jueves, 8 de octubre de 2009

Sin memoria (De «El asno en globo»)

«..se ven algunas abejas afanándose en ásters. Se trata de una foto vieja, de 1973 por lo menos. Soy Amancio Valjean. En una época anduve de marinero en los mares del sur. Durante doce años, nada menos. Me desterré en un islote de las Marquesas. Allí, en las intrincadas montañas Hiva Ua crecían unas flores maravillosas. Estuve tres años intensamente solo, escribiendo los poemas que guardo en el cajón de la mesita de la izquierda, debajo de mis dos canicas secretas. En las playas del levante proliferaban unos peces que se peleaban por caer en mis trampas. La foto la realicé en Salzburgo. Yo mismo, sí, señor. Cuando me trajeron aquí decidí que ése sería mi único lazo con el pasado. Bueno, no... ésa no es toda la verdad... Tuve colgada otra imagen: una de una playa de ésas paradisíacas que hay por Bairiki. Pero, como es lógico, apenas dos meses después ya me había hartado de ella y se la regalé a Emilio, el que fuera carnicero de Aizarna y que ahora duerme en el cuarto del fondo de la galería que da al estanque... ¿No me vais a preguntar si soy descendiente de Jean Valjean? (Apunto aquí la risa difícilmente descriptible del entrevistado. Suponemos que supone que somos tan imbéciles como para pensar que tiene como antepasado a un personaje de ficción. La carcajada, entonces, sería comprensible. Casi más que este inevitable resquemor que nos ha dejado) Podéis coger todos los poemas que queráis y hacer con ellos lo que os plazca siempre que no toquéis con la mano mis canicas secretas. Haced lo queráis y luego devolvedlos al cajón. No tengo nada más. Una foto vieja donde se ven algunas abejas afanándose en ásters, casi cuatrocientos poemas llenos de gaviotas y salitre y unas canicas que nadie sabe que tengo. Las guardo en secreto porque me las dio el chamán Alof’uku Ran y son dos ojos volcánicos. La foto me la amplió Luismari Reyes en su propio estudio. Soy Amancio Valjean y no tengo nada más. Pero no puedo deshacerme de los recuerdos. Fui marinero durante doce años. Suva, Papete, Dunedin, Honiara, Fonafala... Hobarth...»



Amancio Valjean Zurutuza vivía todavía cuando empecé a visitar el sanatorio. Era, en esa época, un anciano flaco en extremo que lucía, no sin cierta gracia, una blanca melena enrevesada y crespa. Cuando, en mi infatigable labor de zapa con la revista, topé con el artículo donde se reproducía una entrevista que no era más que un hermoso monólogo y que aquí he reproducido, quise hablar con él para tener una visión de primera mano de tan curioso personaje, pero para entonces llevaba, como después supe, varios años sumido en un infranqueable y risueño mutismo.
Una preciosa y helada tarde de otoño de hace casi dos años lo encontraron muerto en el mismo banco desde donde, casi a diario, le ofrecía su intrigante sonrisa a la tapia tupida de bignonias naranjas. Vi cómo se lo llevaban, incapaces de deshacer el «4» feliz que formaba su enjuto cuerpo. No pudieron tampoco, al menos antes de quitarlo de la expectante y múltiple mirada de la hora de visita, cerrarle los ojos ni abrirle el puño de la mano derecha. El rostro de dicha que mostraba proclamaba: «¡al fin, todo está olvidado!»
No me costó mucho obtener permiso del director para infiltrarme a la mañana siguiente en su alcoba. Tuve que hacerlo muy temprano pues, conociendo el particular sentido de la pulcritud de las hermanas enfermeras, corría el riesgo de llegar cuando hubiesen realizado una de aquellas particulares rafias limpiadoras que hallaban particular enemigo en cualquier tipo de papel, encuadernado o no.
No encontré ni canicas secretas, ni ojos volcánicos ni nada remotamente cilíndrico sobre las trescientas cuarenta y tres cuartillas minuciosamente caligrafiadas en tinta azul, excepto las incólumes segunda y última, que reposaban en el cajón superior de la mesita de noche. En el folio superior, con letra enorme de rotulador negro se leía «BITÁCORA ROTA». Cada hoja contenía un único poema y estaban numerados, en orden, hasta llegar al 341. En la pared, malamente pegada con cinta adhesiva transparente, seguía la fotografía floral que, ignoro por qué, era tan importante para Valjean. Supe enseguida que en el armario no iba a encontrar nada que no fuera la poca ropa que le había ido viendo en las tardes en que, clandestinamente, observaba intrigado cómo sonreía en silencio a un pasado que se iba borrando poco a poco al ritmo infatigable de sus manos pasándose dos bolitas que eran su única voz tintineante....
Lucía, que curiosea todos mis borradores sin reparo, quisiera que las bolas del hechicero fueran dos talismanes manufacturados con ópalos hallados en algún cráter de Aotearoa o tallados en milenario kauri y que explicaran alguna maravillosa historia. No quiero desencantarla inventando un cuento que desmerezca la más que posible deliciosa historia de alguien que se recluyó en una isla durante tres años, pescando peces suicidas y escribiendo unos poemas donde ir desterrando una memoria terrible. ¿De qué le serviría a Lucía leer que unos días después aparecería aquí, en mi desván, una hermosa mujer de rasgos polinésicos, de unos cuarenta años, pidiéndome amablemente que le devolviera aquellos poemas de los que, impúdicamente, me había apoderado? Si fuera verdad que yo le devolví los versos después de que ella me contara que su abuelo no conocía la palabra «montaña» y que se despidió con un musical «Ti a bo», no podría, quizá, dejar aquí, los tres poemas que, al azar he sustraído del poemario. Ojalá le sirvan a Lucía para hilvanar la verdadera historia...

46.

Las gaviotas
elevan sus rosas de sal,
las espumas se vuelcan
en el cabo del norte,
la madrugada
es un bálsamo
sin preguntas,
mi descanso consiste
en un lejano mirador,
unos versos antiguos,
una piel indemne...
unas horas robadas.
¿Por qué no ruge este mar?

* *
116.
Todos los relojes están en la noche,

cerrad los ojos
a la pura melancolía,
saboread en el silencio
los elementos
que destrozan
las almas:
los cormoranes locos,
la brisa
pintada de orquídeas,
el suave mareo de las palmeras,
de los recuerdos,
del miedo,
de las preguntas
que vuelven
como los estúpidos peces
que mueren en mi red...
* *
184.
Crece en el mar
la luna más grande,
en el mar que nos llega,
en el mar que nos lleva,
en la hora, alta hora
de los escasos recuerdos
que pudren la memoria.
Ya no te tendré más que aquí,
en esta luna
que pone sus azucenas
en la sal inmensa
y crece, crece
sin la fuerza necesaria,
tal es su pudor,
tanta la distancia.

TARENTOLA MAURITANICA

Paeres del corral que en verano «El Circo de la Luna» en sus farolas albergan un latir de tarentolas abatiendo cualquier insecto enano, dul...