lunes, 14 de enero de 2008

Leire

Hace tanto tiempo que lo escribí que ni recuerdo en qué concurso alcanzó una mención (nada de dinero) que me ilusionó sobremanera, tal vez fuera en Andorra (Teruel), pero tampoco es importante. Lo que no olvido es que todas las playas, el espigón y el barrio de pescadores que aparecen son ciertos. Como cierto es que Leire existe con esa mirada y esa belleza de camaleón, aunque quizá con otro nombre.
Han pasado muchos años años desde que lo escribí (todavía duerme en alguna vieja carpeta el original manuscrito, el ordenador era una quimera todavía) pero lo cierto es que le tengo un cariño especial porque me descubrió que escribir (bien, mal, regular...) es algo con lo que disfruto más de lo que pensaba.
Aquí lo tienen, espero que lo disfruten y que vayan entreteniendo el tiempo que voy a emplear pensando qué hago con Rufino Tarrío y su legado en las catacumbas del manicomio.

LEIRE

Todo el mundo sabe que Leire es alta, de hermosura variable y aspecto soñoliento. A Leire le gustaba ir a perder las tardes de calor cerca del mar. La certeza de su proximidad le hacía sentirse bien. Acudía con su hermana Silvia, algo más baja, ya se sabe, más conversadora también. Jugaban a palas en la orilla, escuchaban música a poco volumen, charlaban tal vez, leían. Leire era caprichosa, en el sentido menos avaro del término. Por eso abandonaba de improviso la compañía de su hermana y, como sonámbula, paseaba por el muelle o se dejaba ir hasta el barrio de pescadores que se apretaba en el confín de la playa, en un risco imposible.
Leire no se podía prever, lo único seguro es que todo el día andaba medio difuminada en unos pensamientos que vaya usted a saber. Nunca había constatado el amor; para ella era como decir “un punto en el horizonte”. Quizá por ello se acercaba tan a menudo a la punta del rompeolas para dejarse cruzar la cara por los vientos. Prefería las tardes interminables de verano. Todo empezaba en la playa con su hermana. Silvia se había ido acostumbrando a terminar sola las jornadas; cuando la veía tomar el rumbo del espigón sabía perfectamente que podía recoger los bártulos cuando quisiera. Aquel corto paseo era para Leire una liturgia que se alargaba, en ocasiones, hasta el primer temblor de las estrellas.
Una de esas preciosas tardes en las que por el cielo andaban apenas tres graciosas nubes, blancas como barbas de dios griego, Leire le vio por primera vez. No hubo tanteo en las miradas y ella comprendió enseguida. Parecía como si tirara de ella con un cordel invisible. Casi tuvo que agachar la mirada y sufrió el pálpito de su corazón en las mejillas, en las yemas de los dedos, en la vena del cuello; sintió que muchos de sus sueños tomaban cuerpo y un nombre le rondaba en la cabeza. Era una magia sin sentido porque aquel hombre que tal vez era más alto que ella y seguramente más rubio no tenía nada que auspiciara un flechazo de tal magnitud. Además había pasado, no se podía negar, con un leve paso que anunciaba una tristeza enorme, sin mirarla, sin reparar siquiera en su presencia. Y llevaba una chaqueta verde que era una bonita incongruencia.
El rompeolas terminaba en una especie de mirador con bancales de piedra. Era un largo paseo sobre el mar, una pausa recta hasta el monumento del fondo. Leire acudía, desde que le vio, a diario a esperar su llegada; a soñar, seguramente. En ocasiones, él no venía y la tarde se consumía en una angustia inmóvil, como los algodoncillos clavados por los cielos del verano, como los barcos anclados lejos de la costa. Cuando aparecía, el hombre de la chaqueta verde casi siempre se colocaba frente al mar y le miraba como si le lanzara una pregunta sin posible respuesta. Leire lo amaba tanto que ya lo había bautizado porque todo indicaba que Alberto era el nombre perfecto; ella nunca tuvo dudas y así lo nombraba en su monólogo mudo.
A medida que avanzaba el tiempo Leire lo conocía cada vez mejor. No habían hablado nunca, sólo había un azar de inicuos roces con la mirada, nada serio, pero ella nunca tuvo dudas. En ese fondo marino, a veinte pasos de su gesto sereno, de su tristeza palpable, tan cerca, Leire lo modelaba sin titubeos. Lo creaba a su antojo, fabricaba una vida que necesitaba para un amor que se había encontrado antes de encontrarlo a él, un paso antes. Amaba su chaqueta verde, el movimiento de su pelo en la brisa del mar, su pose de lector empedernido, sus ojos buscando el mundo a través de la espuma que saltaba en las rocas sin cesar. Alberto era para ella un escritor famoso casi siempre; la idea del cirujano o la del piloto habían sido desechadas casi de inmediato. Profesor universitario era una posibilidad atractiva; en fin, por esos derroteros lo traía y lo llevaba.
Hasta los sueños tienen un límite y a Leire empezaba a dolerle este amor secreto, esta ilusión de a horas. Parece imposible que alguien con su belleza, su juventud y esa sutileza pueril domase su espíritu en una batalla tan impredecible. Pero Leire se definía así y sólo podía ser feliz en esa virtualidad. Alberto era una esponja de paso silencioso que la absorbía sin remedio. Leire necesitaba ya más que esa presencia a veinte o treinta pasos. Comenzó por renunciar a su hermana; Silvia se enojó pero fue más un despecho que una rabia en sí misma. Liberarse del capricho de Leire era, después de todo, un considerable descanso. Resultaba que Leire no estaba para nadie, planeaba dar el paso.
El verano se agotaba en hermosas tardes azules de lectura en el puerto. Alberto había terminado por ceder al calor y apareció sin la chaqueta verde de lana. Leire se alegró de poder gozar sus pálidos brazos, con un vello adolescente. Alberto era algo mayor que ella y siempre venía solo. Ella lo miraba furtivamente con el rabillo del ojo aunque, por lo general, le bastaba inventarlo sin siquiera verlo, sabiendo su presencia, leyendo el libro que leía, respirando la brisa que respiraba él; soñando.
Antes de acabar agosto se decidió a seguirlo. Sin haberse cruzado una palabra, ni un mínimo gesto amable a su paso, ni un saludo inofensivo, sin algo tangible, sin un cabo en que aferrarse su esperanza, sin nada se decidió a seguirlo. Dejó que se alejara un poco y se dispuso a perseguirlo lentamente, por las aceras enfrentadas, rodeando plazas, trepando escaleras, alcanzando su calle, vislumbrando su casa, imaginando su alcoba, su austero dormitorio. Siguiéndolo recuperó el pálpito enloquecido de los primeros días; era una renovación. No era un sueño, nunca lo había sido.
En los días que siguieron comenzó a derrumbarse. La idea de hablarle tomaba cuerpo. Leire conoció la angustia. El miedo era una constante y pasaba el tiempo sopesando pormenores. Volvió a su hermana; halló un rencor que le hirió, un rencor que, más que despecho, ya era orgullo. Silvia había sido su único consuelo siempre, con esa ternura intermitente que salvaba a Leire; nadie le acariciaba el cabello como Silvia lo había hecho, pero ahora no encontró ni el dedo solícito ni la palabra suave: tenía que hablar con él. Hablarle y contarle a Alberto que se llamaba Alberto y que era novelista o profesor, que lo acuciaba la tristeza y que no le preguntase cómo lo sabía pero que a ella también le entusiasmaban Borges, Cela y Lewis Carroll.
El día definitivo llegó con una lluvia sin viento, atosigante. Un paseo que preveía la llevó, más guapa y más triste que nunca, hasta el ruido de las sirenas y el alboroto callado que había frente al portal de Alberto. No tenía que preguntar para saber que se había matado, pero lo hizo. Una mujer enorme con un llanto seco, gimoteó lo que ya sabía.
- Se ha suicidado, tan bueno...
-¡Pobre Alberto! – de repente, dejó de llover como si hubiesen cortado la lluvia con una brusquedad espectral, todo era gris.
- ¿Tú eres Leire? – se le redondeó la mirada, aunque ya no estaba segura de que fuera una sorpresa- ¡Toma! – ahora no pudo ocultar el sobresalto que le produjo la letra inconfundible de Alberto en aquel sobre rectangular de papel reciclado: “Para Leire”.
Mientras el cadáver de Alberto se alejaba bajo la silenciosa luz giratoria de la ambulancia que se atenuaba en las vacías avenidas del fondo, Leire flotaba hacia el bancal limado por el viento de la mar, con su sueño puesto en papel ecológico. Supo atenuar la prisa y no abrió el sobre hasta encontrarse en el silencio suspendido de aquella tarde. Se sentó en el banco más cercano al mar, se dispuso a leer.
Era un día de ausencias. Ni sol, ni viento, ni frío, ni siquiera el mar parecían estar a su espalda. El cielo parecía muerto, en una pesadez ausente. Dentro había dos cosas: una pequeña historia manuscrita en tinta azul y una tarjeta llena de palabras, azules también, que se aturullaban completando una justificación. Leyó la nota para comprender que la angustia de amar a una desconocida que veía a menudo en el rompeolas y a quien en sus sueños llamaba Leire le habían matado; la había mirado a escondidas, la había soñado, le había moldeado el alma, la había seguido hasta el portal pero no había podido hablarle; un imposible amor y una carta imposible, no creía en este destino ni en la magia que lo hace surgir. Terminó de abrumarse. En un sinquerer irremediable se puso a leer el cuentecillo que había con la tarjeta y que llevaba su nombre por título; el mar se despertó un momento y bramó un dolor misterioso, empezó una lluvia vergonzosa y Leire, por fin, pudo llorar al tiempo que leía las primeras palabras:

“Todo el mundo sabe que Leire es alta, de hermosura variable y aspecto soñoliento. A Leire le gustaba ir a perder las tardes...”

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