En los confines más secretos del bosque de Lymm O' Nadd, los famosos monstruos conocidos como Oriskus se han quedado sin el solaz lúdico de los mediodías. Uno de sus líderes, Robin, a quien conocen como Robin Jooood... , porque dicen que es un quejica impenitente, ha decidido no prestarse más a ser la diana de sus dardos, saetas y flechas. Los Oriskus no acaban de entender tanto enojo por parte de Robin, pero el hecho consumado es que desde el jueves pasado, fiesta patronal en Lymm, no ha aparecido por el calvero del riachuelo, que es donde montan sus competiciones de arqueros viciados. El jefe del clan de los Melo, sir P.O., asegura que le vio alejarse bramando y quejándose, argumentando cosas como que «¡Jooodeer! con esta caterva de temblorosos estoy perdiendo vista a pasos agigantados» o «¡por todos los zumos del gran Z. Ythron, tienen mala puntería de narices! ¡Joooderr!» Mi hermano, sin ir más lejos, le vio ayer internándose en la parte de la montaña del oeste, donde están los temidos clubes de monstruos facinerosos y pendencieros y, sorprendido con su relateo incesante, le sacó la foto que veis. Claro, la consecuencia más cercana la sufrirán en breve los niños del condado Nemoroso, pues los Oriskus, sin su ración de juegos habitual, en las noches se convierten en dos, e incluso tres, veces más terribles que de costumbre...
jueves, 31 de mayo de 2007
lunes, 28 de mayo de 2007
viernes, 25 de mayo de 2007
Piztiak piztu...
Claro que, puestos a elegir, no puedo ocultar cierta debilidad por todos esos entrañables monstruos que crecen de los borrones que se le escapan a mi pluma. Suceden siempre en el breve desvarío que me provocan algunas ensoñaciones y se alzan chillones y divertidos. Consiguen asustarme lo justo como para que la ensoñación se evapore en otra ensoñación, la de admirar cómo van desapareciendo en su remolino de burbujeantes añiles, evocadores sepias y plácidos lilas mientras, no me pregunten cómo, alguna nueva idea para alguno de mis disparates se ha puesto en marcha para mal de lápices y cartulinas...
miércoles, 23 de mayo de 2007
Mis monstruos favoritos (I)
Maytt Emin Dutt, el viejo monstruo de la zona de la frontera está triste. De hecho, por la comarca de las minas de uranio y los campos de la Peña hace algún tiempo que le echan de menos. Dicen que el alcalde de Lumbrales ha mandado una queja al S.U.S.T.O. (Servicio Universal de Seres Terroríficos, Obscuros y Sorprendentes) porque Maytt hace días que no cumple con su cometido de asustar a los niños que no comen, o no estudian, o no obedecen, o a los campistas que lo dejan todo perdido en las salcedas del río, o a Leonardo, el recalcitrante ladrón de gallinas de Saelices...
Pero resulta que Maytt está triste, desconsoladamente triste, inmensurablemente triste. Y no sólo no tiene ganas de andar por esos caminos y esas aldeas dando sustos a diestro y siniestro, como es su fama. Es que, además, se podría decir que por ahí, por lo de dar sustos, es por donde le sobrevienen todas sus cuitas al pobre Maytt Emin Dutt.
El caso es que su amada, adorada, venerada e idolatrada Lilhu R. Agarri, aspirante desde hace apenas sesenta años a Ser Benefactor, le ha abandonado porque no soporta que asuste a los niños pequeños que ella protege de incógnito, como ordena su cargo. Han mantenido durante décadas una entregada relación que se ha visto truncada, de golpe y porrazo, hace unos días, cuando ella le comunicó que lo sentía pero que «se le partía el alma cuando escuchaba los llantos de Adrián, o de Lorena, o los gemidos acongojados e hiposos de la pequeña Silvia». Porque, hay que reconocerlo, el viejo Maytt, no tiene precio como asustador. He oído que va de antro espectral en antro espectral, llorando una lágrima cada noche, mirando el retrato que se hicieron juntos en un fotomatón de la Ciudad, una inolvidable madrugada, sin dejar de trasegar litros del amargo, humeante y adictivo elixir de la mandrásella.
Y ¿quién le explica que ella está equivocada y que precisamente sus sustos son necesarios para que ella exista? ¿Para qué, si no hay malos momentos ni posibilidad de desgracias, son necesarios los seres benéficos? ¿Quién le explica que en el fondo de la más enorme alegría se esconde siempre algún miedo, más o menos grande? ¿Y quién le cuenta que, pese al mal trago que pasa,pese al susto que está viviendo, no existen seres benefactores que se ocupen de los pobres monstruos enamorados?
Pero resulta que Maytt está triste, desconsoladamente triste, inmensurablemente triste. Y no sólo no tiene ganas de andar por esos caminos y esas aldeas dando sustos a diestro y siniestro, como es su fama. Es que, además, se podría decir que por ahí, por lo de dar sustos, es por donde le sobrevienen todas sus cuitas al pobre Maytt Emin Dutt.
El caso es que su amada, adorada, venerada e idolatrada Lilhu R. Agarri, aspirante desde hace apenas sesenta años a Ser Benefactor, le ha abandonado porque no soporta que asuste a los niños pequeños que ella protege de incógnito, como ordena su cargo. Han mantenido durante décadas una entregada relación que se ha visto truncada, de golpe y porrazo, hace unos días, cuando ella le comunicó que lo sentía pero que «se le partía el alma cuando escuchaba los llantos de Adrián, o de Lorena, o los gemidos acongojados e hiposos de la pequeña Silvia». Porque, hay que reconocerlo, el viejo Maytt, no tiene precio como asustador. He oído que va de antro espectral en antro espectral, llorando una lágrima cada noche, mirando el retrato que se hicieron juntos en un fotomatón de la Ciudad, una inolvidable madrugada, sin dejar de trasegar litros del amargo, humeante y adictivo elixir de la mandrásella.
Y ¿quién le explica que ella está equivocada y que precisamente sus sustos son necesarios para que ella exista? ¿Para qué, si no hay malos momentos ni posibilidad de desgracias, son necesarios los seres benéficos? ¿Quién le explica que en el fondo de la más enorme alegría se esconde siempre algún miedo, más o menos grande? ¿Y quién le cuenta que, pese al mal trago que pasa,pese al susto que está viviendo, no existen seres benefactores que se ocupen de los pobres monstruos enamorados?
martes, 15 de mayo de 2007
Terco torpe
...Lo más pequeño
...se anuncia, enorme,
...en los párpados de un árbol.
...Adoro, tú sabes, los tejos
...pero, cuando los dibujo,
...sólo consigo un entusiasmo
...de felices alerces,
...o quizá fosforecer
...un arrebatado abedul.
...He estado enredando en su sombra,
...he estado anúdandome a su tierra,
...he querido envolverte
...de la magia viva
...de los cuentos que auspició
...desde la primera rama
...hasta la punta de mi lápiz
...menos fructífero, lo sé,
...más empeñado...
...Me gustan los tejos,
...que crecen siempre con esa soledad
...más allá del bosque que los rodea.
...Cada tejo es un bosque,
...pero sólo sé dibujar
...olmos y álamos
...que bailan en el viento.
...Y tú no sabes enfadarte por eso,
...es cuanto necesito
...para seguir dibujándolos.
...se anuncia, enorme,
...en los párpados de un árbol.
...Adoro, tú sabes, los tejos
...pero, cuando los dibujo,
...sólo consigo un entusiasmo
...de felices alerces,
...o quizá fosforecer
...un arrebatado abedul.
...He estado enredando en su sombra,
...he estado anúdandome a su tierra,
...he querido envolverte
...de la magia viva
...de los cuentos que auspició
...desde la primera rama
...hasta la punta de mi lápiz
...menos fructífero, lo sé,
...más empeñado...
...Me gustan los tejos,
...que crecen siempre con esa soledad
...más allá del bosque que los rodea.
...Cada tejo es un bosque,
...pero sólo sé dibujar
...olmos y álamos
...que bailan en el viento.
...Y tú no sabes enfadarte por eso,
...es cuanto necesito
...para seguir dibujándolos.
lunes, 7 de mayo de 2007
Toda una vida
Treinta y dos años después seguía pasándole lo mismo. Habían pasado tres vidas, cinco hijos y algunas soledades y seguía pasándole lo mismo cada vez que la veía. El mismo pálpito en las sienes, el mismo ahogo absurdo. Ella escapaba al tiempo, a esos treinta y dos años de entrar y salir de su vida como si estuviera en una película del cine mudo. Un día tendría que acercarse a ella y decirle «Hace treinta y dos años y no sé cuántos días que nos conocemos... ¿que cómo lo sé? por lo mismo que ahora te estoy contando que hace tanto y tanto tiempo que nos conocemos, que nos saludamos cuando hemos coincidido en las filas del cine, del teatro, del supermercado o del colegio, o cuando nos hemos ido cruzando mientras bajas por la calle Aragón desde tu oficina de la empresa de seguros que está en el número 36 y yo subo desde la mía, que se abre en la esquina con Magallanes, o sales de la charcutería de Bittori o entro en la tienda de fotos. Lo sé porque hace treinta y dos años y pico, a finales de junio, salías del salón de actos del instituto en el que acabábamos COU y a ti se te cayó el diploma que acababas de ganar y yo te lo recogí y te di la enhorabuena y me sonreíste con una sonrisa que aguanta aquí, inmaculada, casi treinta y tres años, Leire. Porque sé tu nombre desde aquel día en que te llamaron al estrado para felicitarte por ser la mejor estudiante del instituto Trueba de aquel curso y escuché tu nombre y te vi llegar, aplaudiéndote desde el mismo escenario donde había subido, unos minutos antes, gracias a mi humilde quinto puesto, que no me sacaba del anonimato pero me ha hecho acreedor a casi treinta y tres años de saludos sin palabras y sin sentido...» Todo eso tendría que decirle, sí, y decirle más, decirle su nombre, por ejemplo y decirle, saliendo de su congoja de más de tres décadas que a todo ese tiempo de inexplicable relación sin palabras quisiera ponérselas todas de golpe, contarle en tres o cuatro días esas tres vidas, sus soledades, sus hijos y los de ella. Y cómo treinta y dos años después seguía pasándole lo mismo cada vez que la veía, cómo le detenía la sangre el mismo pasmo absurdo, el mismo pálpito acelerado en las sienes, plateadas sienes ya... Como hace un minuto, cuando ella ha salido de la zapatería que hay en los arcos de la plaza y le ha saludado desde lejos con ese gesto de las cejas y la eterna sonrisa. Y la ha seguido, disimulando torpemente, hasta la puerta de los cajeros automáticos que están en la otra punta de la misma plaza y se ha dispuesto a sacar un dinero que no precisaba en uno de los cuatro dispensadores que hay allí, mientras ella lo hace en otro al lado, el más grande. La mira de reojo y la ve dudar y piensa que es el momento, que se le va a acercar y decirle su nombre y todo eso que siente desde hace treinta y dos años largos. Y ella, que parecía enredada con la tarjeta de crédito, se vuelve de súbito y, antes de que él tenga tiempo siquiera de abrir la boca, le pregunta: «Oye, Diego, ¿tú sabes cómo se hace para sacar entradas para el teatro con la tarjeta?»
jueves, 3 de mayo de 2007
Asuntos pendientes
La ciudad no había cambiado tanto en los últimos dieciséis años como para que se le hiciera extraña. Seguía manteniendo ese profundo desencanto de las ciudades industriales venidas a menos. No añoraba sino la silueta de algunas fábricas y quizá le desconcertó la nueva distribución del tráfico en el centro. En su barrio, por contra, todo se aferraba al mismo olvido en el que había estado sumido los treinta años anteriores a su entrada en la cárcel.
Encontrarse las mismas caras, los mismos bares, el estanco de Cristóbal y a Tina en la panadería, le propusieron un cierto desahogo a su ánimo carcelario. Por otra parte, llegaba con la consideración del héroe injuriado y los primeros días anduvo de agasajo en agasajo, eludiendo invitaciones y ferias exageradas hasta que todo volvió a la normalidad que tanto deseaba.
Nadie le hablaba de su mujer ni del asunto que le proporcionó una estancia tan larga en la galería 3 de la remota penitenciaria del sur donde, dicho sea de paso, las visitas de los aduladores de hoy habían sido inexistentes. Su mujer ya no vivía en el barrio, pero tampoco había abandonado la ciudad; otro barrio, menos modesto, en el paseo del río, albergaba su nuevo matrimonio con el director de la sucursal bancaria donde, hasta la separación, habían gestionado todos los asuntos desde que se casaron. No habían tenido hijos. Mejor.
Cuando ingresó, con una condena de treinta años, en la trena, era un hombre que apenas manejaba las letras y los números precisos para hacerse valer en su trabajo de encargado en las obras de cimentación que lo llevaban por el país, de norte a sur y de este a oeste, las tres cuartas partes del año. No recordaba haber leído un libro entero en su vida. Pero era hombre de aplomo y manos fáciles. Su ignorancia no le había impedido medrar en la empresa donde don Ernesto se fiaba más de sus indicaciones que de las de los niñatos que tenía que contratar a la fuerza, sólo porque un papel oficial les avalaba como geólogos.
En al cárcel había trabajo y lo pagaban, bastante bien para lo que había que gastar. Trabajó con gusto durante dieciséis años y al salir casi sintió vergüenza de lo que había ahorrado. Pensó en gastarlo todo en regalos para sus sobrinos, pero como no los conocía más que en fotografía, tuvo que conformarse con la tristeza de darle un montón de dinero a su hermano para que se encargara. Calculó lo necesario para unas semanas y el resto lo dilapidó en la poca familia que le quedaba: su hermano Salvador, su cuñada Leo y los dos chiquillos. Sus padres se habían muerto, uno detrás del otro, de la pena de ver cómo su hijo, un cacho de pan, se consumía en la cárcel. ‘De puro tonto’, se lamentaba su padre.
Sólo él y yo sabíamos que su libertad era un azar efímero. Porque aunque fui de los pocos que no le agasajó en el regreso, sí el único que, con una frecuencia que menguó con los años, le visitaba en el refectorio de la prisión. Los dos somos de pocas palabras, pero nuestra amistad viene de años de tapete y baraja y de miradas que son señas más falsas que cualquiera compinchada. Manuel, así se llama, olvidaré el apellido, me lo confesó sin que hiciera falta. No fui capaz de recriminarle nada, aunque comprendí que la venganza no era culpa en ese crimen que pasaría como pasó. Yo todavía no era consciente de que podía haberlo evitado.
- Voy a salir antes de lo que la gente se cree y la voy a matar, a ella y a su marido de ahora. –me había asegurado un día, con una convicción que debió haberme asustado.
Dieciséis años dan para muchas cosas, para otras no bastan ni dos mil. Manuel había querido a aquella víbora con una pasión que no dejaba otra salida. Yo sé que sólo era una paradoja del tenaz destino. Él acababa de cumplir dieciséis años por un crimen que todavía no había cometido. También sé que los veinte o más, quién sabe, que está redimiendo ahora, los cumple con un agrado que a mí, por lo menos, me desespera.
Su mujer, Victoria, que lo había engañado desde antes de su matrimonio, no esperaba nada parecido de su carácter menoscabado. Por eso cometió el error de no desaparecer. Manuel le regaló los dos tiros que dijeron en el juicio que le había dado hacía dieciséis años a su otro amante, guardó otros dos para el bancario que la ayudó en el plan; no pudo evitar cierta pena mientras apretaba el gatillo. Antes, había gastado otras dos balas por el camino, en una ciudad en la que había trabajado hacía años en la cimentación de una autovía. Sólo conocía al tipo por las concisas referencias que le había suministrado su compañero de celda durante años. Esperaba volver a verlo pronto pero no fue así, la nueva condena no la cumple en el penal del sur.
Ahora le visito en una penitenciaria del norte, cercana al mar. Para los presos es una tortura ese rumor de ola incansable, el perfume picante del salitre en las celdas, la presunción perturbadora de la playa, la algarabía irrefrenable de las gaviotas. Manuel es, puedo asegurarlo, feliz.
Hace dos semanas estuve con él, le llevé el libro de Faulkner que me había solicitado, mi estupor al entregárselo le hizo sonreír. Le llevaba también, no sin vanidad, un ejemplar de mi último libro de relatos.
- Ya lo he leído. -me dijo, repitiendo la sonrisa- Cuando estaba en la otra prisión, llevaría unos siete años, me trajeron un compañero nuevo de celda. Un tipo cojonudo. Es abogado y su socio le había sirlado la mujer y medio negocio. Les pegó cuatro tiros pero los dejó vivos. La mujer anda en silla de ruedas. Al socio lo maté yo antes de volver al pueblo...
Ese día habló por toda su vida. Me contó cómo su amistad con el leguleyo burlado fue creciendo hasta una intimidad que sólo se entiende en términos carcelarios. Fue aquél quien le inició en el hábito de la lectura. Mark Twain está en las bibliotecas de todas las penitenciarias, se cruzó en su camino hasta hacer de Manuel un lector compulsivo. La exigua relación de títulos que alberga la biblioteca de la nueva prisión se le quedará corta, estoy seguro. La lectura le procura una paz que libre se le hace imposible. Ahí dentro a los asesinos se les respeta, a un cuádruple asesino se le venera. Aunque en realidad sólo haya matado a tres.
- Ella me engañaba, me tiranizaba, me urdió un plan increíble para hacerme desaparecer con la ayuda de otro pobre ingenuo. Tenía algo de mujer fatal. ¿Has leído ‘Retrato hecho de humo’? -asentí mintiendo vergonzosamente-. Pero no la maté por venganza, era un asunto pendiente con el próximo incauto, con los próximos bobos. Al marido lo liberé de una futura desesperación. El otro tipo fue un favor personal para mi amigo de la celda 26. Pronto saldrá, esto no es para él, se mete en líos que le alargan la pena. Yo sé que nada más salir iba a ir a por él. Esta vez no iba a fallar y he querido ahorrarle otros veinte años que no sería capaz de cumplir.
Hablamos y hablamos. Yo sabía que no iba a regresar a visitarlo. Cogería un tren y desaparecería. Me despedí dándole unas gracias excesivas que no pudo entender porque no reuní el valor necesario para contarle que me había salvado, que yo era la próxima víctima de Victoria y que ya planeábamos deshacernos de Aníbal Aldama, el occiso bancario. Nunca le avisé a Victoria que Manuel le iba a cumplir el destino, yo no soy menos asesino. Mi propia miseria me impide el reproche moral. Le prometí un relato sobre su historia aunque en toda la charla nunca me confesó que mi libro le hubiera gustado. Le dejé sonriendo y manoseando los libros plácidamente.
En nuestro barrio no se extrañaron demasiado de lo que le hizo a su ex mujer, pero nunca entendieron que se declarara culpable de aquel otro crimen sucedido tan lejos. Circulan varias leyendas, este cuento no mejorará algunas.
Encontrarse las mismas caras, los mismos bares, el estanco de Cristóbal y a Tina en la panadería, le propusieron un cierto desahogo a su ánimo carcelario. Por otra parte, llegaba con la consideración del héroe injuriado y los primeros días anduvo de agasajo en agasajo, eludiendo invitaciones y ferias exageradas hasta que todo volvió a la normalidad que tanto deseaba.
Nadie le hablaba de su mujer ni del asunto que le proporcionó una estancia tan larga en la galería 3 de la remota penitenciaria del sur donde, dicho sea de paso, las visitas de los aduladores de hoy habían sido inexistentes. Su mujer ya no vivía en el barrio, pero tampoco había abandonado la ciudad; otro barrio, menos modesto, en el paseo del río, albergaba su nuevo matrimonio con el director de la sucursal bancaria donde, hasta la separación, habían gestionado todos los asuntos desde que se casaron. No habían tenido hijos. Mejor.
Cuando ingresó, con una condena de treinta años, en la trena, era un hombre que apenas manejaba las letras y los números precisos para hacerse valer en su trabajo de encargado en las obras de cimentación que lo llevaban por el país, de norte a sur y de este a oeste, las tres cuartas partes del año. No recordaba haber leído un libro entero en su vida. Pero era hombre de aplomo y manos fáciles. Su ignorancia no le había impedido medrar en la empresa donde don Ernesto se fiaba más de sus indicaciones que de las de los niñatos que tenía que contratar a la fuerza, sólo porque un papel oficial les avalaba como geólogos.
En al cárcel había trabajo y lo pagaban, bastante bien para lo que había que gastar. Trabajó con gusto durante dieciséis años y al salir casi sintió vergüenza de lo que había ahorrado. Pensó en gastarlo todo en regalos para sus sobrinos, pero como no los conocía más que en fotografía, tuvo que conformarse con la tristeza de darle un montón de dinero a su hermano para que se encargara. Calculó lo necesario para unas semanas y el resto lo dilapidó en la poca familia que le quedaba: su hermano Salvador, su cuñada Leo y los dos chiquillos. Sus padres se habían muerto, uno detrás del otro, de la pena de ver cómo su hijo, un cacho de pan, se consumía en la cárcel. ‘De puro tonto’, se lamentaba su padre.
Sólo él y yo sabíamos que su libertad era un azar efímero. Porque aunque fui de los pocos que no le agasajó en el regreso, sí el único que, con una frecuencia que menguó con los años, le visitaba en el refectorio de la prisión. Los dos somos de pocas palabras, pero nuestra amistad viene de años de tapete y baraja y de miradas que son señas más falsas que cualquiera compinchada. Manuel, así se llama, olvidaré el apellido, me lo confesó sin que hiciera falta. No fui capaz de recriminarle nada, aunque comprendí que la venganza no era culpa en ese crimen que pasaría como pasó. Yo todavía no era consciente de que podía haberlo evitado.
- Voy a salir antes de lo que la gente se cree y la voy a matar, a ella y a su marido de ahora. –me había asegurado un día, con una convicción que debió haberme asustado.
Dieciséis años dan para muchas cosas, para otras no bastan ni dos mil. Manuel había querido a aquella víbora con una pasión que no dejaba otra salida. Yo sé que sólo era una paradoja del tenaz destino. Él acababa de cumplir dieciséis años por un crimen que todavía no había cometido. También sé que los veinte o más, quién sabe, que está redimiendo ahora, los cumple con un agrado que a mí, por lo menos, me desespera.
Su mujer, Victoria, que lo había engañado desde antes de su matrimonio, no esperaba nada parecido de su carácter menoscabado. Por eso cometió el error de no desaparecer. Manuel le regaló los dos tiros que dijeron en el juicio que le había dado hacía dieciséis años a su otro amante, guardó otros dos para el bancario que la ayudó en el plan; no pudo evitar cierta pena mientras apretaba el gatillo. Antes, había gastado otras dos balas por el camino, en una ciudad en la que había trabajado hacía años en la cimentación de una autovía. Sólo conocía al tipo por las concisas referencias que le había suministrado su compañero de celda durante años. Esperaba volver a verlo pronto pero no fue así, la nueva condena no la cumple en el penal del sur.
Ahora le visito en una penitenciaria del norte, cercana al mar. Para los presos es una tortura ese rumor de ola incansable, el perfume picante del salitre en las celdas, la presunción perturbadora de la playa, la algarabía irrefrenable de las gaviotas. Manuel es, puedo asegurarlo, feliz.
Hace dos semanas estuve con él, le llevé el libro de Faulkner que me había solicitado, mi estupor al entregárselo le hizo sonreír. Le llevaba también, no sin vanidad, un ejemplar de mi último libro de relatos.
- Ya lo he leído. -me dijo, repitiendo la sonrisa- Cuando estaba en la otra prisión, llevaría unos siete años, me trajeron un compañero nuevo de celda. Un tipo cojonudo. Es abogado y su socio le había sirlado la mujer y medio negocio. Les pegó cuatro tiros pero los dejó vivos. La mujer anda en silla de ruedas. Al socio lo maté yo antes de volver al pueblo...
Ese día habló por toda su vida. Me contó cómo su amistad con el leguleyo burlado fue creciendo hasta una intimidad que sólo se entiende en términos carcelarios. Fue aquél quien le inició en el hábito de la lectura. Mark Twain está en las bibliotecas de todas las penitenciarias, se cruzó en su camino hasta hacer de Manuel un lector compulsivo. La exigua relación de títulos que alberga la biblioteca de la nueva prisión se le quedará corta, estoy seguro. La lectura le procura una paz que libre se le hace imposible. Ahí dentro a los asesinos se les respeta, a un cuádruple asesino se le venera. Aunque en realidad sólo haya matado a tres.
- Ella me engañaba, me tiranizaba, me urdió un plan increíble para hacerme desaparecer con la ayuda de otro pobre ingenuo. Tenía algo de mujer fatal. ¿Has leído ‘Retrato hecho de humo’? -asentí mintiendo vergonzosamente-. Pero no la maté por venganza, era un asunto pendiente con el próximo incauto, con los próximos bobos. Al marido lo liberé de una futura desesperación. El otro tipo fue un favor personal para mi amigo de la celda 26. Pronto saldrá, esto no es para él, se mete en líos que le alargan la pena. Yo sé que nada más salir iba a ir a por él. Esta vez no iba a fallar y he querido ahorrarle otros veinte años que no sería capaz de cumplir.
Hablamos y hablamos. Yo sabía que no iba a regresar a visitarlo. Cogería un tren y desaparecería. Me despedí dándole unas gracias excesivas que no pudo entender porque no reuní el valor necesario para contarle que me había salvado, que yo era la próxima víctima de Victoria y que ya planeábamos deshacernos de Aníbal Aldama, el occiso bancario. Nunca le avisé a Victoria que Manuel le iba a cumplir el destino, yo no soy menos asesino. Mi propia miseria me impide el reproche moral. Le prometí un relato sobre su historia aunque en toda la charla nunca me confesó que mi libro le hubiera gustado. Le dejé sonriendo y manoseando los libros plácidamente.
En nuestro barrio no se extrañaron demasiado de lo que le hizo a su ex mujer, pero nunca entendieron que se declarara culpable de aquel otro crimen sucedido tan lejos. Circulan varias leyendas, este cuento no mejorará algunas.
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