Llegué hasta el cruce
de las zorreras
caminando al azar,
allí, una soledad amarilla,
pero amarilla amarilla,
resultaba tan hermosa
que le daba la espalda
a la desolación.
Los caminos centelleaban,
el silencio era útil
y también amarillo,
pero amarillo amarillo,
digamos que había un olivo aquí,
algún eucalipto allá,
dos o tres hermosos chaparros
en delicado desorden,
todos esos cardos hermosísimos
que jalonan los caminos de polvo
en los veranos
de mi sur.
Y un chozo a la derecha
como un punto
de dulzura en la memoria.
Un lugar delicioso
para matarse los valientes…
Los valientes, repito…