
jueves, 16 de junio de 2011
Tequila

martes, 24 de mayo de 2011
El pintor (y V)
No acababa de entender para qué me había llamado. ¿Sólo para descargar su culpabilidad y su remordimiento? Lo dudaba. Por otro lado, me seguía intrigando qué había sucedido con el cadáver. Habían pasado cuatro días y lo único que sabía era que Quino había sido asesinado en un castillo. Se me ocurrió pensar que quizá tuviese el cuerpo allí, en el desván o en cualquier otro sitio y que me necesitaba para deshacerse de él. Me hubiese negado porque sé que es imposible escapar de estas cosas. Así se lo dije, rompiendo un silencio que ya duraba unos minutos.
'Sabes que vendrán por ti, ¿verdad?’, dije. ‘Tarde o temprano denunciarán su desaparición, vendrán, Luciano, encontrarán el cadáver... Tú no me has llamado sólo para que te haga compañía, ¿no es cierto?’
Sonrió sin amargura. ‘¡Qué hermosa está la noche!’ dijo, levantándose; se detuvo observando la plenitud de estrellas. ‘No hay demasiados cuadros maravillosos de noches, ¿sabías?’ No, no lo sabía, nunca me había parado a considerarlo. Pero no estaba seguro de que él supiese que lo que había eran innumerables noches maravillosas, que no tenían por qué estar reflejadas en una tela ni en ninguna fotografía. Que el mejor cuadro era el que pintaba la propia vida en la terraza de cualquier humilde bar de cualquier pueblo de Teruel una noche en junio, o la luna repitiéndose en la pleamar de algunas playas del este, o ese mismo cielo de entonces.
Entró en la casa y volvió al cabo de un par de minutos con un sobre abultado. Me entregó el sobre, se sentó en el balancín y me habló las últimas palabras que le escuché en la vida. ‘Encárgate de que recojan a Quino, estará en el terraplén del ala sur del castillo, que lo entierren como Dios manda y que se hagan las cuatro cosas que te pido en el sobre. Si quieres, puedes contar esta historia como te dé la gana, no te apures por cómo vaya a quedar mi imagen’. Siguió hablando, fatigosamente, explicándome la ubicación exacta del castillo y cómo lo había dejado allí, tirado en los matojos que circundan la muralla. Condujo las casi dos horas de áridas carreteras hasta llegar aquí. Y se instaló en una determinación absurdamente lúcida.
No abrí el sobre hasta estar dentro del coche que le había cogido para ir a donde se suponía que debía estar el cuerpo magullado de Quino. Cuando salía, dejándolo adormecido en su porche, sabía que no lo volvería a ver más con vida. No sé si me arrepiento de no haber hecho lo necesario para evitar que se ahorcara, creo que hacía días que estaba muerto ya.
Dentro del sobre había una documentación necesaria para cumplir con lo que él entendía como una mínima expiación. Quería que la casa donde acababa de dejarlo albergara una exposición permanente de las esculturas de Quino. Dejaba dinero más que suficiente para montar un museo palaciego. En Italia, Alemania y algunos países centroeuropeos su pintura se cotizaba bien. Quería también que al escultor se le levantara un hermoso mausoleo en el terreno anejo a la casa. Pero ese deseo, que me pareció obsceno, debería esperar.
Luciano Pontes se colgó de la viga maestra de su taller de pintura porque la muerte de su amante le supuso un fogonazo de lucidez que no podía soportar. Toda la maquinaria obsesiva que le había llevado a dejar de ser Luciano y a convertirse en Lupo lo arrastró con paradójica crueldad. Primero, porque sólo entonces se dio cuenta de cómo amaba al hombre que acababa de precipitar al vacío, si no borracho de soberbia, sí de vanidad. Después, porque el destino se rió de él de la manera más burda, para beneficio del final de este cuento, seguramente.
Llegué antes de las once, el sol quedaba detrás de la puerta principal de la fortaleza. Se alzaba en un cerro repentino, solitario en una llanura regada por dos ríos. La última cuesta exigía la primera marcha del coche. Aparqué en lo que, según parecía, estaban convirtiendo un moderno mirador. Habían empezado a restaurar el castillo y su entorno pero, no sé por qué, tuve la impresión de que aquello había sido abandonado a medio hacer.
Me adentré en el recinto buscando cómo llegar a la muralla. Lo conseguí arriesgándome por una escalera que no ofrecía más seguridad que una barandilla temblorosa. Era ardua y estrecha y, además, la mitad de los escalones estaban en un situación lamentable. Me alegré de la pertinaz sequía de aquel año; de haber estado adornada de líquenes, seguramente hubiese desistido.
El espectáculo indescriptible de suaves lomas que se perdían hasta el infinito entre meandros y embalses, hizo que me olvidara por unos minutos del asunto que me había puesto en la senda de tanta belleza. Había un sol tenue que pugnaba entre decenas de nubes blancas, gordas, mullidas, clavadas en el azul del cielo. Quise imaginarme una noche sin luna de julio, con el guiño abrumador y silente de miles de estrellas repitiéndose en los humedales. Me prometí regresar en otras circunstancias. Era un buen lugar para una de mis fugas y, de hecho, no hace muchas semanas acogió una inolvidable; creo que llegué a entender la pasión de Lupo por atrapar ese instante en una tela.
El cuerpo de Quino no estaba por ningún lado. Consideré varias posibilidades: que quizá lo hubiese encontrado algún turista perdido, o cualquier pastor de uno de los dos pueblos que flanqueaban el cerro, o, quizá la desgracia había querido que fuese un niño jugando en los huertos cercanos. Me asaltó el impulso de dejarlo todo como estaba y volver a casa, tomando la carretera que se perdía por lo que debían ser los primeros campos andaluces o manchegos, no lo sé bien. Pero necesitaba un cadáver que instalar en un mausoleo. El mismo mausoleo que aún no se ha empezado a levantar, que quizá nunca se levante.
Quino Sander salió del coma seis meses después, cojo para siempre de la pierna izquierda, manco para siempre de la mano derecha. Pero lúcido y taciturno como nunca. Lo primero que hizo apenas le dieron el alta fue pedir que le llevaran a la casa del pintor. Octubre empezaba, los días eran una transición de pájaros en bandadas por las nubes que, a duras penas, limpiaba el viento.
Lo vi salir del coche y encaminarse al porche después de despedir a quien quiera que fuese que le había acompañado. Caminaba con dificultad, aferrado a una muleta. No sé si le esperaba, sé que me apetecía aquel encuentro. Tampoco puedo asegurar que ya no le odiase, era más una especie de indiferencia rencorosa. Hoy, meses después, recordando aquel momento, el último en que le vi, siento una lástima que quizá le haría más daño que aquel antiguo odio.
‘Era un gran artista’, me dijo, sentándose en el balancín que seguía allí, salvado por decisión mía de las obras que había ordenado en la propiedad. Estaba lleno de polvo, pero no le importó. ‘Y un mal asesino’, añadí bruscamente.
miércoles, 18 de mayo de 2011
El pintor (IV)
No puedo negar que estaba algo más que atónito. No era sólo la sorpresa de la impresionante noticia sino que no me cuadraba el relato con el modo de vida privilegiado que le había visto llevar desde siempre. Pero aquello era tan extraordinario que era imposible que se tratara de una mentira.
‘Te estás preguntando cómo es posible que hiciera eso y mantuviera este ritmo de vida, ¿verdad?’, acertó a decir. Mi silencio le dio la razón. ‘Pues, aquí viene lo bueno, mi adorado escritor...’, volvió a sentarse, se sirvió otra copa y continuó. ‘Esto sucedió hace unos siete años y fue precisamente por lo mismo que Quino tanto me echaba en cara. Para demostrarme a mí mismo que podía pintar, que era capaz de desvincularme del puñetero sambenito de entretenido del arte. Y para demostrarle a todos hasta qué punto está viciado este mundillo...’.
‘Pero, Luciano, no has demostrado nada, sigues sin vender cuadros’, tercié bruscamente. ‘Aquí, amigo, aquí. Pero no fuera. El mismo año en que expolié toda mi fortuna desaparecí en un largo viaje. Te he mentido un poco... lo cierto es que no lo regalé todo, ya te he dicho, tampoco soy una especie de San Francisco reeditado. Me quedé las casas y el dinero que calculé para ese viaje que te acabo de decir. Me instalé en México casi tres meses. Pinté como un poseso: selvas, poblados, indios, lluvias... esa lluvia... También un par de murales para la escuela que estaban montando. Regresé con más de veinte cuadros y me fui directamente a Praga. Y... allí nació Lupo’.
Di un respingo en el asiento al escuchar el nombre. De súbito todo empezó a tomar sentido en mi cabeza. Tiempo atrás, en mi enésimo viaje a Chequia, acabé en una muestra de arte europeo que se celebraba en Brno. No puedo olvidar el nombre porque me llamó mucho la atención la similitud que los tres cuadros que de él se exponían tenían con el que adorna mi estudio y porque aparecía como autor moldavo.
‘Es curioso, estuve a punto de comprar un cuadro tuyo hace poco más de un año. Sólo para mostrártelo. ¡Qué idiota!, fui incapaz de ver algo tan simple como el acrónimo de tu nombre en la firma... Pero eran demasiado caros para mí’, le dije, mientras intentaba poner en orden en mi cabeza el torbellino de revelaciones y sorpresas que giraban dentro de ella. Había detalles que no acababan de encajar en mi lógica, en extremo acostumbrada a los esquemas. Por otro lado, me llevaban los demonios por no haber acertado a desvelar un acertijo tan pueril: Lu Po, Luciano Pontes.
‘¿Y eso de moldavo?’, pregunté, más por ganar un tiempo que por curiosidad. ‘Lo primero que se me ocurrió. Cuando Miroslav, mi marchante, se interesó por los cuadros, decidí crear el seudónimo y crear también el anónimo. Le dije que se encargara de todo, yo le pasaría las obras, él las comercializaría y, de paso, detendría todas las entrevistas y reportajes. Tenía que decir que era un pintor que no quería darse a ver, un desconocido... lo que fuera, menos que era de aquí. Como andábamos junto al río que cruza Praga, se me ocurrió lo de moldavo, sin más explicación’, me explicó; parecía como si se fuese revistiendo de una calma melancólica. Empecé a presentir que ya nada le importaba nada.
Nos quedamos callados, él envuelto en quién sabe qué pensamientos, yo asolado por algunas dudas. Si algo había sacado en claro era que Luciano no era tan buena persona como siempre había pensado y que, aunque me daba coraje reconocerlo, Quino tampoco era el cerdo a quien tanto había abominado. Se le podía acusar de prepotente y de mordaz hasta la crueldad, pero, por lo que acaba de inferir del relato de Luciano, había sido sincero aún dentro del amor. Le hubiese sido más cómodo vender su crítica al pintor para comprar su beneplácito y, seguramente, para salvar su vida. Se equivocó al juzgarlo como alguien que entretenía su ocio de hombre adinerado, de aburrido hijo de papá a quien se lo dieron todo hecho. Pero erró porque lo ignoraba. Se equivocaba, no mentía.
(continuará...)
lunes, 16 de mayo de 2011
El pintor (III)
Aunque mi relación con él se remontaba a los tiempos del colegio, la amistad propiamente dicha no se produjo hasta muchos años después, en el Museo de Arte Abstracto de Cuenca. Yo pasaba uno de mis períodos habituales de vagabundeo, él cumplía un paso de un proyecto descomunal: visitar todas las pinacotecas del país, por humildes que fueran. Nos reconocimos sin problema, el tiempo todavía se mostraba clemente con nosotros, más en su caso. Se interesó por mis relatos, creo que sinceramente; yo no sabía aún que la pintura era su única pasión.
Acabamos, varios días después, callejeando por Toledo y acompañando algunas borracheras, tranquilas, confidentes. Un par de meses después me regalaría el cuadro que cuelga en mi salón, después de que, con la mayor dulzura de que fui capaz, dejase lo que él empezaba a ver como un tibio amor en una franca amistad.
Siempre me preguntaba por su pintura a pesar de que nuestros gustos eran manifiestamente diferentes. Él detestaba a Cristóbal Toral, yo lo adoraba, se embobaba con el Greco, a mí me aburre. Coincidíamos en Soutine y en Kandinski, platos de nuestro gusto, y en Pollock y Delacroix, despreciados por ambos. Sin embargo, mientras yo me movía más por impulsos visuales y cuatro lecturas viciadas, Luciano consideraba mil aspectos técnicos, aportaciones, descubrimientos, engaños en los diferentes cuadros que mencionábamos. Lo cierto es que era un auténtico disfrute sentarse a oírle dictar aquellas clases magistrales en que él convertía muchas de nuestras charlas.
Debí darme cuenta de algún modo de que la pintura estaba en el trasfondo de aquella tragedia. Recordé cómo Quino siempre había declarado que las obras de Luciano no eran más que entretenimientos de chico rico. Las tachaba de rutinarias y poco arriesgadas, de que no tenían el impulso vital que procura la necesidad de venderlas. La verdad es que todo ese discurso, aunque desagradable, era respetable. Y lo seguiría siendo, de haber sido verdad; pero eso yo todavía no lo sabía. Ni yo, ni nadie. Ahora, en el frescor de un porche antiquísimo, frente a un cielo de primavera perfectamente limpio, después de un viaje agotador, estaba a punto de enterarme. Luciano se levantó, regresó con otra botella, yo me animé a comer algo de jamón, un poco de queso también. Luciano, por fin, se disponía a hablar.
‘¿Tú qué crees que ha sucedido?’, me preguntó; parecía como si su rostro recuperase una repentina lucidez. ‘Os emborrachasteis, discutisteis y le mataste por accidente’, le mentí estúpidamente. Me miró con sorna. ‘Lo has dicho por decir pero, lo que son las cosas, casi aciertas... sólo que ni habíamos bebido tanto, ni fue una discusión propiamente dicha ni... ni estoy tan seguro de que fuera un accidente...’.
Dejé que el silencio preparara sus palabras, sospecho que eso es lo que siempre le ha gustado de mí. Me di cuenta entonces de que el hecho de que me llamara justamente a mí en estos momentos significaba que no tenía amigos. Me invadió un sentimiento de asquerosa solidaridad.
‘Todo sucedió el sábado. Llevo tiempo pintando una serie de paisajes nocturnos en un castillo medio abandonado que hay por
Se levantó, tambaleándose, llegó al poste de la entrada y me habló de espaldas, mirando la noche que venía suave, a golpes de brisa cada vez más fresca. ‘Todo el mundo se equivocaba. Hasta el mismo Quino lo hacía. Supongo que toda la culpa es mía, no sólo la del crimen. ¿Sabes una cosa sorprendente?’, se giró y volvió a mirarme, parecía tranquilo. ‘Si alguien estaba enamorado en esta relación, ése era Quino. Sí, le interesaba mi dinero, pero me amaba, créeme. Me amaba. Yo no estaba seguro de hacerlo hasta ahora. Ahora me doy cuenta... demasiado tarde’; encendió otro pitillo, siguió hablando sin mirarme. ‘Pero él cometió un error grave, muy grave. Despreciar mi arte sin ninguna conmiseración. Y sólo lo hacía para pagar su frustración. Por eso le maté. Claro que él ignoraba tantas cosas... como tú, como todos. ¿Quién iba a saber que no soy ningún ricachón de tres al cuarto que entretiene su hastío con ínfulas de artista?’, se giró para observar mi cara de sorpresa, yo sabía que había vendido la cadena de tiendas en un pico que no podría dilapidar en tres vidas, era más que ricachón.
‘Lo regalé todo, amigo. Más de mil millones de pesetas. No soy ningún filántropo ni nada por el estilo, pero hay una escuela con mi nombre en un pueblo cerca de San Bartolomé de las Casas. ¿Recuerdas a Paulino Carcelén? Pues está de misionero en Zacatecas. Siempre hemos estado en contacto, también es homosexual. Le puse quinientos kilos en las manos con la única condición que la orden no gestionara ni un duro. Montó una especie de patronato que preside él controlado por los indios. El resto fue a parar a un par de museos humildes, sin renombre, sólo exigí que montaran una muestra anual de pintura local, para promocionar valores, ya sabes’.
(continuará...)
jueves, 12 de mayo de 2011
El pintor (II)
‘Lo he matado’, dijo después del segundo pitillo. Le serví una copa y se la acerqué. El silencio previo me había hecho esperar alguna especie de drama; con todo, he de admitir que no lo esperaba de tal calibre.
Yo conocía a Quino desde el mismo día en que, tres años atrás, ellos dos iniciaron su relación. Creo que empecé a odiarle ese mismo día. Pero siempre he sido de la opinión de que nadie es nadie para inmiscuirse en las pasiones de los demás, por más que a todas luces nos parezcan un error. Aunque también es posible que ser capaz de sentir esa pasión tan ciega sea una suerte.
Fue en verano, en una de las horribles fiestas con glamour artístico que Luciano solía montar en su chalet de las afueras de Madrid. Una más de las numerosas posesiones que su padre, un empresario en electrodomésticos que empezó con una tienducha en mi ciudad, le había legado. Valeriano Ponte había llegado de Lugo con sus duros en un hatillo, se había hecho de una lonja, había arreglado todos los transistores, maquinillas de afeitar, batidoras y demás artículos que funcionasen a electricidad en el barrio, había empezado a vender lavadoras, televisores, cassettes, frigoríficos y cocinas de gas de fiadillo, había comprado otra lonja, después una nave industrial, después otra, hasta que terminó por tener la cadena de comercios del sector más grande desde Irún hasta Gijón y desde Bilbao hasta Logroño. Cuando murió, en enero de 1.988, su único hijo, quien apenas había puesto los pies en ninguno de los locales de su padre, se encontró con una fortuna que para sí quisieran muchos otros que las aparentan poseer.
Luciano Ponte se enamoró esa noche de Quino Sander, Joaquín Sánchez para los enemigos. Quino sobrevivía en el mundo del arte desde que, diez años atrás, en una bienal escultórica de París tuvieron la dicha de premiarle uno de sus abominables mamotretos fabricados con desechos. Por supuesto, este premio le procuraba patente de corso para despotricar de arte en cualquier reunión, literatura incluida. Se declaraba deudor de Sartre y de Schopenhauer con una desfachatez casi tan nauseabunda como sus obras, que, por cierto, habían dejado de interesar hacía ya más de un lustro. Sin embargo, no dejó que sorprenderme que alguien como Sander hubiese leído mis relatos. Hubiese preferido seguir en el amable anonimato en el que me refugiaba para acudir a aquellas fiestas.
Quino hacía lo que quería con Luciano. Cualquiera que no fuera el mismo pintor se daba cuenta de que sólo le interesaba su dinero y su mecenazgo. Más lo primero, por supuesto, su arte rupturista había dejado de ser vanguardia, pero él se autoproclamaba líder de una extraña generación y, por supuesto, incomprendido y mártir. A mí me importaba bien poco el dinero que esa relación le estaba costando a Luciano, pero no podía evitar cierta conmiseración cobarde ente los agravios, tanto públicos como privados, a que le sometía. Supongo que Quino me detestaba tanto como yo a él, a fin de cuentas nunca le prestaba ni la oreja ni la réplica que buscaba.
‘Era tan hermoso... podía ser muy tierno, créeme, muy tierno... mucho’, repetía entre sorbo y sorbo. ‘No tanto como tú’, me dije para mis adentros. Me resultaba imposible terciar ningún comentario en aquella situación. Buscaba por los recuerdos algo que me ayudara a entender cómo todo había podido desembocar en un final tan trágico. Me avergüenza reconocer ahora que quizá me azuzaba más la intriga por saber qué demonios había sucedido y cómo es que Luciano estaba libre, emborrachándose en el porche, si es que realmente había matado a alguien, que la intención de servirle de alguna ayuda.
(continuará...)
miércoles, 11 de mayo de 2011
El pintor (I)
Sólo ella ha leído, hasta hoy, este viejo cuento que, por fin, animado por la maravillosa primavera que explota delante de las ventanas del desván y por la propia Lucía, me he resuelto desempolvar. No serán demasiadas entregas: las justas para no fatigar en exceso vuestra paciencia, fomentar la poca intriga y ofrecerme el tiempo necesario para estropearlo con nuevas correcciones mías y mejorarlo con sus odiosamente acertadas insinuaciones...
Me detuve un par de minutos contemplando el cuadro que hacía más de diez años me había regalado. No tenía la ingenuidad de un Rousseau, pero recordaba en muchos aspectos el trazo colorido del aduanero francés. Luciano Ponte me lo obsequió poco antes de que yo le confirmara que no le amaba, no ya porque yo no fuese homosexual, sino porque no estaba seguro de poder amar a nadie. Aquella noche me dijo, sin intención sentenciosa alguna, que yo sentía eso seguramente porque amaba demasiado. En ese momento valoré casi más la frase que la tela que me entregaba y a la que, con el paso del tiempo, he ido tomando un aprecio mayor del que siempre he querido reconocer.
Luciano me había llamado dos días antes. En su voz reconocí la calma que encubría una desesperación extraña. No dudé demasiado en decirle que sí, que acudiría tan pronto como acabara dos asuntos peregrinos que me ocupaban. Solía visitarlo un par de veces al año, como mínimo, en su retiro de pintor sin fama aparente. Pero las apariencias engañan con más frecuencia de la que creemos.
No citaré el nombre del maravilloso pueblo del sudoeste que albergaba su estudio y la enorme y antigua casa donde desde hacía casi quince años había encontrado algo más que un remanso creativo. Ojalá que nunca se vea detallado en ninguna guía del turismo rural tan en boga y que sus calles, ancladas en algún año del siglo quince, sigan ajenas al ajetreo mercantil que tanta riqueza tiene ya deteriorada en el patrimonio artístico de este país. Los otoños allí son un placer que me subyuga y al que no he querido renunciar desde hace tiempo.
Llegué en taxi desde la estación de trenes de la capital de la provincia, a unos treinta kilómetros de carretera serpenteante y ascendente, un miércoles de abril. Luciano estaba en el porche, sentado en el balancín, fumando y mirando la sierra de enfrente como si los ojos se le hubieran quedado clavados en algún punto del hermoso paisaje. No salió a recibirme, ni siquiera se levantó cuando alcancé la entrada de la casa. Me sonrió triste y me indicó la botella de vino que estaba sobre la mesa de roble tallada. Había también algo de comer.
‘El viaje bien, gracias’, le dije a modo de saludo. Me serví un vino y me quedé mirándole. Apuraba el cigarrillo con ansia, los ojos le brillaban, no podía asegurar si a causa del llanto o del vino. Tenía un aspecto extrañamente desaliñado en él, pulcro hasta cuando trabajaba con los pinceles. No quise romper el silencio, a mí nunca me han resultado duros. Además, estaba claro que lo que menos hubiese agradecido en esos momentos hubiese sido una conversación baladí. Saboreé mi rioja y encendí también un cigarrillo.
En alguna parte he oído o leído que el asesinato es siempre algo personal, hasta cuando es de encargo. Lamento no tener la fortaleza moral suficiente para condenar algunos crímenes, en el caso del que cometió mi amigo Luciano, llegué a aplaudirlo sin rubor. Lo malo es que, aún escapando a la justicia, el asesino lleva siempre la condena en el propio crimen cometido. No dudo que el pintor estaba pagando ya el hecho de haber tirado a su amante de lo alto de la muralla de un hermoso castillo que tampoco quiero describir ni ubicar.
(continuará...)
viernes, 6 de mayo de 2011
Tango entresiesta

Todo ha sucedido entre esa maceta
y la jaula.
El sol se ha recogido
en los dientes del aloe
y en la parda pelusa dorsal
de un roedor.
No ha sido preciso más que
albergar la leve locura
que procura
el tango de una cercana gramola.
«7 pesos era un loro en una cuadra,
Se me olvidó que te olvidé...»
y cosas por el estilo...
Mientras tanto, otro poeta,
menos muerto,
proclama en mi regazo:
“Las arañas de tu boca
trenzaron en un momento
una telaraña loca
que me diluyó en el tiempo”.
viernes, 15 de abril de 2011
viernes, 25 de febrero de 2011
Ausencia 9
jueves, 24 de febrero de 2011
No es un pinzón

miércoles, 23 de febrero de 2011
Lejos de todas las ventanas

viernes, 18 de febrero de 2011
Lillie catchs the Rainbow
«Tornerò»

viernes, 11 de febrero de 2011
Sonata 16

«Sucedía en tus ojos
y no era necesario estar allí»
Todavía no te podido decir
cómo me duele
ver llorar los pájaros
de nuestra mutua soledad
cada vez que abro algunas puertas,
cuando tengo demasiada prisa
para pararme a tomar una taza
de cualquier cosa caliente,
al pasar por las alamedas
de un otoño tan reciente
que sigue siendo malva.
Todavía no sabes
que lloran y lloran
saltando, sin volar jamás,
desde mi flequillo,
blanco, blanco, blanco,
hasta esa orilla de tu ingle
donde dos palabras
nunca cesan...
miércoles, 9 de febrero de 2011
Alejandra también está en los atrios

martes, 8 de febrero de 2011
Paulette sorte

viernes, 4 de febrero de 2011
Cotorreos...
Una prima de la mejor amiga de la madre de una chica que va al colegio de una de mis alumnas le comentó al frutero del supermercado donde compra la sobrina de la señora que me cose remiendos y me coge dobladillos en los vaqueros que necesitaba un poema para su hija de catorce años a la que le habían encargado hacer una composición que ilustrara un trabajo de Lengua sobre no sé qué época dorada de la literatura española. Ni que decir tiene que, cual reguero de pólvora, la noticia ha ido del frutero a la peluquera de la calle Infanzones, de ésta a una clienta que peina todos los sábados y que trabaja en el Banco de Santander, de ésta a la mujer que le lleva los trámites de la hipoteca a la sobrina de Concha, de la sobrina a la propia Concha, mi modistilla, quien, el lunes, cuando me entregaba los viejos jeans que acaba de repuntearme no dudó en dejarme caer que...
No pude negarme, claro está; es proverbial la flojera de mi ánimo ante esas situaciones y, así, le regalé el vetusto y justamente olvidado soneto que adjunto. Espero, con todo, que la prima susodicha arda en el peor de los infiernos, pues hoy, cuando estaba comprando unas pechuguitas de pollo para albardar, Aurelio, el carnicero, me ha hecho saber que una clienta que es compañera de brisca en el Hogar del Jubilado de una paisana de la abuela de la niña del demonio que a ésta le han cascado un cero en un trabajo del cole «y eso que había puesto un poema de un profesor que se las da de mu...»
No digas besos, di palomas rojas,
puedes decir granadas entreabiertas
di también corazón que abre sus puertas
o mariposas mancas, ciegas, cojas.
Por decir, di la lluvia en que me mojas,
di azucenas que brotan en las huertas,
di yertos lirios en las bocas muertas,
di del bosque secreto alfombra de hojas.
No digas besos, dulces desagravios
que golpean en óvalos que ilesos
tornarán de otros óvalos, más sabios.
Besos no digas; mas descorre, gruesos,
los telones de sueños de tus labios;
no los nombres, mejor dame tus besos...
Todo está escrito

Vuelvo a afanarme hasta el sudor,
más allá de los propios dedos,
en mil caligrafías,
acusándole al amor
ese carácter de intruso sucesivo:
en la lluvia, en la sangre,
en aquella cosquilla...
Entonces te he llevado sin un orden
concreto
hasta el viejo mirador del acantilado,
hasta la esquina menos asediada
por el viento,
hasta el rumor de olas de mi mano
en la lupa de tu pecho,
hasta la luna insultándote en el iris,
hasta la mediavoz...
No puedo ignorar que Benedetti,
que Neruda,
que el propio Borges
ya no te sorprenden,
no tenemos nada ya
que no sea el viejo Salinas
y un único verso detrás de cada noche.
Te escribo en la inconsciencia
de que soy granate
y sigues muriéndote de frío
jugando, muda,
con tus gorriones
por las nieves de mi piel...
(E.L.Kasher- «El hombre que fuma abrazó a Alejandra»)
jueves, 3 de febrero de 2011
Nubes... (E.L.Kasher - de «El asno en globo»)
Es extraño que sólo siete años más tarde admitiera Kasher que el poema primigenio era un disparate de ritmo repleto de sobresaltos y eufonías forzadas. Y, por otra parte, llama la atención el hecho de que el único poema editado dos veces (el mismo pero diferente, obvio es) en la maravillosa revista «El asno en globo», del sanatorio donde el poeta debió de pasar cuando menos un par de lustros, sea un soneto.
Cuesta imaginarse al artista peleándose con quien quiera que fuera el director de la publicación por aquella época (sospecho que se trataba de Ramón H...) para que incluyera el poema en cuestión y la diatriba contra el original que lo precede y que obviaré aquí, del mismo modo que obviaré el soneto que mi adorado autor tanto odió, como odió, en general, la figura poética de los catorce versos rimados tan ponderada por otras voces. No me arrogaré sino la puntualización de que, una vez más, distancia y olvido asolan su pluma...
Es tan temprano todavía, apenas
las nubes de algodón pintan erizos
sobre el dormido mar pleno de hechizos,
inmenso crisol de coral y arenas.
Tan temprano y mis manos van ya llenas
con ecos de sirenas, primerizos
síntomas de ti, pero ya enfermizos
recuerdos hechos de aire, ¡esas cadenas!
Nubes por cielo y mar y yo aquí, quieto,
amanezco sin ti, lejano encanto.
Tendré que abandonar este soneto
pues sólo despertar te añoro tanto
que iré con esas nubes, te prometo
que lloverá a las tres. Será mi llanto.
viernes, 28 de enero de 2011
Todo bien

A medio hacer
en mitad del ingrato sueño
tenías que venir.
Es posible que subieras aquella empinada cuesta,
que arrastraras noche
y luna
y retales de mar en las rodillas
en el pelo
en los ojos...
Es posible que
con la mitad del recuerdo,
con el esbozo
de una posibilidad
los brazos
me sigan creciendo
hasta los labios llenos de esponjas,
de caracoles,
de sangre...
Pero todo está bien,
no recuerdo nada
ni creo posible
que ninguna esperanza
resucite la media noche
donde, desnuda,
empezaste a desaparecer
dentro de un poema,
una y otra vez...
miércoles, 26 de enero de 2011
Silencio 29
martes, 25 de enero de 2011
El olvido 27

El tiempo se derrumba
por los rincones señalados.
Quizá resuciten los cajones
su frugal misterio de estrellas,
aquel aromado halo donde
un dedo quizá
se sobrecogió en tus cabellos...
quizá sea sólo la voz azul
de cierta tinta cuidadosa
a lo largo de un cielo blanco,
veinte o treinta líneas
sin olvido posible,
o, en fin,
quizá todo esté fuera
de ese tiempo
que se deja caer, inevitable,
por los rincones señalados...
(El olvido crece bicicletas... -E.L.Kasher)
lunes, 24 de enero de 2011
Arroyoren perbertsio ederra
jueves, 20 de enero de 2011
Detrás

He cerrado los párpados.
Ya reposa el corazón cansado
su pálpito.
Tienes licencia para morir
a su lado, ¿en sigilo?
No.
Cesar el ámbito
de la palabra,
como una rosa
perdida en un convento
cesa su color a oscuras
es demasiado triste.
Dime buenas noches,
te escucho por detrás
de los párpados
cerrados ya.
(«El olvido crece bicicletas», E.L. Kasher)
TARENTOLA MAURITANICA
Paeres del corral que en verano «El Circo de la Luna» en sus farolas albergan un latir de tarentolas abatiendo cualquier insecto enano, dul...

-
El coronel Aureliano Buendía nunca olvidaría el día en que se encontró a la Maga de súbito convertida en una cucaracha. Yoknapatawpha era e...
-
« Mariano, esta tarde te espero en la sacristía a las siete. Sí, padre. Empieza la novena de María Auxiliadora y, si te portas bien, sabes ...
-
No hay tristeza posible, sigo atando nudos en los cordones. Ato nudos murmurando cómo eres incapaz de saber que tus palomas albergaron una r...