Gatos. De súbito, una mañana me encontré dibujando gatos. Gatos gordos, gatos flacos, blancos gatos, gatos atigrados, negros. Gatos. No sé qué tristeza me llevó a dibujar gatos sin cesar. No sé qué buscaba ni sé si lo he encontrado, ignoro si ha sido terapia o sólo abulia persistente. La cosa es que estuve días ensuciando papeles con perfiles, escorzos, sombras de gatos. Gatos.
Así nació, sin quererlo pero con una claridad de diamante de Orange,
Raskayú. Nació en un momento exacto, las once y media de un miércoles en un papelito de
10cm x 10cm de los que utilizo para tomar notas, apuntar recados telefónicos y garabatear monigotes en los ratos de ocio, que no son pocos. Dejé mi lapicero a un lado, me acodé en la mesa y me quedé mirando la figura que había surgido en el papelito. No era un gato más, eso lo sabía. Como en una página de internet que tenía abierta a mi derecha se ofrecía un vídeomontaje en donde habían puesto como fondo musical el clásico popular
«Raskayú cuando mueras que harás tú...» supe, mientras le daba su primera tinta, que no sólo no era un gato más sino que se llamaba Raskayú y que andaba todo el tiempo metido en muchos peligros por culpa de una tan voraz como proverbial curiosidad. También decidí, acordándome de ciertos y entrañables chavales de preescolar, que
«era especial porque sus ojos cambiaban de color y de forma».
No me costó demasiado ir perfilándole en sucesivos dibujos que iréis viendo. Me cuesta más ir escribiendo su pequeña historia, es muy joven todavía. Y más aún escribir cualquier otra cosa que escape a este encanto de minino, creo que lo habéis notado. Es tiempo de gatos. O de gato. Sé que sabréis perdonarme.
Raskayú nace en el año de la rata, qué le vamos a hacer. Y es así:
