viernes, 14 de noviembre de 2008

El harguix (II)

2.

Los runenaos tienen en la hospitalidad, más que una característica, una obligación. Piensan que su fuerza crece siendo amables con el que llega. Tal vez en ello radique su independencia secular. Todas las invasiones han pasado de largo. No aprecian el concepto de raza y si entre la población no hay más muestras de mestizaje, quizá sea debido al motivo mismo por el que no han sido conquistados: no se trata de un terreno donde, a primera vista, apetezca quedarse. Es, sin embargo, un país que ofrece múltiples sorpresas.
Aunque aquellos territorios son más bien áridos, para Silvian fue, desde el principio, un paraíso. El amanecer del día lo encontraba siempre cargando su invariable mochila, hurgando en las primeras estribaciones del monte Err, el más cercano a la ciudad. Iba recopilando vegetales desconocidos para él, apuntando en sus libretas la relación de las especies conocidas que no esperaba hallar en esas latitudes y reconociendo otras de las que sólo tenía la noción ofrecida en los tratados del mentado Delisle y los de Gregorius Kobekzi, los únicos botánicos que, hasta entonces, se habían aventurado a llegar a paisajes tan remotos.
Su fiebre botánica era algo que yo esperaba y, por eso, no hizo falta planear nada. Yo me dediqué, de inmediato, a tratar con la la gente y, así, de paso, a investigar el mito del harguix. Si no se podía decir que alcanzara a ser una palabra tabú, se podía asegurar que no era un tema que a los runeanos les complaciera tocar. Yo notaba en ellos que la mención de la planta les hacía cambiar el gesto mostrando, si no disgusto, sí una especie de extraña tristeza.
Al cabo de diez días, aun sin acercarnos al objetivo principal del viaje, habíamos logrado varias cosas. Por un lado, la colección de semillas y curiosos helechos florados recolectados por Silvian; por el otro, un montón de esbozos de leyendas y un nombre: Szu Yakün. Todas mis pesquisas acababan en él. No había que ser un lince para relacionarlo con el famoso chamán citado en la obra de P. L. Delisle. Supuse que se trataría de su biznieto, cuando menos. Pero debería esperar para confirmarlo pues no me atreví a preguntar su edad y, por otra parte, el presunto sabio estaba fuera de la ciudad. Lo peor era que, según las buenas gentes de Aln, nunca se sabía cuándo iba a reaparecer.
Ruf, el dueño del hostal donde recalamos, fue mi mejor cómplice desde el principio de nuestra estancia. Era un hombre maduro que llevaba el negocio con pulcritud y parsimonia. Aunque su casa gozaba del aval añadido de la estrategia geográfica, pues sólo hay un camino para entrar a Aln, nunca había querido aprovechar la circunstancia para tratar de medrar. Puedo asegurar que la sabiduría de Ruf residía en su buen conformar. De él escuche hermosas leyendas que, si el tiempo que me ha sido concedido lo permite, adornarán este libro. También me enseñó a fumar Guned en un silencio más hermoso que los atardeceres malvas de aquel otoño junto al Err.
Le conté mi inquietud acerca del incierto regreso del chamán, informándole de que podíamos permanecer algún mes más en los alrededores de las Turesas, pero que sabíamos que era un viaje que tenía un tiempo finito. No por mi acompañante, claro está. De haber dependido de él  nos hubiéramos quedado allí por años. Le dije a Ruf que si en unas cuatro o cinco semanas Szu no ofrecía signos de aparición, empezaríamos a preparar la vuelta.
-Szu nunca da signos de aparecer. Aparece, sin más. Del mismo modo que, hace tres meses, desapareció. Su magia es ésa. Cuando alguien le busca de verdad, le encuentra; pero, sólo si de verdad le necesita.
-¿Y qué debería  hacer, Ruf? –le pregunté, aceptando su pipa de perfumado Guned. Yo sabía que no habría respuesta hasta apurarla. Tuve la paciencia necesaria para esperar envuelto en un silencio donde el aroma hablaba por nosotros.
-Ruf tiene razón, Ludovic –la voz de Silvian nos sorprendió desde la puerta del hostal –cuando le necesitas, aparece.
No necesitaba preguntarle para saber que había estado con el chamán. Ruf comenzó a preparar otra pipa. Intuía, sin duda, que nuestra estancia en Aln tenía los días contados. Era la misma pipa que aún conservo y en la que, todavía hoy, fumo la especia fragante que me ayuda a acortar las solitarias tardes en este hermoso norte donde tanto he amado. Todavía Silvian cultiva el Guned necesario para fumarlo todo el año. Hizo acopio de las semillas precisas durante aquel lejano viaje. Se trajo otras cosas también, como me contaría durante el viaje de regreso al puerto de Esteazil donde tomaríamos el barco que, en teoría, nos traería a casa y que, en realidad, nos acabaría llevando a una aventura que merece otras páginas y otro tono.





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