jueves, 22 de mayo de 2025

FRÁGILES OLVIDOS


Cadáveres exquisitos dejaremos
y esos frágiles olvidos
que ilustran la memoria que nos tendrán...
Ella escuchaba el mismo disco de Serrat
que me entusiasmaba a los dieciséis años,
buscaba un libro de Hesse que yo poseía
y se besaba con otro...
Yo desparramaba versos
en deliciosas servilletas de papel,
exquisitos versos :
«En nuestra tumba
dejaremos también un huequecito
para que los almas se posen
a esperar la llegada de los pájaros....»
Seguimos vivos, pero
¡ah, mujer!
ni una sola palabra ya recuerdo
ni una hebra de aquel vestido rojo,
rojo, rojo con lunares negros,
escotado hasta lo imposible. Nada.
Ni un resquicio de la silueta,
la tortuosa silueta de aquel olivo,
ni la maraña de su pelo muerto.
No recuerdo sus ojos callados
ni su boca abierta de par en par
en exquisito óvalo inmortal...

miércoles, 21 de mayo de 2025

Sabines cuando llueve





Cuando llueve así, solo con Sabines
(y digo« solo» sin ningún acento)
tomo café y lo que era macilento
es uva columpiándose en jardines

de tinta. Sólo quiero que adivines
(y digo «sólo», con su tilde al viento)
que en este tiempo del café me ausento
dentro de la nostalgia y sus confines.

Nada más es preciso: dos cristales
y todos esos paraguas al vuelo;
Jaime y un café, dos solos iguales…

Cuando llueve así, con Sabines suelo
declamar tristezas, compartir males,
solos los dos, mientras se aclara el cielo…

martes, 20 de mayo de 2025

EL MANTO DE LA VIRGEN

 


Más allá de rosas, claveles y margaritas no distinguía yo tipos de flores de no haber sido por mi buen amigo Andrés, el ferroviario, y los frecuentes paseos que nos hemos dado por los alrededores de su casa de campo. En ellos me ha ido enseñando la hermosa flor de la jara, las pequeñas y violáceas flores del tomillo, las diminutas de la retama, las divertidas florecillas que aquí llaman panes y quesos, el delicioso lirio del valle o el espigado jaramago. Pero ninguna de ellas, todas hermosas en su estilo, me ha llegado a emocionar tanto como una que adorna un pensil dentro de la propiedad que antes he mencionado.

Es la casa de campo de Andrés una hermosa construcción relativamente antigua asentada en una pequeña loma que domina un maravilloso paisaje de campos infinitos que huyen entre pizarras y arroyuelos hasta salir de la provincia casi. Rodeada por un pequeño olivar y una huerta donde recoge cuatro hortalizas, es un lugar fabuloso donde juntarse a celebrar cualquier tontería peregrina, especialmente en los días del abril ya avanzado. Llevaba yo una buena temporada sin acudir y fue allí, en una de esas reuniones del abril pasado donde reparé en el jardincillo que el ferroviario había preparado con sus hábiles manos frente al coqueto porche de la casita. Lo había preparado utilizando viejas traviesas de vía y tenía forma de L mayúscula. Cuando llegamos con los víVeres a primeras horas de la mañana formaban un entramado verde salpicado por una multitud multitud de capullos cerrados de un rosa oscuro. Nada espectacular entonces. Pero cuando pasado el mediodía salí del ágape que disfrutábamos una docena de personas, algunas desconocidas, quedé absolutamente petrificado de admiración ante el esplendoroso tapiz de flores en que se había convertido el jardín. «Aquí se le llama manto de la virgen. Y éste de Andrés es especialmente hermoso» dijo una voz a mi espalda. Apenas acerté a decir un gracias timorato, casi inaudible. Era otra flor y se presentó, además, como Azucena. Amiga de la mujer de Andrés supo explicarme casi poéticamente las cualidades medicinales y otras curiosidades de aquella maravillosa planta que se abría ante nosostros. Las flores, de un intenso violeta, se apretaban unas contra otras tupiendo la base que las sustentaba y refulgiendo bajo el apetitoso sol primaveral.

Todo esto quedaría en una simpática anécdota hortícola con una hermosa mujer al fondo si no fuera porque, para mi sorpresa, esa misma flor fue a aparecérseme algún tiempo después donde jamás hubiese podido imaginar: en uno de los textos de ese misterio literario que llevo años investigando, el poeta E.L. Kasher. El dramaturgo Joshua Montaner coincidió con él en una remota cárcel griega y en su libro «Poetas inmortales muertos» relata cómo Kasher le regaló un poema que incluye en su obra. Cuenta también cómo le llamó la atención el uso de aquellas metáforas florales estando allí, en una prisión donde sólo gozaban de la vista de los ciclaminos que se descolgaban por las tapias del patio. El poema dice así:

«Trémulas cariátides

desde las azucenas quietas

de tus pies

sostienen tus piernas

otro templo

donde acomodar la noche

en el florido manto de la virgen

que aprietan tus quejidos

en mistral deseo,

vergel desmemoriado...»





lunes, 19 de mayo de 2025

«HASTA PRONTO, VLADIMIR»

 




Tomó el libro que llevaba días leyendo y se dirigió al balcón. El cuartucho de la pensión «La Favorita» que llevaba cinco años ocupando era de una miseria decrépita, pero ofrecía el lujo impagable de ese mirador de rejas descascarilladas y paredes agrietadas donde el sol, cuando se dejaba ver, calentaba el mediodía que era una delicia. Se sentó en la vieja hamaca y, al abrir la novela, una hojita, más que amarilla ya, se escurrió hasta su regazo.
«Hasta pronto, Vladimir» leyó. Cincuenta y un años después volvió a emocionarse y volvió a manosear el papel con ese pálpito nervioso que le martilleaba en la yema de los dedos. Dentro de cuatro días ella cumpliría sesenta años en alguna parte. Pero estaba seguro de que seguía viva. Porque él lo seguía estando después de haber aguantado en aquella apestosa inclusa hasta que cumplió dieciséis, después de picar cuarenta años en los túneles de carbón de las minas de Stalgyz, agravando su silicosis, después de vivir más de un lustro en este húmedo cuarto, al este de Ôbuda, esperando la muerte tosiendo sin cesar.
«Hasta pronto, Vladimir». Miró por enésima vez la exagerada que algún día fue violeta, como sus inolvidables y asustadizos ojos. Violeta como el abrigo de tercera mano que llevaba la última tarde que la vio. Volvió a introducir la notita caligrafiada en el libro y dirigió la vista al tránsito de la plaza. Gente que salía del trabajo, unos con la prisa inagotable del oficinista pulcramente trajeado, otros con la calma del obrero harto de engrasar, apretar, montar y desmontar cosas. Algunos pocos niños le daban un toque de alegría al entorno; uno, feliz con un globo, otros ensuciándose en el suelo con algún juego de pelotas. Pero, de súbito, avanzando por la acera del fondo inundó la plaza un abrigo violeta ajeno a la moda, como venido de otro tiempo, anacrónico. Caminaba como si flotara sobre las viejas baldosas de la plaza. Vladimir se incorporó, apoyándose sobre la herrumbrosa barandilla. Ese pelo, ese paso y, sobre todo, ese abrigo enorme que parecía un campo de lavanda proyectándose en el mediodía le provocaron un ahogo de memoria anestesiada. Abandonó el balcón, tomó un jersey y salió corriendo a la pobre velocidad que sus deteriorados pulmones le permitían. Cuando salió a la plaza la mujer del abrigo se alejaba ya por la avenida que flanqueaba un río que era cualquier cosa menos azul. Le costó alcanzarla un poco antes de llegar al puente de las Argollas y, cuando ella se volvió con aquella sonrisa de quince años y esos ojos del color del abrigo, él dejó de jadear y de toser.
«Has cumplido tu promesa, Vladimir». Él le mostró la nota que se había traído de la pensión y que, como por ensalmo, había dejado de estar ajada. «Hasta pronto, Vladimir», con aquella enorme V puerilmente rematada con una mariposa en la voluta derecha sobre la insegura «ele». Abandonaron el paseo del río. Me prometiste que volverías por mí. Se hicieron fotos de fotomatón donde aparecieron joviales, más jóvenes que nunca. Mira, Vlado, qué guapo estás, toma, dos para ti, dos para mí...Se perdieron en las intricadas callejas del barrio judío. Nadie nos quiso adoptar, ya éramos parte de aquel abandono. Calles estrechas que desembocaban en calles más estrechas. Tenía que salir de allí, Agniezsa, buscar un trabajo, ofrecerte un futuro... Caminaron de la mano, apretándose en los oscuros pasajes, Vladimir rejuveneciéndose a cada paso, ella con la misma mirada de malva de siempre. Los niños morían como ratas, Agniesza... Los corredores del barrio se abrieron de súbito mostrando un parque de plataneros enormes y confidentes. Mira, Vladimir, es como nuestro parque, sólo faltaría que... Apareciera ante ellos la imponente figura del Hospicio de Szent Laszlo, con las cuarenta enormes ventanas de aquella fachada que alguna vez fue roja y ahora lucía patinada de negro olvido. Se sentaron en uno de los bancos que flanqueaban la escalinata de la entrada y se fundieron en un abrazo que tenía casi cincuenta años. Ella hablaba en una especie de murmullo narcótico, como cuando se veían a escondidas en los helados corredores del enorme edificio que tenían delante y se confesaban un amor expósito fraguado desde chiquillos. Vladimir la escuchaba sumergido en un deleite medicinal que le amodorraba. Escapar de aquí para caer en los túneles de la muerte, escapar de aquí... La tarde se iba cerrando con unas nubes densas y amenazadoras mientras ellos se dormían enlazados a la sombra, cada vez más alargada, de la cárcel de su infancia.
Un trueno violento le trajo del plácido sueño, intentó apretarse a ella en un gesto protector, pero sólo encontró el áspero tacto de la mugrienta pared de la pensión «La Favorita». Su agitado regreso hizo que de su mano derecha se escurriera una pequeña tira de papel satinado desde donde dos muchachos reían dichosos en dos retratos casi idénticos, ella mirándole a él con unos ojos enormes, violetas como el abrigo que se adivinaba bajo su cuello, él, más alto, aguantando a duras penas lo que debía ser una dicha inesperada. Intentó incorporarse para poner a salvo las fotos pero sólo pudo caer sobre ellas, la boca sobre el papel, inmóvil bajo la lluvia que empezaba a caer, suave todavía... «Hasta ahora, Agnies...»

*La fotografía es obra del gran Xabier Miserachs (1.937-1.998)

CUALQUIERA TIEMPO PASADO FUE ANTERIOR




El olvido crece bicicletas, Alejandra

y hoy, cuando sabemos

que cualquiera tiempo pasado fue anterior

un transistor Vanguard anuncia

que es lunes 10 de junio de 1974

y mientras Luis Lucena se queja

«Hermano, ¿por qué

me robaste lo que más quería?»

la madre recose unos vaqueros ya recosidos,

abuela Rosalía suspira

el mismo suspiro que exhala

desde que la muerte del abuelo Kiko

la exilió a cinco casas diferentes,

un Orient llegará de Oriente

para que yo sepa

la hora del desierto de Saba

antes de que Sanáa sea

patrimonio de la Unesco

con sus 14.000 torres,

un Orient vendrá de oriente

para que el tiempo del desierto humanyí

brille bajo mis sábanas,

el padre pagó con dólares

su último exilio.



El olvido crece bicicletas, Alejandra

cuando por los ajados altavoces

del andén de la estación

de Campanario, Badajoz,

José Luis Pécker hace saber

a la ardiente noche extremeña

que es sábado 30 de agosto de 1.958

y el padre y la madre

tomarán un tren sin regreso,

luna de miel en el exilio del hambre

dando comienzo

al «Milagro económico español»

hacia un norte donde bañar su miseria

porque Benidorm no les acogió nunca.



El olvido crece bicicletas, Alejandra,

y ahora,

cuando cualquiera tiempo pasado fue anterior,

Fede Merino se desgañita

el 1 de Mayo de 1.983,

«oye como va en Radio Popular»,

ofreciendo bacalaos de felicidad

desde Las Palmas,

mientras en todo el estado otras gargantas

se desgañitan contra la nueva miseria

del mesías Felipe

que regala felicidad reconvertida,

miseria de andar por casa

y fútbol cosmético.



El olvido crece bicicletas, Alejandra

cuando antes de que Radio Nacional de España

ofrezca el único parte de noticias permitido

el 14 de febrero de 1.959

inunde una miserable cocina compartida

por tres familias

con la facultada voz de Pepe Pinto

cantando a su María Manuela

«me escuchas,

yo de vestíos no entiendo,

pero de veras te gusta

ese que te estás poniendo...»

mientra el padre y la madre terminan de cenar

una olla de algo más agua que sustancia

y él le canta por encima de la radio

ese amor nuevo que limpia la miseria

«vela, no tiene más que una vela,

el barco de mis amores

y es mi María Manuela...»

y ella, que se llama Facunda

y es chiquita y muy garbosa

no sabe que todavía no ha nacido

san Valentín,

ni sabe que esa noche elevará

la sábana su larga enredadera

en la alcoba prestada que alberga

todo su arreo,

y que los besos fraguarán

en el futuro imperfecto

de un ser que no será

un buen poeta

pero nunca será un mal hijo...



Pero, Alejandra, la memoria,

esa grieta del olvido...

FRÁGILES OLVIDOS

Cadáveres  exquisitos  dejaremos y esos frágiles olvidos que ilustran la memoria que nos tendrán... Ella escuchaba el mismo disco de Serrat ...