miércoles, 11 de mayo de 2011

El pintor (I)

Sólo ella ha leído, hasta hoy, este viejo cuento que, por fin, animado por la maravillosa primavera que explota delante de las ventanas del desván y por la propia Lucía, me he resuelto desempolvar. No serán demasiadas entregas: las justas para no fatigar en exceso vuestra paciencia, fomentar la poca intriga y ofrecerme el tiempo necesario para estropearlo con nuevas correcciones mías y mejorarlo con sus odiosamente acertadas insinuaciones...


Me detuve un par de minutos contemplando el cuadro que hacía más de diez años me había regalado. No tenía la ingenuidad de un Rousseau, pero recordaba en muchos aspectos el trazo colorido del aduanero francés. Luciano Ponte me lo obsequió poco antes de que yo le confirmara que no le amaba, no ya porque yo no fuese homosexual, sino porque no estaba seguro de poder amar a nadie. Aquella noche me dijo, sin intención sentenciosa alguna, que yo sentía eso seguramente porque amaba demasiado. En ese momento valoré casi más la frase que la tela que me entregaba y a la que, con el paso del tiempo, he ido tomando un aprecio mayor del que siempre he querido reconocer.

Luciano me había llamado dos días antes. En su voz reconocí la calma que encubría una desesperación extraña. No dudé demasiado en decirle que sí, que acudiría tan pronto como acabara dos asuntos peregrinos que me ocupaban. Solía visitarlo un par de veces al año, como mínimo, en su retiro de pintor sin fama aparente. Pero las apariencias engañan con más frecuencia de la que creemos.

No citaré el nombre del maravilloso pueblo del sudoeste que albergaba su estudio y la enorme y antigua casa donde desde hacía casi quince años había encontrado algo más que un remanso creativo. Ojalá que nunca se vea detallado en ninguna guía del turismo rural tan en boga y que sus calles, ancladas en algún año del siglo quince, sigan ajenas al ajetreo mercantil que tanta riqueza tiene ya deteriorada en el patrimonio artístico de este país. Los otoños allí son un placer que me subyuga y al que no he querido renunciar desde hace tiempo.

Llegué en taxi desde la estación de trenes de la capital de la provincia, a unos treinta kilómetros de carretera serpenteante y ascendente, un miércoles de abril. Luciano estaba en el porche, sentado en el balancín, fumando y mirando la sierra de enfrente como si los ojos se le hubieran quedado clavados en algún punto del hermoso paisaje. No salió a recibirme, ni siquiera se levantó cuando alcancé la entrada de la casa. Me sonrió triste y me indicó la botella de vino que estaba sobre la mesa de roble tallada. Había también algo de comer.

‘El viaje bien, gracias’, le dije a modo de saludo. Me serví un vino y me quedé mirándole. Apuraba el cigarrillo con ansia, los ojos le brillaban, no podía asegurar si a causa del llanto o del vino. Tenía un aspecto extrañamente desaliñado en él, pulcro hasta cuando trabajaba con los pinceles. No quise romper el silencio, a mí nunca me han resultado duros. Además, estaba claro que lo que menos hubiese agradecido en esos momentos hubiese sido una conversación baladí. Saboreé mi rioja y encendí también un cigarrillo.

En alguna parte he oído o leído que el asesinato es siempre algo personal, hasta cuando es de encargo. Lamento no tener la fortaleza moral suficiente para condenar algunos crímenes, en el caso del que cometió mi amigo Luciano, llegué a aplaudirlo sin rubor. Lo malo es que, aún escapando a la justicia, el asesino lleva siempre la condena en el propio crimen cometido. No dudo que el pintor estaba pagando ya el hecho de haber tirado a su amante de lo alto de la muralla de un hermoso castillo que tampoco quiero describir ni ubicar.

(continuará...)

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