¡Hay tanta nieve...! Llevo diez días encerrado en casa y, de ellos, más de seis sin aparecer por el desván. La ventisca del viernes pasado sopló con tanta violencia que hizo añicos uno de los cristales. No había quien parara aquí y hoy, cuando he subido, luego que Jacinto haya podido arreglarme la ventana que mira al páramo, me he encontrado con otra de las malévolas limpiezas que Lucía perpetra en mi mesa. Como siempre que esto ocurre, me ha dejado un silencioso mensaje encima de su habitual pulcritud: un añejo poema estival. ¿Cómo sabrá Lucía ponerle siempre la guinda a ciertos momentos con tanto acierto? En los próximos días, seguramente, no encontraré nada en toda esta simétrica organización. No importará, claro, porque toda la belleza de este tiempo en la clausura de chimenea y lecturas me había llevado a la nostalgia de los tórridos veranos en brazos de Victoria, a quien iban dedicados los ripios recuperados. ¿Qué alimenta las nostalgias?
Antes del incidente del cristal trabajaba en unos cuantos poemas, hallados en una curiosa publicación de Trieste; quiero pensar que son de Kasher. La mesa, como siempre, era un caos de recortes y revistas. Ahora, los unos están a la derecha, guardados en una funda transparente, sobre las otras, conveniente apiladas. Y, sobre todos ellos, estaba este poema que no sé de dónde ha rescatado el plumero de Lucía. Está caligrafiado con pulso casi adolescente en una hoja de papel cuadriculado que amarillea levemente por los bordes. A mí no me gusta tanto como sospecho que a Lucía. Pero no puedo dejar de obedecer, ni de pensar que, hace siglos, hubo una Victoria. Los versos, es cierto, merecían el olvido; Victoria no.
El sol se duplica por los campos helados, deslumbrando. Me he acercado a la ventana reparada y allí, tonto él, estaba Satán, adormilado. Me he sentado a su lado e, ignorando su cotidiana indiferencia, le he leído el poema con la misma entonación de los años del colegio...
Salíamos al encuentro de la tarde,
el sol fraguaba en mosquitos y hormigueos
y en el trigal que buscaba el horizonte
la amapola mecía su ardiente gineceo.
Las niñas andaban, mansas, a la escuela
a la tenue luz de la hora de solfeo,
había tortuosos imanes por la ropa
y aceros muertos del ansias del deseo.
Tanto espacio que vagamos una vida
para concluir en un tímido escarceo
por detrás del agua presa de los juncos
que un beso abrían en cada balanceo.
Era tan sencillo amarte y darte alas
que temí quedarme en blanco titubeo
y no acertaba a recorrerte casi
y casi me asfixio en puro galanteo.
Salíamos por los rumbos de la tarde,
el viento dormía en brazos del poleo
alzando el agrio violín de las chicharras,
pintando en tu pelo un leve bamboleo.
Al fin, un río de sales sudorosas
y aquel miedo a despertar si no te veo,
deslumbrado por la luna recién hecha
y el aliento derrotado que aún rastreo.
Salía de ti con mucha parsimonia,
con alma de oruga y ojos de mareo,
en aquel día que fuiste, más que hermosa,
liviana ala de un litúrgico aleteo.
4 comentarios:
Precioso. Cosas así te dicen que todavía existen personas en busca de pequeñas respuestas. Gracias por cómo las cuentas y más por todo lo aprendido. errata.
Yo pienso que las nostalgias se alimentan del hambre misma, de la voracidad insaciada e insaciable o del hambre-deseo que acomete a los haítos durante las siestas apacibles.
Por otra parte... ¿por qué no "Victoria, otro frac-paso"? :)
Eso digo yo... ¿y por qué no? Todas las Victorias que conozco tienen algo especial, tanto como para hacer este camino deseable, sin fracasos...
Por otra parte... son deliciosos estos comentarios anónimos que tan bien conozco... Que sigan... ;-))
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