Qué
temes, Gahix?
-Te
mentiría si te dijera que no he tenido turbios pensamientos -confesó
el abuelo -. Pero son tantos los años que llevo contigo, tanto lo
vivido, te he visto tejer tantos cuentos en los crudos inviernos, te
he observado repartiendo tanta felicidad, y no sólo con tus dulces,
que sólo puedo avergonzarme, no ya de haber considerado estar
celoso, sino de haber pensado expulsar a ese pobre hombre de la casa,
Luzyd. Puede quedarse cuanto quiera.
-No
te avergüences, sabía que no lo harías. Además, tus celos me
halagan. Pero, no sé, tengo el presentimiento de que no se va a
quedar demasiado.
-La
verdad, mujer, empiezo a preocuparme. Mañana propondré racionar los
víveres que nos quedan. Y... –la voz del abuelo sonaba muy grave-
... tenemos un problema con la leña, Luzyd. Apenas hay para unos
días y, si no remite este terrible frío... el hambre podremos
aguantarla, pero el frío... tendremos que empezar a quemar cosas.
-Duerme,
Gahix, no le des más vueltas y confía en la providencia.
El
día siguiente llegó cuando apenas el abuelo había conseguido
juntar los ojos de tan preocupado como estaba. Por eso apuró el
descanso, no había ninguna prisa por levantarse, estaban encerrados
y lo poco que había de faena podría esperar una hora más.
Cuando
mis abuelos bajaron a la cocina se encontraron a toda la familia
reunida desayunando en silencio. Parecían tristes.
-¿Qué
os pasa, esto parece un velatorio? Deberíais estar contentos, hoy es
el día de Reyes –les dijo la abuela.
-Se
ha ido –anunció la tía Dina.
-¿Yoshbad?
–preguntó la abuela, la tía Dina asintió.
-¿Pero...
cómo, cuándo? ¿Le habéis dicho algo? ¿Qué ha pasado? –preguntó
el abuelo –. ¡Morirá ahí fuera, tenemos que ir a buscarle!
-No,
esposo –le calmó la abuela –. Nada podemos hacer y, creedme,
tengo la sospecha de que nada tenemos que temer, Yoshbaz no es de
este mundo. No sé de cuál viene verdaderamente, pero de éste no
es.
El
tío Beñat explicó que nada sabían, que para cuando él había ido
a reavivar el fuego, apenas amanecido, ya no estaban ni el extranjero
ni su saco. La tía Agnessa añadió que había dejado algo: un
regalo.
-¿Un
regalo?
-Para
ti, madre. Está en el árbol. No parece gran cosa: un carrete de
hilo. Ah, y un sobre para padre.
-¿Qué
no parece gran cosa? –dijo la abuela, que había corrido a ver qué
había dejado – ¡El Harishari! Es el regalo más importante que
jamás haya recibido. Y fijaros que digo “importante”. ¿Qué te
dice en la carta, Gahix?
El
abuelo leyó la breve carta que había dejado. En ella repetía el
agradecimiento que le había expuesto a la abuela en la noche y le
decía al abuelo que siguiera confiando en ella y en las cosas
maravillosas que pronto les propondría, pues de esa fe podrían
depender sus vidas.
Y
así habría de ser, en efecto. La ola de frío no sólo no remitió,
se recrudeció en los días siguientes. Las predicciones más
pesimistas del abuelo empezaban a cumplirse. Impuso un racionamiento
estricto pero las reservas de madera bajaban sin remedio.
-Beñat,
Baldir, hijo, vamos a tener que salir. O conseguimos leña o
moriremos de frío en un par de semanas.
-¿Salir?
Aunque consiguiéramos llegar al bosque del piélago no podríamos
acarrear nada, padre. Tendríamos que ir atiborrados de ropa, ahí
fuera hace no menos de veinte grados bajo cero. Y ese viento es
matador.
-Lo
sé, hijo. Pero no tenemos otro remedio. Tenemos que intentarlo.
El
tío Beñat y Baldir asintieron compungidos. El abuelo tenía razón,
no tenían elección aunque, la perspectiva de salir ahí fuera no
era muy halagüeña. Entonces, habló la abuela.
-¿Para
cuántos días calculas que nos quedará leña, Beñat?
-Racionando
cuanto podamos y durmiendo todos juntos en la cocina, puede que
cuatro o cinco días calientes, quizá seis, pero los animales...
-Sacrificad
a los que veáis que no van a aguantar y dadme esos días para
tejeros algo muy especial. Y tened fe, si no, nada podremos hacer.
Todos
la miraron con la lógica sorpresa. Pero la respetaban demasiado como
para tomarse a broma sus palabras. Por si acaso, el abuelo las
refrendó.
-Haremos
lo que dice Luzyd. Sólo la fe que ella nos pide y nos pedía Yoshbaz
y... un milagro nos salvarán.
La
abuela tomó el carrete de harishari que le había dejado Yoshbaz,
sacó sus agujas y se sentó en su vieja mecedora. Desde ese momento,
y durante tres días y tres noches, estuvo teje que te teje, sin
parar de contar historias, como hacía siempre, a todos la familia,
sentada en derredor de ella para aprovechar el calor.
Todos
acabaron maravillados, no sólo de las fabulosas historias de mi
abuela, sino de aquel pequeño carrete de donde el precioso hilo
había ido saliendo sin parecer tener fin, posibilitando que, al cabo
de los tres días de agotadora labor hubiese, sobre la mesa de la
cocina, tres maravillosos trajes de harishari. Parecían, a simple
vista, tres trajes de guerrero. Eran semejantes a esas mallas que los
caballeros de los torneos medievales llevaban debajo de las
armaduras.
-¡Ponéoslos!
–les ordenó la abuela con voz fatigada – y no receléis de su
escaso peso. Ponéoslos y salid en busca de leña. El que no crea que
le va a proteger del frío que ni lo intente, no sería capaz ni de
moverlo, concluyó. Y se quedó dormida, exhausta, en la mecedora.
El
abuelo no dudó ni un segundo, tomó uno de los trajes y se lo
enfundó sin problemas. Su hijo Baldir le secundó rápidamente.
-Es
suave y liviano como una hoja, qué maravillosa sensación –dijo
éste, el tío Beñat les miraba, indeciso.
-Vamos,
Beñat, te necesitaremos, manejas el hacha mejor que nadie.
Beñat
se acercó a la mesa a regañadientes. Le parecía increíble que
algo tan fino les protegiera de aquel terrible frío pero no quería
discutir a su hermano mayor. Sin embargo, cuando trató de levantar
la tela, le resultó imposible. Pesaba como si fuese de hierro
fundido. Beñat se cubrió de vergüenza y abandonó la estancia,
maldiciendo en voz baja.
-Está
bien, iremos los dos –anunció el abuelo, cabizbajo por su
hermano-. Cubrid a Luzyd con el traje sobrante y estad atentos a
nuestro regreso, quizá tengamos que dar varios viajes.
Y
así lo hicieron. Pero, la magia de la ropa que portaban sólo servía
para protegerles del frío, no para acercarles el bosque. Caminar por
la nieve hasta allí, esquivar los fuertes vientos, cortar la madera
y cargarla era tarea más ardua de lo que el abuelo había previsto.
Por supuesto, mucho más para sólo dos personas y, además, Baldir
era demasiado joven. Las horas pasaban y el trabajo no cundía lo
necesario.
La
tía Dina se dio cuenta de ello.
-Tardan
en volver. Creo que necesitan ayuda. Yo me pondré ese traje sobrante
–dijo, dirigiéndose hacia la mecedora donde seguía la abuela
descansando.
-¡No!
–tronó el tío - ya he hecho demasiado el tonto desde que empezó
este interminable temporal. No dejaré que mi cerrazón acabe con
esta familia. Ve a buscar mi mejor hacha, la de las ferias, Agnessa.
Tú ayúdame a ponerme ese traje, Dina –ordenó el tío Beñat. Y,
sorprendentemente, la misma prenda que antes no pudo ni mover, ahora
se acoplaba a su cuerpo como un guante de seda.
El
tío Beñat era, según aseguraba el abuelo Gahix, el mejor leñador
de la región. Y, con la rabia que tenía aquel día a causa de su
propia tozudez y fanatismo, contó mi abuelo que, si no le llegan a
parar, hubiese talado todo el bosque del piélago en dos días.
El
caso es que, gracias al regalo de Yoshbaz el Molhey, al tesón de la
abuela Luzyd y a la fe de todos, consiguieron salvar aquel terrible
invierno que aún en la aldea recuerdan los más ancianos. Ese mismo
año, Beñat dejó la casa para hacerse marinero. Antes de embarcarse
por primera vez, le regaló a la abuela la cajita de moregur que él
mismo talló con sus prodigiosas manos. Allí guardó mi abuela,
desde entonces, el harishari”
-¿Moregur?
–inquirió Yeiriam, un poco triste porque intuía que el cuento se
acercaba al fin.
-Sí,
cariño. El moregur es un árbol rarísimo, su madera es de color
violáceo. Es absolutamente impermeable y muy dócil al punzón, al
formón y a las herramientas del ebanista. El tío Beñat le talló a
la abuela, en esa cajita, el hermoso sol lunado que simboliza nuestro
apellido por arriba y dos hachas cruzadas, en recuerdo de los hechos
de aquel invierno, en la parte de abajo.
-¿Y
dónde crece ese moregur, mamá?
-Lejos,
lejísimos, Yeiriam. El tío le compró un tronco a un mercader
gabonés en una de sus muchas visitas al gran puerto de... pero,
bueno, bueno, eso es otra historia, brujilla. ¿Te ha gustado el
cuento? –la hija asintió, sonriente - Anda, guarda las madejas y
las agujas en la alacena, voy a preparar la comida, tu padre llegará
de un momento a otro.
La
niña recogió los utensilios de punto de Davianna y se dispuso a
colocarlos según le había ido enseñando. Las madejas, por colores,
en la parte de abajo; el delantal con tres bolsillos, en la balda de
los manteles; las agujas, en el cajón que separaba los cuerpos de la
alacena; el cestito con los hilos de colores, tijeras y dedales en la
balda central junto al bote de parches y la caja de madera violeta
tallada que siempre estaba ahí y que nun...